Ana llevaba más de dos años en Constantinopla. Ya sabía con exactitud de qué habían acusado a Justiniano y cuáles parecían ser las pruebas. El juicio se había celebrado en secreto y en presencia del emperador mismo. Miguel era el último recurso de la justicia en todos los casos, de manera que no resultó insólito, sobre todo dado que la víctima y uno de los acusados pertenecían a dinastías que habían sido imperiales.
También había obtenido mucha más información acerca de Antonino, pero nada que sugiriera que era un hombre proclive a la violencia. Más bien al contrario, se decía que era muy simpático. Era valiente y justo como un soldado, y hasta le gustaba la música. La gente decía que Justiniano y él eran buenos compañeros, y era fácil creerlo.
Por otra parte, Besarión era una persona admirable, pero un hombre solitario, que no se sentía cómodo en compañía de sus iguales e incluso era un tanto obsesivo en sus opiniones.
Cuanta más información obtenía Ana al respecto, menos lógico le resultaba todo. ¿Qué vínculo podría haber unido a Besarión, el líder religioso, con Antonino, el soldado y buen camarada, con Justiniano, el comerciante y creyente, y también con Zoé, la herida y apasionada por Bizancio, con su hija, Helena al parecer superficial, con el menos importante Isaías Glabas, cuyo nombre aparecía con mucha frecuencia, con Irene Vatatzés, inteligente pero por lo visto fea, y con Constantino, el obispo eunuco, poderoso pero vulnerable?
Tenía que ser algo más que la religión. La religión era algo que la nación entera compartía en mayor o menor grado.
No había nadie con quien se atreviera a hablar de ello, a excepción de Leo y Simonis.
A Simonis la conocía desde que Justiniano y ella estudiaban medicina bajo la tutela de su padre. No tenía hijos propios, y cuando la madre de ellos enfermaba, cosa que sucedía cada vez con mayor frecuencia, era Simonis quien los cuidaba.
Las primeras veces que Ana ejerció fue con pacientes de verdad, siempre cuidadosamente supervisados, vigilados en todo momento, todos los cálculos comprobados, estimulados o corregidos.
Entonces fue cuando sucedió. En su entusiasmo, Ana se equivocó al leer una etiqueta y prescribió una dosis demasiado fuerte de opiáceos para el dolor. E inmediatamente después salió a llevar a cabo un encargo que le ocupó varias horas. Su padre había tenido que acudir a un accidente grave, y fue Justiniano el que reparó en el error.
Él poseía conocimientos suficientes para comprender lo que había ocurrido, y también para saber cuál era el tratamiento. Lo preparó, y acto seguido corrió a casa del paciente, donde lo encontró ya mareado y aletargado. Lo obligó a ingerir un fuerte emético, y a continuación, después de que vomitara, una laxativa para eliminar lo que quedara del opiáceo. Cargó él mismo con la responsabilidad de aquel error. A fin de salvar tanto la reputación de su padre como la de Ana en el futuro, apaciguó al furioso y desdichado paciente con la promesa de que iba a abandonar todos sus estudios de medicina. El hombre aceptó y accedió a no decir nada, siempre y cuando Justiniano cumpliera la palabra dada.
Y la cumplió. Reorientó su carrera hacia el comercio, para el cual demostró tener dotes, y consiguió triunfar. ¡Pero no era medicina!
Su hermano ni una sola vez le reprochó aquel error ni el coste que tuvo para él; tampoco lo comentó nunca delante del padre. Dijo que su decisión de abandonar los estudios y dedicarse a los negocios era simplemente de índole personal. Que, en su opinión, Ana era mejor médica. Su madre quedó profundamente desilusionada, pero su padre no dijo nada.
La culpa todavía la quemaba por dentro a Ana como si fuera ácido. Suplicó a Justiniano que contara la verdad y le permitiera cargar ella misma con su fracaso, pero él le advirtió que el paciente había jurado guardar silencio únicamente con las condiciones que habían acordado. Si acudía a verlo, echaría a perder su propia carrera sin restablecer la de él, y aun podría arrastrar a su padre en la caída. En aquel momento, una segunda versión parecería como poco una maniobra artera, y doblemente incompetente en el peor de los casos. Ana sabía que aquello era cierto, y por el bien de su padre no dijo nada. Ella nunca llegó a saber hasta qué punto conoció o adivinó la verdad.
Su error le había costado a Justiniano la vida de médico. Éste se había ganado el derecho de pedirle casi cualquier cosa. En cambio, aparte de que contrajera matrimonio con Eustacio, que en aquella época él estaba convencido de que iba a aportarle a su hermana felicidad y seguridad, no le pidió nada. Todo lo que pudiera hacer ella ahora para lavar su buen nombre y lograr su rescate sería poco, y no tenía ni la menor sombra de duda.