Ana entró en la habitación de Zoé esperando encontrarla enferma, y se sorprendió al verla acudir a su encuentro caminando con toda la gracia y la vitalidad de una mujer que estuviera a punto de llevar a cabo una empresa de gran envergadura.
– Os agradezco que hayáis venido tan rápidamente -dijo, mirando a Ana con una leve sonrisa-. Cirilo Coniates se encuentra muy enfermo. Es un hombre al que conozco de hace tiempo, desde antes de que fuera exiliado, y por el que siento una profunda admiración. -De pronto observó a Ana con una súbita solemnidad-. Necesita un médico mucho mejor que el que tiene en su actual exilio. -Frunció el ceño-. Uno que no se fije en sus pecados, que dudo de que sean muchos, y además, el pecado es en buena medida una cuestión de parecer. Lo que en un hombre es virtud, en otro puede ser vicio. -Puso cara grave-. Anastasio, vos podéis tratarlo con hierbas y tinturas, medicinas que en efecto lo curen de su enfermedad o que, como mínimo, si está próximo a morir, alivien su angustia. Se lo merece. ¿Vos tenéis en cuenta los merecimientos?
– No -contestó Ana con un leve deje de humor-. Vos lo sabéis de sobra. Como decís, normalmente no es más que un punto de vista. Yo desprecio la hipocresía, lo cual me situaría en contra de la mitad de las personas más piadosas que conozco.
Zoé lanzó una carcajada.
– Vuestra franqueza podría ser causa de vuestra perdición, Anastasio. Os aconsejo que vigiléis vuestra lengua. Los hipócritas no poseen el más mínimo sentido del humor, de lo contrario ellos mismos verían lo absurdos que resultan. ¿Iréis a ver qué podéis hacer por Cirilo Coniates?
– ¿Me permitirán verlo?
– De eso ya me encargo yo -contestó Zoé-. Está en un monasterio de Bitinia. Y os acompañará hasta allí el legado del Papa, el obispo Niccolo Vicenze. Tiene asuntos que tratar con Cirilo, lo cual quiere decir que será él quien organice y pague el viaje y el alojamiento. Parece ser un buen arreglo. El tiempo es agradable, y el viaje a caballo os llevará unos días, pero por lo demás no será demasiado arduo. Vos conocéis Bitinia mejor que él. Podéis partir mañana por la mañana. No hay tiempo que perder.
Zoé cruzó lentamente la estancia, de vuelta a la mesa y a los cómodos sillones.
– Tengo una mixtura de hierbas que quisiera que le llevarais. Hace años, cuando lo conocí, le gustaba mucho. Es un simple reconstituyente, pero le agradará, y es posible que también le aumente un poco las fuerzas. Yo misma voy a tomar un poco. ¿Os gustaría probarlo?
Ana titubeó.
– Como deseéis -dijo Zoé en tono ligero al tiempo que alargaba la mano hacia la puerta de una alacena de madera y la abría. En el interior había muchos cajones, todos diminutos. Tiró de uno y extrajo una bolsa de seda llena de trozos de hojas, tan finamente desmenuzadas que casi parecían polvo-. Hay que tomarlo con un poco de vino -advirtió, uniendo la acción a las palabras. Sirvió dos copas de vino tinto y espolvoreó un poco de la mezcla en cada una de ellas, la cual se disolvió inmediatamente.
Con la mirada clavada en Ana, tomó una de las copas y se la llevó a los labios.
– Por Cirilo Coniates -dijo en tono sereno, y bebió. Ana tomó la otra copa y bebió un sorbo.
No se notaba ningún cambio de sabor, hasta el aroma de la hierba se había evaporado.
Zoé vació su copa y le ofreció a Ana un pastelillo de miel. Ella misma cogió uno y lo mordió con placer.
Ana también apuró su copa.
– ¿Un pastelillo? -ofreció-. Os lo recomiendo, sirve para eliminar el sabor que queda en la boca. Ana aceptó y comió. Zoé le entregó la bolsita de seda. -Gracias. -Ana la cogió-. Se lo ofreceré a Cirilo.
