CAPÍTULO 33

Tras su encuentro con Helena, Ana llegó a casa con la cabeza hecha un torbellino y el cuerpo todavía tembloroso, como si hubiera sufrido una agresión física. Pasó por delante de Simonis apenas sin cruzar una palabra y se fue a su habitación. Se quitó la ropa y los rellenos y se quedó desnuda, y a continuación se lavó una y otra vez empleando una loción áspera y astringente, como si pudiera purificarse con ella, aspirando con placer su fuerte olor. Escocía, incluso hacía daño, pero era un dolor que le sentaba bien.

Volvió a vestirse con su sencilla túnica marrón dorada y su dalmática, y salió de casa sin comer ni beber. Era una suerte que Constantino estuviera en casa.

El obispo se levantó de su asiento con una expresión de ansiedad en la cara al verla llegar.

– ¿Qué ocurre? -le preguntó-. ¿Han torturado a otro monje? ¿Está muerto?

¡Aquello era absurdo! Era ridículo que estuviera obsesionada con menudencias tan triviales como la suya cuando había gente que estaba sufriendo una muerte horrible. Se echó a reír, dando rienda suelta a las carcajadas, hasta que por fin terminó sollozando.

– No -jadeó Ana al tiempo que daba unos pasos tambaleantes para ir a sentarse en la silla de costumbre-. No, no es nada, nada importante. -Apoyó los codos en la mesa y hundió la cabeza entre las manos-. Acabo de ver a Helena. He estado curándola… nada serio, sólo doloroso. Ella…

– ¿Qué? -exigió Constantino, tomando asiento enfrente. Su tono de voz era suave, pero iba teñido de cierta alarma.

Ana levantó la vista y se calmó.

– En realidad no es nada -repitió-. Vos me contasteis que se había insinuado a Justiniano, y que a él le resultó violento. -No añadió la experiencia que acababa de vivir ella, pero Constantino comprendió. Vio que su semblante se endurecía y leyó en sus ojos una expresión de lástima y asco, como si lo hubiera sentido en sus propias carnes.

– Lo siento mucho -dijo con voz muy queda-. Tened cuidado. Es una mujer peligrosa.

– Lo sé. Creo haberla rechazado con razonable elegancia, pero sé que no lo va a olvidar. Espero no tener que atenderla de nuevo, es posible que no quiera que yo…

– No confiéis en eso, Anastasio. Le divierte humillar a los demás.

Ana recordó el semblante de Helena.

– Yo creo que sabe lo que es la humillación. Me ha contado que Justiniano estaba enamorado de ella. Me ha enseñado una preciosa caja que según ha dicho fue un regalo suyo. -La imaginó mentalmente al tiempo que la describía. Era precisamente el objeto que habría escogido Justiniano, pero desde luego no para Helena.

Constantino torció la boca en un gesto de disgusto, y quizá con una pizca de compasión.

– Mentiras -dijo sin dudar-. Justiniano la despreciaba, pero estaba convencido de que Besarión era capaz de conducir al pueblo en contra de la unión con Roma, de modo que ocultó lo que sentía.

– Helena dice que tuvo un grave enfrentamiento con Besarión, muy poco antes de que lo asesinaran. ¿Eso también es mentira?

Constantino se la quedó mirando.

– No -dijo en voz muy baja-. Eso es cierto. Él mismo me lo contó.

– ¿Por qué discutieron? -preguntó Ana-. ¿Fue por Helena? ¿Justiniano le dijo a Besarión que Helena había…? Pero ¿cómo pudo decirle algo así?

– No se lo dijo. -Constantino negó con la cabeza-. El enfrentamiento no tuvo que ver con Helena. -Entonces, ¿con qué?

– No puedo decíroslo. Lo siento.

Ana sintió el impulso de protestar. Vio en la cara de Constantino que éste conocía la respuesta y que no iba a dársela.

– ¿Os lo dijo en secreto de confesión? -preguntó con voz entrecortada-. ¿Justiniano? -Esta vez sintió cómo se le enroscaba el miedo a las entrañas, semejante a una tenaza de hierro.

