CAPÍTULO 75

Ana estaba sentada junto a Irene Vatatzés en el dormitorio, una estancia elegante y poco femenina, decorada con colores sombríos y gran austeridad en las paredes. Era a la vez hermosa y solitaria. Ahora olía a rancio, a sudor y degradación. Hizo todo lo que estuvo en su mano para mitigar el dolor de Irene, simplemente estando con ella, un contacto, una palabra que aplacara un poco su miedo. No le mintió, no habría servido de nada. Sabía que esta vez Irene no iba a recuperarse. Día a día su fuerza se iba debilitando y sus momentos de lucidez eran cada vez más breves.

Ana deseó poder formularle algunas de las preguntas que aún quedaban sin contestar acerca de la conspiración urdida para derrocar a Miguel. Irene se agitaba en el lecho, girando a un lado y al otro, arrastrando consigo la sábana. Dejó escapar un gemido de dolor. Ana se inclinó sobre la enferma y estiró la sábana. A continuación introdujo un paño en el cuenco de agua fresca con hierbas y lo retorció. El perfume que contenía se extendió por el aire. Después lo depositó con suavidad sobre la frente de Irene, la cual se aquietó durante unos momentos.

A lo mejor lo único que importaba ahora eran las intenciones de Demetrio. Pero Irene era su paciente, y no podía exigirle semejante esfuerzo. Durante casi una hora permaneció inmóvil en la cama, como si se hubiera sumido en la paz última de la muerte. Pero de pronto lanzó una exclamación ahogada y empezó a darse vueltas y más vueltas.

– ¡Zoé! -exclamó Irene de improviso. Tenía los ojos cerrados, pero su rostro mostraba tal expresión de ferocidad que costaba creer que no estuviera consciente-. No tardarás en quedarte sola -susurró-. Estaremos todos muertos. ¿Qué vas a hacer entonces? Sin nadie a quien amar y nadie a quien odiar.

Ana se puso en tensión. Sabía en quién estaba pensando Irene: en Gregorio y Zoé. Todavía la corroían los celos, no había forma de extirparlos. Ana alargó una mano y la posó delicadamente sobre la muñeca de Irene.

– Él tenía que morir -empezó Irene de nuevo, sacudiendo la cabeza bruscamente a un lado y a otro-. Se lo merecía.

Ana estaba atónita. ¿De verdad era tan profundo el rencor de Irene como para desear la muerte a Gregorio, desear que le desgarrasen el cuello y lo dejasen morir desangrado sobre el empedrado de una calle desconocida?

– No, no se lo merecía -dijo Ana en voz alta, sin saber si Irene todavía se acordaría de lo que había dicho o si tenía siquiera capacidad para oír algo que no proviniera del interior de su cabeza.

Pero la voz de Irene le respondió con tanta fuerza que la sobresaltó:

– Sí se lo merecía. Se quedó con los iconos que robó su padre cuando huyeron del fuego. Debería haberlos devuelto. Podría haberlo matado yo misma, si hubiera tenido valor. Debería haberlo matado.

Ana la miró y vio que tenía los ojos abiertos y la mirada despejada, una mirada en la que ardía la furia.

– ¿Sabíais que Gregorio tenía los iconos procedentes del saqueo de 1204? -preguntó Ana.

– ¡Gregorio no, idiota! -exclamó Irene en tono cáustico, ya plenamente consciente-. Su primo Arsenio. Por eso lo mató Zoé. -Volvió a cerrar los ojos, como si se sintiera demasiado cansada para tomarse molestias con una persona tan lerda-. Gregorio lo sabía -agregó, como si se le acabara de ocurrir-. Venganza. Siempre la venganza. -Suspiró, y pareció adormecerse de nuevo.

Ana empezó a atar cabos. Zoé había matado a Arsenio en venganza por haberse quedado con los iconos, y Gregorio lo sabía. Éste se habría sentido empujado a vengar la muerte de su primo, y Zoé, sabedora de sus intenciones, golpeó primero, en defensa propia.

Pero la venganza de Zoé no consistió únicamente en asesinar a Arsenio, sino también en humillar a su hija y en procurar la muerte de su hijo. Y Ana, sin saberlo, había contribuido a ello al prestar atención médica a la hija. Dicho pensamiento la dejó helada. No era de extrañar que Irene odiase a Zoé. ¿Cómo no iba a odiarla?

La contempló, tendida en la cama. La expresión de Irene no era de paz, sino totalmente carente de pasión y hasta de inteligencia. ¿La habría amado Gregorio alguna vez? ¿Le habría importado su fealdad, o ella habría concedido demasiada importancia a su falta de belleza física hasta el punto de que a él también terminó por afectarle?

Durante dos días más Irene pareció continuar en el mismo estado. Con frecuencia dormía, estaba más tranquila y el dolor había cedido ligeramente. Pero de repente empeoró. Despertó en mitad de la noche sin poder moverse apenas, empapada en sudor. Ana le administró hierbas y drogas hasta donde se atrevió. Poco después de la medianoche del tercer día, Ana, de pie junto al lecho de la enferma, observó, incluso a la luz mortecina de las velas, que Irene tenía el rostro demacrado y de un color pálido y ceniciento.

Irene abrió los ojos, hundidos y vidriosos y miró a Ana.

Ana sentía una profunda lástima por ella, pero a Irene ya no se la podía socorrer físicamente.