Ana hizo el breve trayecto de atravesar el Bósforo hasta la costa de Nicea, donde encontró al obispo Niccolo Vicenze aguardándola con cierta impaciencia. Estaba paseando nervioso por el embarcadero, con su cabello rubio destacado bajo la luz matinal y el rostro contraído en una dura mueca de disgusto. Llevaba ropas de viaje, igual que ella, con túnicas más cortas y botas de cuero para protegerse las piernas. Aun así, se las arreglaba para tener una apariencia severamente eclesiástica, como si el cargo que ocupaba formara parte de él.
El saludo fue breve, no más de un reconocimiento somero; acto seguido montaron los caballos que aguardaban e iniciaron el largo viaje tierra adentro atravesando un paraje que Ana ya conocía.
El sol estaba alto en el cielo despejado y hacía calor, y soplaba una ligerísima brisa. Pero hacía mucho tiempo que Ana no recorría a caballo más de un par de millas, de modo que no tardó en sentirse cansada y dolorida, si bien el obispo Vicenze era la última persona ante la que habría mostrado debilidad.
Ya había cabalgado por aquellas tierras, años atrás, con Justiniano. Si cerraba los ojos y se concentraba en la sensación del sol en la cara y en la fuerza del animal que montaba, no le costaba trabajo imaginar que su hermano iba cabalgando delante de ella.
Pero el que ahora iba delante era Vicenze, por la senda que discurría entre los helechos, las moras silvestres y los tojos, y con él no compartía nada. Ni siquiera se volvió para ver si ella le seguía el paso.
Aquel territorio le resultaba conocido, por lo menos al principio. A partir de allí se dejó llevar por Vicenze, que iba guiándose por un mapa, por lo visto perfecto. Era una suerte, pero por alguna razón aquello no le resultó nada placentero. Ella había esperado que Vicenze fuera infalible en semejantes destrezas prácticas. De todos modos le dio las gracias, porque no quería faltar a la cortesía; sería una señal de debilidad, y aunque era sacerdote, no apreciaba ninguna clemencia en él.
Llegaron al inmenso monasterio, que parecía una fortaleza, al tercer día, después de anochecer, habiendo pernoctado al final de cada jornada a un lado del camino.
Los recibieron con afecto. El emisario de Zoé se les había adelantado, y por lo menos a Ana se la esperaba con ansiedad. En cuanto le hubieron ofrecido brevemente comida y agua y se hubo lavado las manos y la cara del polvo del viaje, la condujeron a ver a Cirilo.
Con gratitud y nerviosismo, un joven monje la guio por los silenciosos pasillos del monasterio hasta la fría celda de muros de piedra en que se hallaba Cirilo. Era una habitación simple, de no más de cinco pasos de ancho por otros cinco de largo, y de paredes desnudas a excepción de un crucifijo de gran tamaño. Cirilo estaba tendido en un estrecho camastro, pálido y agotado por el dolor que le atenazaba el pecho y la zona abdominal. Aquello no era infrecuente cuando la fiebre duraba muchos días; las funciones normales no se llevaban a cabo y era natural que se instalara el dolor.
Ana lo saludó con dulzura y expresó pesar por su estado. Cirilo no era tan anciano como para que ella tuviera su edad en cuenta, desde luego no contaría más de setenta años, pero se le notaba el cuerpo muy castigado tras largos años de pocos cuidados, y ahora también a causa de la enfermedad. Tenía el cabello ralo y blanco, el rostro demacrado y la piel como el papel viejo al tacto.
Le formuló las preguntas de costumbre y recibió todas las respuestas que había previsto. Había traído hierbas que tenían sabor agradable pero un efecto purgante. Para empezar, lo más apremiante era procurarle un poco de alivio, que pudiera dormir durante más tiempo y restaurar el equilibrio de fluidos de su cuerpo.
– Tomad todo lo que podáis de esta bebida que os he preparado -le dijo-. Os calmará considerablemente el dolor. Cada pocas horas os haré una jarra llena y os la traeré. Para mañana a estas horas, os sentiréis menos angustiado. -Esperaba que aquello fuera verdad, pero las creencias formaban una parte importante de la recuperación, fueran o no cristianas.
– Os resultaría más cómodo que os atendiera alguien a quien conozcáis bien -le dijo-. Pero yo voy a permanecer tan cerca como me permitan vuestros hermanos, y si me llamáis acudiré al momento.