– No puedo decíroslo -repitió Constantino-. Si os lo dijera, traicionaría a otras personas. Hay cosas que sé, y otras que supongo. ¿Os gustaría a vos que yo desvelara cosas que guardáis en secreto en vuestra alma?

– No -respondió Ana con voz ronca-. Naturalmente que no me gustaría. Perdonad.

– Anastasio… -Constantino tragó saliva. Ana vio cómo se le movían los músculos de la garganta. Había palidecido-. Tened mucho cuidado con Helena, con todos. Hay muchas cosas que no entendéis, vida y muerte, crueldad, odio, antiguos anhelos y deudas, cosas que las personas no olvidan nunca. -Se inclinó un poco más hacia ella-. Ya han muerto dos hombres y un tercero ha sido exiliado, y eso es tan sólo una parte pequeña de lo que ocurre. Servid a Dios a vuestra manera, curad a las personas de sus males, pero dejad el resto en paz.

Discutir con Constantino era inútil, e injusto. No le había contado la verdad, así que ¿cómo iba a entenderlo? Estaban intentando llegar el uno al fondo del otro, y el obispo no lo lograba porque estaba limitado por el secreto de confesión, y ella porque no podía confiarle la verdadera razón por la que no podía dejar en paz aquel asunto.

– Gracias -dijo con voz serena-. Gracias por escucharme.

– Vamos a rezar juntos -repuso Constantino-. Venid.


Ana se encontraba en el palacio Blanquerna, acababa de atender a uno de los eunucos, que sufría una grave infección en el pecho, y había pasado la noche entera con él hasta que superó la crisis. Después la había mandado llamar el emperador, por una irritación sin importancia en la piel. Todavía estaba con él cuando llegaron los dos legados papales de Roma, Palombara y Vicenze, a los que se había concedido una audiencia y que entraron precedidos, como era costumbre, por la guardia varega. La guardia estaba siempre presente, hombres fuertes de cuerpos fuertes y fibrosos, vestidos con armadura completa. El emperador nunca prescindía de ellos, ni de noche ni de día, ni en las ocasiones formales ni en las triviales.

Ana se mantuvo ligeramente apartada; no la incluyeron, pero tampoco le dieron licencia para retirarse. Recordó su desagradable viaje a Bitinia con Vicenze, en el cual Cirilo casi había sido asesinado.

Se intercambiaron todos los saludos rituales y los parabienes que nadie sentía de verdad. Al lado de Ana se hallaba Nicéforo, atento a la menor inflexión aunque por fuera parecía limitarse a esperar. En una sola ocasión se volvió hacia ella con una fugaz sonrisa. Ana comprendió que iba a quedarse allí, juzgando los parlamentos y los silencios, para posteriormente ofrecer su consejo a Miguel. Se alegró de ello.

– Aún hay algunas disensiones entre determinadas facciones que no ven la necesidad de que la cristiandad esté unida -dijo Vicenze con impaciencia apenas contenida-. Hemos de hacer algo decisivo para impedirles que causen problemas entre el pueblo.

– Estoy seguro de que su majestad está al tanto de eso -dijo Palombara dirigiendo la mirada hacia Vicenze y desviándola de nuevo, con una expresión de humor y disgusto.

– No es posible -replicó Vicenze con impaciencia-. De lo contrario habría tomado medidas. Mi única intención es la de informar, y solicitar consejo. -La mirada de desprecio que lanzó a su compañero fue dura y gélida.

Palombara sonrió, y aquél también fue un gesto desprovisto de sentimiento.

– Su majestad no va a decirnos todo lo que sabe, excelencia. Difícilmente habría traído a su pueblo de nuevo a Constantinopla y habría velado por su seguridad si desconociera su carácter y sus pasiones o si careciera de la habilidad o el valor necesarios para gobernarlo.

Ana disimuló la sonrisa con dificultad. Aquello estaba poniéndose interesante. Era evidente que Roma no hablaba con una voz única, aunque era posible que lo que dividía a los legados fuera tan sólo la ambición o una enemistad personal.