– ¿Queréis que mande llamar a Demetrio? -preguntó.

– ¿Por fin os habéis rendido? -Irene tenía los labios resecos y la garganta oprimida-. Dadme un poco más de esa hierba que sabe a bilis. -Parpadeó y miró a Ana fijamente. Debía de saber que ya no le quedaba mucho tiempo, y la consumía ver cómo su cuerpo se iba desmoronando.

Ana ansiaba ayudarla, pero si le administraba otra dosis de adormidera podría acabar con su vida. Aun así decidió dársela. Asintió con la cabeza y se volvió para coger el frasco. Mezclaría la droga con gran cantidad de agua, de hecho sería agua casi en su totalidad. La ilusión creada por el opio podía ser tan útil como la realidad. Irene bebió tres o cuatro sorbos y quedó exhausta. Ana volvió a recostarla con suavidad y estiró las sábanas. Acto seguido se acercó a la puerta y llamó al criado.

– Ve a buscar a Demetrio -le dijo-. Me parece que a tu señora ya no le queda mucho tiempo.

El criado fue a cumplir la orden corriendo a toda prisa sobre el enlosado. Al cabo de diez minutos regresó diciendo que Demetrio había salido y aún no había vuelto. Por lo visto, no esperaba que se requiriera tan pronto su presencia.

– Si vuelve, dile que su madre está agonizando -respondió Ana, y seguidamente regresó al interior de la habitación.

La vela se consumió, y Ana encendió otra.

De pronto Irene abrió los ojos y habló con voz clara:

– Voy a morir antes de que se haga de día, ¿verdad?

– Creo que sí -contestó Ana con franqueza.

– Id a buscar a Demetrio. Tengo que darle una cosa.

– Ya lo he mandado llamar. No está en la casa, y el criado no ha sabido decirme dónde se encuentra.

Irene guardó silencio por espacio de unos instantes.

– En ese caso, supongo que tendré que conformarme con vos -dijo por fin-. Gregorio creía que Zoé estaba enamorada de él, pero ella lo traicionó con Miguel. Eso no lo sabíais, ¿verdad? -Exudaba satisfacción, casi placer-. Miguel es el padre de Helena, ¡imaginaos! Eso habría supuesto que Besarión tuviera doblemente derecho al trono, ¿no lo veis?

Ana sintió un escalofrío. Aquel detalle podía modificar más cosas de las que era capaz de imaginar. Explicaba totalmente la participación de Helena en la conspiración.

– ¿Cómo sabéis que Helena es en realidad hija de Miguel? -preguntó.

– Tengo cartas -dijo Irene mordiéndose el labio al sentir otra punzada de dolor-. Escritas por él y dirigidas a Zoé. Ana se mostró escéptica.

– ¿Cómo os habéis hecho con ellas?

Irene sonrió, aunque fue más bien enseñar los dientes.

– Las cogió Gregorio.

– ¿Sabe Zoé que tenéis esas cartas?

– Sabe que Gregorio las cogió. Pero no sabe que yo se las quité a él. Gregorio jamás se atrevió a desafiarme a que se las devolviera.

La mente de Ana era un torbellino, sus pensamientos saltaban de una conclusión a otra.

– ¿Helena no lo sabe? -preguntó todavía.

– Es mejor que no lo sepa -repitió Irene con cansancio-. Se volvería imposible de manejar.

– ¿Y por qué he de creerme todo esto?

– Porque es la verdad -repuso Irene-. He dejado en herencia varias de esas cartas a Helena. Mi primo se las entregará a su debido tiempo. Pero el resto se encuentra en mi caja fuerte, cuya llave guardo debajo de la almohada. Quiero que vos se las entreguéis a Demetrio. -Sonrió levemente-. Cuando Helena se entere, suyo será el poder. Por eso Zoé no se lo ha revelado nunca. -Hizo una inspiración profunda, temblorosa-. Pero ya no me importa. Zoé sufrirá un infierno… cada día de su vida. -Sus labios se abrieron en una débil sonrisa, como si se dispusiera a degustar algo dulce.

Cerró los ojos y paulatinamente fue desapareciendo toda expresión de su rostro. Durmió durante quizá media hora.

De pronto se oyó un ruido en el pasillo de fuera, y la puerta se abrió de golpe. Entró Demetrio, con la dalmática ondeando, empapado por la lluvia y con expresión furiosa y siniestra.

– Madre -dijo en voz baja-. Madre.

Irene abrió los ojos y tardó unos momentos en enfocar la vista.

– ¿Demetrio?

– Aquí estoy.

– Bien. Que Anastasio te dé… las cartas. ¡No las pierdas! No las tires a… -Hizo una inspiración profunda y volvió a exhalar el aire con un suspiro y un leve jadeo. A continuación se hizo el silencio.

Demetrio aguardó varios minutos más y se incorporó.

– Ha muerto. ¿De qué cartas hablaba? ¿Dónde están?

Ana tomó la llave de debajo de la almohada y fue hasta la caja situada detrás del icono que colgaba de la pared, tal como le había indicado Irene. Allí estaban las cartas, dentro de un esmerado envoltorio.

– Gracias -dijo Demetrio al tomarlas-. Podéis marcharos. Quisiera estar a solas con mi madre.

Ana no pudo hacer otra cosa que obedecer.

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