– ¿Debo ayunar? -preguntó Cirilo con ansiedad-. Rezaré con la ayuda del hermano Tomás. Ya he confesado mis pecados y he recibido la absolución.
– La oración siempre es buena -ratificó Ana-, pero sed breve. No canséis a Dios diciéndole lo que ya sabe. Y no, no ayunéis -agregó-. Vuestro espíritu ya es lo bastante fuerte. Para poder continuar al servicio de Dios y de los hombres, necesitáis recuperar la fuerza del cuerpo. Bebed un poco de vino, mezclado con agua y con miel si lo deseáis.
– Me abstengo de tomar vino -replicó Cirilo negando apenas con la cabeza.
– No es importante. -Ana le sonrió-. Ahora voy a prepararos esa infusión de hierbas, y enseguida regresaré con ella.
– Os lo agradezco mucho, hermano Anastasio -dijo el monje con voz débil-. Dios os acompañe.
Permaneció la mayor parte de la noche sin dormir, cuidando a Cirilo. Éste estaba afiebrado e inquieto, y Ana empezó a temer que no le fuera posible salvarlo. Cuando amaneció se encontraba muy débil, y le costó mucho trabajo convencerlo de que se bebiera las hierbas que le había preparado, un poco más fuertes. Cirilo estaba muy angustiado, y Ana empezó a temer que sufriera una obstrucción intestinal en vez de los efectos naturales de la fiebre y la mala alimentación. Incrementó la fuerza del purgante, pensando que tenía poco que perder. Esta vez añadió sándalo para el hígado y áloe para tratar el bloqueo existente en el hígado y en el sistema urinario, y más calamento.
Para cuando llegó la noche, Cirilo se sentía peor todavía, pero había logrado tragar una gran cantidad de agua y estaba menos demacrado y menos ojeroso.
En cierto momento, durante la noche, el monje que lo acompañaba la informó de que Cirilo había ingerido una gran cantidad del brebaje y que parecía estar un tanto aliviado del dolor. Ahora estaba durmiendo.
Al amanecer Ana no lo molestó, pero lo examinó con atención y le palpó la frente. La encontró sólo tibia, y además el anciano se removió vagamente al sentir su contacto, sin despertarse. Ana se permitió abrigar la esperanza de que tal vez se recuperase.
Más avanzado el día, Vicenze insistió en pedir una audiencia con él. En lo que los monjes pudieron ver, él era quien había traído al médico bajo cuyos cuidados Cirilo había empezado a mejorar, aunque aún se encontrara sumamente débil. El abad, agradecido, no pudo negarse. A Ana la hicieron salir de la celda.
Cuando por fin le permitieron entrar de nuevo, Cirilo estaba agotado y con cara de que le hubiera vuelto la fiebre. El joven monje que lo venía atendiendo a lo largo de toda su enfermedad dirigió una mirada de nerviosismo a Ana, pero no dijo nada.
– No pienso hacerlo -dijo Cirilo con voz ronca-. Aunque me cueste la vida. No pienso firmar un papel que abjure de mi fe y conduzca a mi pueblo a la apostasía. -Tragó saliva, con los ojos fijos en Ana, asustado y tozudo-. Si lo firmo, perderé mi alma. Vos lo comprendéis, ¿verdad, Anastasio?
– Yo no siempre estoy seguro de qué es lo correcto -empezó a decir Ana despacio, escogiendo las palabras y vigilando los ojos del anciano-. Pero por supuesto, como todo el mundo, he reflexionado mucho sobre la lealtad a nuestra fe, y también sobre el terrible peligro de que los cruzados latinos vuelvan a invadir nuestra ciudad. Matarán y quemarán todo lo que encuentren a su paso. Tenemos el deber de velar por las vidas de las personas que confían en que vamos a cuidar de ellas y de sus seres queridos, sus hijos, sus esposas y sus madres. He oído relatos del saqueo de 1204, la historia de una niña que presenció cómo violaban y asesinaban a su madre…
Cirilo hizo una mueca de dolor, y los ojos se le llenaron de lágrimas que comenzaron a resbalarle por las mejillas.