Palombara volvió a posar la mirada en Miguel.

– El tiempo apremia, majestad. ¿Existe alguna manera en que podamos ser de ayuda? ¿Hay algún jefe con el que podamos hablar a fin de calmar algunos de sus temores?

– Ya he hablado yo con el patriarca -le dijo Vicenze-. Es un hombre excelente, dotado de entendimiento y de gran visión.

Por un instante se vio en el rostro de Palombara que no estaba enterado de aquello. Pero al momento disimuló y sonrió.

– No creo que sea el patriarca la persona en quien debemos concentrar nuestros esfuerzos, excelencia. De hecho, tengo la convicción de que son los monjes de las diversas abadías los que albergan las mayores reservas a la hora de confiar en Roma. Pero puede ser que vos tengáis una información distinta de la mía.

En las pálidas mejillas de Vicenze surgieron dos manchas de color, pero estaba demasiado furioso para arriesgarse a decir algo. Palombara miró a Miguel.

– Quizá, majestad, si hablásemos de la situación podríamos hallar un camino mediante el cual, en cristiana hermandad, poder llegar a un acuerdo con esos hombres santos y persuadirlos de que nos une una causa común ante el avance del islam, el cual temo que está estrechando cada vez más el cerco.

Esta vez fue el semblante de Miguel el que se iluminó con regocijo. La conversación prosiguió durante veinte minutos más, transcurridos los cuales los dos legados se retiraron, y Ana poco después de ellos, cuando por fin el emperador reparó en ella y le concedió permiso para irse.

Estaba atravesando el último salón que había antes de las grandes puertas cuando se tropezó con Palombara, que al parecer estaba solo. Éste la miró con interés, y ella advirtió, incómoda, cierta curiosidad en aquella mirada, porque se veía a las claras que no tenía experiencia en el trato con eunucos. Se sintió un tanto cohibida, consciente del cuerpo de mujer que tenía por debajo de aquellas ropas, como si el legado pudiera ver una especie de sentimiento de culpa en sus ojos. A lo mejor, a un hombre que no estaba acostumbrado siquiera al concepto de un tercer sexo su impostura le resultaba más evidente. ¿Le parecería femenina? ¿O simplemente estaba pensando que debía de haber sufrido una mutilación muy grave, dadas sus manos esbeltas y su cuello, y aquel mentón más ligero que el de un hombre? Debía decirle algo rápidamente, dirigirse a su intelecto y apartarlo de los detalles físicos.

– Os va a resultar una labor difícil persuadir a los monjes de la verdad de vuestra doctrina, excelencia -dijo. Por lo general no era consciente de su voz, pero en esta ocasión le sonó muy femenina, carente del tono meloso y gutural de los eunucos-. Han entregado su vida a la Iglesia ortodoxa -agregó-. Algunos, hasta el punto de sufrir un terrible martirio.

– ¿Eso es lo que aconsejáis al emperador? -preguntó Palombara dando un paso hacia ella. A pesar de los ropajes y emblemas de su rango, había en él una virilidad inusual en un sacerdote. Ana deseó hacer algún ademán típico de un eunuco, para recordarle tanto a él como a sí misma que no era una mujer, pero no se le ocurrió nada que no resultase absurdo.

– El último consejo que le he dado ha sido que beba una infusión de camomila -contestó, y quedó encantada al ver la confusión de Palombara.

– ¿Con qué fin? -preguntó el sacerdote, sabiendo que ella estaba aprovechándose de él para divertirse.

– Relaja la mente y ayuda a la digestión -respondió Ana. Y por si acaso creía que el emperador estaba enfermo, añadió-: He venido a atender a uno de los eunucos, que tenía fiebre. -Entonces se dio cuenta de lo arrugada que llevaba la dalmática tras una noche entera acompañando al enfermo, y de lo pálida que tenía la cara a causa del cansancio-. He pasado muchas horas con él, pero por fortuna ya ha superado la crisis. Ahora soy libre de marcharme a atender a mis otros pacientes. -Dio un paso para dejarlo a un lado.

