CAPÍTULO 78

Giuliano Dandolo regresó a Venecia con un barco repleto de oro procedente de toda Europa. En Inglaterra, España, Francia y el Sacro Imperio Romano la gente estaba preparándose para una grandiosa cruzada. Ya se había construido parte de los barcos. Los astilleros trabajaban día y noche. Carlos de Anjou había pagado su parte del contrato y recibiría lo que había solicitado.

Y, sin embargo, Giuliano, de pie en el balcón contemplando el esplendor del sol poniente sobre el Adriático, no se sentía feliz.

El dux le había dicho que Venecia había anulado el tratado que había firmado con Bizancio. Sólo había durado dos años. Él no tenía nada que ver al respecto, ni con su creación ni con su destrucción, pero se sentía profundamente avergonzado por la traición que entrañaba.

Contempló la luz reflejada en el agua y se fijó en cómo iba cambiando. Su transparencia y el movimiento de las sombras eran tan sutiles que un tono se confundía con otro. Era igual que el Bósforo.

¿Qué le sucedería a Constantinopla cuando llegaran los cruzados?

Todo aquello de combatir por la fe era absurdo. Cuán lejos estaban de las enseñanzas de Cristo aquellas rencillas por decretar quién tenía poder o derecho a lo que fuera. Se acordó de las conversaciones que había tenido con Anastasio durante las travesías por mar y en aquel sitio desolado que podía ser o no el Gólgota.

Pensar en Anastasio mitigó el dolor que le oprimía el pecho. ¿Cómo lo tratarían los cruzados? ¿Cómo se protegería? Aquella idea era demasiado horrible. Lo que importaba era la ciudad entera y las tierras que la circundaban, pero al final, como quizá le sucedía a todo el mundo, todo se reducía a las personas que uno conocía, a sus caras y sus voces, la gente con la que uno compartía el pan y en quien confiaba.

Загрузка...