– Pero la negación de nuestra fe supone una destrucción peor todavía -prosiguió Ana, con el remordimiento de estar angustiando a Cirilo-. Si vos contáis con la luz del Espíritu Santo de Dios, que os dice lo que es correcto hacer, no podéis rechazarla de ningún modo, sea cual sea el coste. No significa simplemente la muerte, sino el infierno.
Cirilo asintió despacio.
– Sois muy sabio, Anastasio, acaso más sabio que algunos de mis propios hermanos. Y ciertamente más sabio que ese sacerdote de Roma, que posee un corazón de hielo. -Sonrió débilmente y en sus ojos brilló un destello de luz-. No hay más sabiduría que confiar en Dios. -Hizo la señal de la cruz, de forma llamativa al estilo ortodoxo, y a continuación se recostó sobre las almohadas y se quedó dormido, todavía con una suave sonrisa en la cara.
La vez siguiente que fue a verlo estaba despierto y febril, y los dedos le temblaban tanto que le costaba sostener la taza que contenía la infusión de hierbas. Ana tuvo que rodear ésta con sus propias manos para ayudarlo. Había llegado el momento de ofrecerle el reconstituyente de Zoé. Por regla general no administraba más hierbas que las que traía y mezclaba ella misma, pero ya había probado con todo lo demás que tenía. Le dijo al enfermo que iba a prepararle otro brebaje con otra cosa que le enviaba Zoé Crysafés, y lo dejó en compañía del joven monje. Cuando volvió tenía cara de cansado, de modo que le ofreció la nueva bebida.
– Puede que tenga un sabor amargo -le advirtió-. Yo mismo la he probado, y Zoé también, pero fue con vino, y ya sé que vos no querréis eso.
Cirilo negó con la cabeza.
– Vino, no. -Alargó la mano para tomar la taza y Ana se la dio. Nada más dar un sorbo, torció la boca en un gesto de rechazo-. Es muy desagradable -dijo con pena-. Por una vez quisiera… -De pronto se interrumpió bruscamente, pálido y con los ojos muy abiertos. Lanzó una exclamación ahogada y se aferró la garganta luchando por respirar.
– ¡Es veneno! -chilló aterrorizado el joven monje-. ¡Lo habéis envenenado! -Al instante se levantó y corrió hacia la puerta-. ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Cirilo ha sido envenenado! ¡Venid, aprisa!
En el pasillo se oyeron pisadas de pánico. El joven monje seguía vociferando. Frente a ella Cirilo intentaba respirar, con los ojos desorbitados y la piel desprovista de todo vestigio de color y adquiriendo ya un tono azulado a causa de la asfixia.
¡Pero si ella había bebido exactamente lo mismo! Había visto cómo Zoé lo sacaba de aquella misma bolsita de seda, y a Cirilo no le había administrado más que un pellizco. Ella no había notado ningún amargor, claro que lo había ingerido con vino e inmediatamente después había comido pastelillos de miel.
¿Sería eso? ¿El vino? ¿Sabía Zoé que Cirilo no iba a querer beberlo?
Se levantó de un salto y corrió hacia la puerta.
– ¡Vino! -chilló casi a la cara del monje que estaba a escasa distancia de ella-. ¡Traedme vino y miel, de inmediato! ¡Ahora mismo, por su vida!
– ¡Lo habéis envenenado! -la acusó el monje con las facciones contraídas por el odio.
– ¡No he sido yo! -Ana dijo lo primero que le pareció lógico-. ¡Ha sido el romano! No os quedéis ahí como un idiota, id a buscar vino y miel, ¿o es que queréis que muera?
Aquella acusación lo reavivó. Giró sobre sus talones y echó a correr pasillo abajo levantando eco con sus sandalias en la piedra.
Ana esperó atenazada por el pánico, volvió a entrar en la celda e incorporó a Cirilo en un intento de facilitarle la respiración, pero parecía tener la garganta cerrada y el pecho hinchado en el esfuerzo de llenar los pulmones. Cada áspera inspiración que hacía se antojaba interminable, larga y pavorosa.
Por fin regresó el monje, seguido por otro. Traían vino y miel. Ana les arrebató ambas cosas, las mezcló sin prestar la menor atención al gusto que pudieran tener y las acercó a los labios de Cirilo.