– Así que sois el médico del emperador -observó Palombara-. Parecéis demasiado joven para haber alcanzado esa responsabilidad.

– Soy joven -respondió-. Por suerte, el emperador goza de una salud excelente.

– ¿De manera que practicáis con los eunucos de palacio?

– No hago distinciones entre un enfermo y otro. -Alzó las cejas-. No me importa si son romanos, griegos, musulmanes o judíos, excepto en la manera en que sus creencias afectan al tratamiento. Imagino que vos haréis lo mismo. ¿O acaso habéis dejado de atender las necesidades de la gente común? Eso explicaría que hayáis sabido ver qué monjes no desean unirse a Roma a la fuerza.

– Vos estáis en contra de la unión -observó Palombara con una leve ironía, como si lo supiera de antemano-. Decidme por qué. ¿Es por la cuestión de si el Espíritu Santo procede sólo del Padre o bien del Padre y del Hijo? ¿Eso merece que sacrifiquéis vuestra ciudad… otra vez?

Ana no quiso darle la razón.

– Permitidme que yo sea igual de directo -replicó-. Sois vosotros quienes vais a saquearnos, no nosotros los que vamos a ir a Roma a quemarla y asolarla. ¿Por qué dais tanta importancia a esa cuestión? ¿Es suficiente para justificar el asesinato y la violación de una nación para mayor engrandecimiento vuestro?

– Sois demasiado duro -repuso Palombara sin elevar la voz-. No podemos ir de Roma a Acre sin efectuar algún alto en el camino para hacer acopio de agua y provisiones. Constantinopla es el lugar más obvio.

– ¿Y no podéis visitar un lugar sin destruirlo? ¿También es eso lo que tenéis pensado hacer en Jerusalén, si vencéis a los sarracenos? Muy santo -añadió en tono sarcástico-. Y todo en nombre de Cristo, naturalmente. Vuestro Cristo, no el mío; el mío fue al que crucificaron los romanos. Por lo visto, se ha convertido en una costumbre. ¿No os bastó con una sola vez?

Palombara acusó el golpe con una mueca y abrió sus ojos grises como platos.

– No sabía que los eunucos fueran tan vehementes exponiendo argumentos.

– A juzgar por vuestra expresión, no sabéis nada de ellos… de nosotros. -Aquél fue un grave desliz. ¿La había enfurecido Palombara porque era romano, o porque no era capaz de valorar a los eunucos y con ello Ana tomó mayor conciencia de su impostura y de la pérdida de sí misma como mujer?

– Empiezo a comprender lo poco que sé de Bizancio -dijo Palombara con calma y con un destello de risa y curiosidad en la mirada-. ¿Cómo os llamáis, por si tuviera necesidad de un médico?

Si caéis enfermo debéis llamar a uno de los vuestros -contestó Ana-. Es más probable que necesitéis un sacerdote antes que una persona que entienda de hierbas, y yo no puedo curar los pecados de un romano.

– ¿Acaso no se parecen todos los pecados entre sí? -inquirió Palombara, ya con una expresión abiertamente divertida.

– Son exactamente los mismos -repuso Ana-. Pero algunos de nosotros no los consideramos pecados, y yo soy responsable de la curación, no de dar la absolución al enfermo… ni de juzgarlo.

– ¿De juzgarlo, no? -Palombara abrió más los ojos.

Ana acusó la pulla con una mueca.

– ¿Son diferentes los pecados? -preguntó Palombara.

– Si no lo son, ¿por qué otra cosa llevan varios siglos luchando Roma y Bizancio?

Palombara sonrió.

– Por el poder. ¿No es eso por lo que luchamos siempre? -Y por el dinero -agregó Ana-. Y supongo que también por el orgullo.

– Hay pocas cosas que se le escapen a un buen médico -comentó Palombara meneando ligeramente la cabeza.

– O a un buen sacerdote -añadió ella-. Aunque el daño que causáis vos es más difícil de atribuir. Que tengáis un buen día, excelencia.

Lo dejó a un lado y descendió los escalones que llevaban a la calle.

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