– ¡Bebed! -le ordenó-. ¡No me importa que os cueste trabajo o no, bebed! Vuestra vida depende de ello. -Intentó separarle las mandíbulas e introducirle el vino en la boca. A aquellas alturas Cirilo ya casi no respiraba y tenía los ojos en blanco-. ¡Sujetadlo! -ordenó al monje que tenía más cerca-. ¡Vamos!
El monje obedeció, temblando de terror.
Con ambas manos, a Ana le resultó más fácil hacer fuerza a fin de abrir los labios del anciano y echarle la cabeza hacia atrás. Penetró un poco de líquido que Cirilo tragó entre convulsiones. Tosió y volvió a tragar, y el líquido entró. Ana le dio más y más. Con lentitud infinita, la garganta se le fue relajando poco a poco y su respiración fue siendo menos trabajosa, hasta que por fin, al enfocar los ojos de nuevo, el pánico había desaparecido de ellos.
– Ya basta -dijo Cirilo con la voz ronca-. Si aguardáis un momento me lo beberé todo, os lo prometo.
Ana volvió a acostarlo con delicadeza y cayó de rodillas en el suelo elevando una plegaria de agradecimiento más audible de lo que era su intención. No sólo dio gracias por haber podido salvar la vida de Cirilo, sino también quizá por haber salvado la suya propia.
– Explicaos -exigió el abad cuando aquella misma tarde Ana se presentó ante él en su bello y austero despacho. Era un individuo flaco y adusto, y en su rostro se apreciaban las huellas dejadas por la ansiedad y por la larga batalla librada contra el sufrimiento. Merecía la verdad, absoluta y no disminuida ni distorsionada por los sentimientos. Pero tampoco no merecía que ella lo abrumase con unas sospechas que no podía demostrar. Había tenido tiempo para sopesar lo que iba a decirle.
– Zoé Crysafés me dio una hierba para Cirilo -respondió-. Me dijo que era un reconstituyente. Sacó una pequeña cantidad de una bolsita de seda y la vertió en su copa y después en la mía, y bebimos los dos sin notar el menor efecto adverso. Luego me entregó la bolsa de hierbas y yo la acepté. El contenido de la misma fue lo que utilicé para la infusión de Cirilo.
El abad arrugó el entrecejo.
– Eso no parece posible.
– Hasta que recordé que tanto Zoé como yo habíamos tomado la hierba mezclada con vino, y que Cirilo la tomó con agua -explicó Ana-. Además, comimos unos pastelillos de miel. Zoé me dijo que así se evitaba el regusto desagradable. Ésas fueron las únicas diferencias que encontré, de modo que mandé que me trajeran de inmediato vino y miel y obligué a Cirilo a tomar ambas cosas. Y empezó a recuperarse. Supongo que fue el vino, y que Zoé Crysafés nunca había tomado la hierba con agua y por lo tanto desconocía el terrible efecto que podía tener en ese caso. -Naturalmente, aquello era una mentira, pero ninguno de los dos podía demostrar que lo fuera ni tampoco podían permitirse la verdad.
– Entiendo -dijo el abad despacio-. ¿Y el romano? ¿Qué papel ha desempeñado en todo esto?
– Que yo sepa, ninguno -repuso Ana. Aquello fue otra mentira. Si Vicenze no hubiera querido convencer a Cirilo de que firmase la adenda y Zoé no hubiera temido que pudiera conseguirlo, Cirilo simplemente habría muerto en aquel monasterio, en silencio, y no se habría visto afectada la opinión pública en relación con la unión. Zoé preferiría eso antes que la claudicación de Cirilo. La visita de Ana le había proporcionado la oportunidad de asegurarse de que Cirilo se negaba, o si, en el peor de los casos, firmaba, Ana y Vicenze serían acusados de haberlo asesinado, y el documento quedaría nulo y sin valor.
Pero el abad no tenía por qué saber todo aquello.
– Os estamos agradecidos por haber reaccionado con tanta rapidez para salvarlo -dijo con gravedad-. ¿Podéis informar a Zoé Crysafés de eso?
– Transmitiré el mensaje que vos deseéis -contestó Ana. -Os lo agradezco -dijo el abad-. Uno de los hermanos me ha dicho que sois de Nicea. ¿Es cierto? -Sí. Me crie no muy lejos de aquí.
El abad sonrió. Fue un gesto muy leve, pero iluminó sus ojos con una asombrosa ternura.
– Hay entre nuestros hermanos uno que nunca sale de aquí. Antes lo visitaba un hombre, pero últimamente ha dejado de venir. Pienso que denotaría una gran bondad por vuestra parte que pasarais una hora con nuestro hermano Juan. -Casi no fue una pregunta.
Ana no vaciló.
– Naturalmente. Para mí será un placer.
– Os lo agradezco mucho -volvió a decir el abad-. Acompañadme.
Y sin dudar un momento salió de la estancia con Ana detrás. Recorrieron un pasillo estrecho que hacía resonar sus pisadas, cruzaron una gran puerta de madera labrada con tachones de bronce y luego ascendieron por una empinada escalera de caracol. El abad se detuvo en un exiguo rellano que había al final del todo, dominando el resto del amplio edificio; llamó a la única puerta que había, y cuando le dieron permiso la abrió y entró por delante de Ana y a continuación la sostuvo abierta para que entrara ella.
– Hermano Juan -dijo en voz baja-. El hermano Cirilo ha estado enfermo, y ha venido un médico de Constantinopla para socorrerlo. Ha obrado con maestría, por lo que pronto partirá, pero es originario de Nicea, y he pensado que antes os gustaría conversar un rato con él. Se llama Anastasio. Me recuerda en cierto modo al visitante que hace tres o cuatro años venía a veros.
Ana miró al joven que se levantó despacio de la dura silla de madera, y se dijo que era muy extraño que el abad la describiera, teniéndola sólo a un paso detrás de él. Entonces se fijó en la cara del joven, delgada y hundida por el dolor y, sin embargo, de una dulzura sorprendente. No tendría más de veintipocos años, pero el detalle que le aceleró el corazón de tal manera que la sangre le empezó a retumbar en la cabeza y la boca se le quedó seca fue que no tenía ojos. Sólo presentaba unas horribles cuencas vacías que daban a su rostro una expresión mutilada. De repente, con un estupor que le sacudió todo el cuerpo, comprendió de quién se trataba: aquél era Juan Láscaris, al que Miguel Paleólogo había sacado los ojos para que no pudiera sucederlo en el trono. No le extrañó que, al verla a ella, al abad le viniera a la memoria el hombre que antes acudía a visitarlo: sólo podía ser Justiniano.
Ana se ahogó con su propia respiración, que se le agolpaba en la garganta.
– Hermano Juan -empezó. Deseaba con desesperación decirle que ella también era una Láscaris, que Zarides era sólo su apellido de casada, pero por supuesto aquello era imposible.
El joven afirmó despacio con la cabeza, tras un momento de sorpresa en su semblante, porque el abad no le había dicho que el médico era un eunuco y la voz la delató al instante.
– Pasad -invitó-. Sentaos, os lo ruego. Creo que hay otra silla más.
– Sí, gracias -aceptó Ana. Aquel hombre no sólo era el emperador por derecho, además ahora muchos lo consideraban santo, con una santidad tan cercana a la de Dios que era capaz de obrar milagros en nombre de Él. Pero Ana no dejaba de pensar en los ratos que había pasado Justiniano en su compañía.
– El padre abad me ha dicho que hace unos años teníais un amigo que venía a visitaros, un hombre de Nicea… -empezó diciendo. El semblante de Juan se iluminó de placer.
– Ah, sí. Tenía una profunda sed de conocimientos. Verdaderamente buscaba a Dios.
– Por lo que decís, era una buena persona -dijo Ana con cuidado-. Ojalá fuéramos más los que buscáramos, en lugar de suponer que ya lo sabemos todo.
Juan sonrió, y de pronto su rostro ciego se inundó de una cálida luz.
– Habláis igual que él -dijo con sencillez-. Pero acaso con un poco más de buen juicio. Ya habéis empezado a comprender lo grande que es nuestra capacidad de aprender y cuan infinito es nuestro desconocimiento.
– ¿Es eso el cielo? -preguntó Ana impulsivamente-. ¿Es el cielo aprender infinitamente, y amar? ¿Era eso lo que buscaba vuestro amigo?
– Veo que os interesáis por él -repuso Juan en tono suave. No era del todo una pregunta, sino más bien una constatación-. ¿Era amigo vuestro? ¿Pariente? No tenía hermanos, me dijo, pero sí una hermana. Y que era médico, y de gran talento.
Ana se alegró de que no pudiera ver las lágrimas que le habían acudido a los ojos.
Justiniano había hablado de ella, incluso allí, con Juan Láscaris. Tragó el nudo que se le había formado en la garganta.
– Era un pariente -contestó. Necesitaba decirle toda la verdad que le fuera posible y reivindicar el vínculo que sentía tan íntimamente-. Pero lejano.
– Era un Láscaris -dijo Juan en tono sereno, pronunciando aquel apellido como si el hecho de oírlo le inspirase afecto-. Dejó para siempre de venir. Temo que se viera implicado en algo peligroso. Hablaba de Miguel Paleólogo y de una unión con Roma, y de que él deseaba salvar Constantinopla sin el derramamiento de sangre de una guerra ni la corrupción que entraña la traición, pero que iba a ser casi infinitamente difícil.
Juan Láscaris frunció el ceño. Las arrugas que se le formaron en la frente revelaron con más profundidad las otras arrugas de sufrimiento que había en su rostro.
– Le sucedió algo, ¿no es así? -preguntó en tono calmo.
No había posibilidad de mentirle.
– Sí, pero no sé con seguridad el qué* Estoy intentando averiguarlo. Asesinaron a Besarión Comneno, y Justiniano estuvo implicado, al ayudar al hombre que lo mató. Ahora está exiliado en Judea.
Juan dio un largo suspiro cargado de pena y cansancio infinito.
– Lo siento mucho. Si tuvo algo que ver con eso, entonces es que no encontró lo que estaba buscando. Ya me di cuenta la última vez que estuvo aquí. Estaba distinto, se le notaba en la voz. Una desilusión.
– ¿Desilusión? -preguntó Ana acercándose un poco-. ¿Con la Iglesia… o con otra cosa?
– Mi querido amigo -respondió Juan sacudiendo la cabeza levemente de un lado al otro-, Justiniano buscaba respuestas a preguntas nacidas de su necesidad y su soledad, él quería razones que dieran sentido a nuestro entendimiento. Él habría sido un emperador mejor que Besarión Comneno, y creo que era consciente de ello. Pero el trono no lo habría convertido en un hombre mejor. No estoy seguro de si también comprendía eso.
¡Emperador! ¿Justiniano? Juan debía de estar equivocado.
– Pero él amaba a la Iglesia -insistió Ana-. ¡Habría luchado por ella!
– Oh, desde luego -coincidió Juan-. Ansiaba continuar dentro de ella, preservar el sitio que le correspondía, sus rituales, su belleza, y por encima de todo su identidad.
A Ana le vino una idea nueva a la mente.
– ¿Lo bastante para morir por ella?
– A eso no puedo responderos -dijo Juan-. Ningún hombre sabe por qué va a morir, hasta que le llega el momento. ¿Sabéis vos por qué estaríais dispuesto a morir, Anastasio?
Ana se quedó desconcertada. No tenía respuesta.
Juan sonrió.
– ¿Qué queréis vos de Dios? ¿Y qué creéis que quiere Él de vos? Yo le pregunté esto mismo a Justiniano, y no me contestó. Supongo que aún no sabía en qué creer.
Acabáis de decir que amaba a la Iglesia -contestó Ana en voz baja-. ¿Por qué a la ortodoxa, y no a la romana? La romana también posee belleza, y fe, y ritual. ¿En qué creía él, para estar dispuesto a pagar un precio tan alto con tal de conservarlo?
– Nos encanta caminar por una senda conocida -repuso Juan con sencillez-. A ninguno nos gusta que nos digan qué debemos pensar o hacer, que un desconocido venido de otra tierra y que habla otra lengua nos imponga su voluntad.
– ¿Y eso es todo?
– Eso es mucho -replicó Juan con una sonrisa de cansancio-. En la vida no hay muchas certezas, no hay muchas cosas que no cambien, se marchiten, nos engañen o nos decepcionen en un momento o en otro. Las santidades de la Iglesia son las únicas cosas que conozco. ¿Acaso no son cosas por las que merece la pena vivir, o morir?
– Sí-respondió Ana de inmediato-. ¿Encontró Justiniano eso mismo… por lo menos esa esperanza?
– No lo sé -contestó Juan con acento triste y teñido de soledad-. Pero lo echo de menos. -Parecía cansado, su voz había perdido fuerza, las cuencas vacías de sus ojos parecían más hundidas aún.
– Estoy haciendo todo lo que está en mi mano para demostrar que fue acusado injustamente -dijo Ana en un impulso-. Si lo consigo, tendrán que perdonarlo, y regresará.
– ¿Sois primo de un primo? -Juan le sonrió.
– Y amigo -añadió ella-. Pero no quisiera cansaros. -Se puso de pie, asustada de sentirse tentada a delatarse de manera irreparable.
Juan alzó una mano para darle la antigua bendición.
– Que Dios guíe vuestro camino en las tinieblas y alivie vuestra soledad en el frío de la noche, Ana Láscaris.
Ana sintió una oleada de calor que le inundó súbitamente el rostro, en cambio fue agradable, a pesar de todo el miedo que tendría que embargarla. Juan la había reconocido y la había llamado por su nombre. Durante largos momentos, maravillosos y terribles, fue ella misma.
Se inclinó y le tocó la mano con suavidad, en un gesto totalmente femenino. Seguidamente dio media vuelta y se dirigió a la puerta. En el instante mismo en que la traspusiera, volvería a adoptar su papel.
Cuando hubo regresado del largo viaje a Nicea, un trayecto que realizó sin hablar con Vicenze, a excepción de lo imprescindible que imponía la cortesía, fue a ver a Zoé.
Se vieron en la misma habitación de siempre, la de la cruz de oro en la pared y las magníficas vistas, y se encaró con Zoé luciendo una sonrisa, saboreando el instante.
– ¿Pudisteis salvar al buen Cirilo? -preguntó Zoé, cuyos ojos color topacio brillaban con demasiada fuerza para disimular su ansiedad y las extrañas y poderosas emociones contrarias que la agitaban por dentro.
– En efecto -contestó Ana sin alterar el tono de voz-. Es posible que aún viva muchos años.
Hubo un destello en los ojos de Zoé.
– Tengo entendido que el legado, Vicenze, ha viajado con vos. ¿Tuvo éxito en su propósito? Ana elevó las cejas.
– ¿Qué propósito?
– ¡Su misión no era únicamente acompañaros a vos! -exclamó Zoé, controlando a duras penas su genio.
– Oh, tuvo una audiencia con Cirilo -repuso Ana con toda naturalidad-. Por supuesto, yo no estuve presente en ella. El pobre Cirilo se sintió muy enfermo después, y toda mi atención estuvo concentrada en socorrerlo.
En la mirada de Zoé ardía la furia. Por primera vez sus planes eran desbaratados por Ana. De repente se enfrentaron de igual a igual.
Ana sonrió.
– Entonces fue cuando di a Cirilo las hierbas que tan atentamente me proporcionasteis vos.
Zoé hizo una inspiración profunda y exhaló el aire despacio. En aquel momento algo cambió en ella, supo que había sido engañada.
– ¿Y le fueron de ayuda? -preguntó, sabiendo de sobra la respuesta.
– Al principio no -le dijo Ana-. De hecho, los efectos fueron de lo más desagradable. Incluso llegué a temer por su vida. Entonces recordé que cuando vos y yo tomamos esas hierbas las acompañamos con vino. Aquello lo cambió todo. -Sonrió, sosteniendo la mirada de Zoé sin pestañear-. Os estoy agradecido por vuestra previsión. Le expliqué al abad lo que había sucedido exactamente. No quisiera que un hombre tan santo imaginara que vos habíais intentado envenenar al pobre Cirilo. Eso sería espantoso.
La expresión de Zoé se petrificó igual que el mármol blanco, y su dominio de sí misma fue tal que no reveló ni furia ni alivio. Luego surgió en ella algo sumamente notable, durante un solo segundo, pero tiempo suficiente para que Ana se diera perfecta cuenta de lo que era: admiración.
– Cuan amable por vuestra parte -dijo en voz baja-. No lo olvidaré.