CAPÍTULO 27

En el año posterior a la muerte de Gregorio X, Ana había tenido pocas oportunidades de recabar más información acerca de Justiniano o del desencanto sufrido por éste en relación con Besarión, o incluso con el valor o la fuerza de la Iglesia. Llovió muy poco en la primavera, y enseguida llegó el calor del verano.

La enfermedad surgió primero en los barrios más pobres, donde el agua era insuficiente. El estallido se propagó rápidamente y la situación terminó por descontrolarse. El aire se saturó de un olor a enfermedad que penetraba por la boca y por la nariz.

– ¿Qué podéis hacer? -dijo Constantino con desesperación bajo la hermosa arcada de su casa, con la vista clavada en Ana. Tenía unas profundas ojeras provocadas por el cansancio, los ojos enrojecidos y doloridos, la cara de un gris pastoso-. Yo he hecho hasta donde alcanza mi saber, pero es muy poco. Necesitan vuestro socorro.

No cabía otra respuesta que disponer lo necesario para que otra persona se ocupara de visitar a sus pacientes habituales y que Leo rechazara a los que llegaran nuevos hasta que remitiera aquel brote de diarrea y fiebre. Si después tenía que volver a empezar y montar una consulta nueva, era un precio que tendría que pagar. No podía darle la espalda a Constantino, y lo que era más profundo y más duradero que eso, no podía dejar a los enfermos sin que nadie los socorriera.

Cuando se lo dijo a Leo, éste sacudió la cabeza en un gesto negativo, pero no discutió. En cambio Simonis, sí.

– ¿Y qué pasa con tu hermano? -le espetó con el semblante tenso y mirada de enfado-. Mientras estás atendiendo noche y día a los pobres hasta el borde del agotamiento, poniendo en peligro tu propia salud, ¿quién va a trabajar por salvarlo? ¿Lo dejas esperando en el desierto, donde sea que se encuentre, a que llegue otro verano?

– Si pudiéramos preguntárselo, ¿acaso no diría que debo socorrer a los enfermos? -replicó Ana.

– ¡Claro que sí! -respondió Simonis con frustración en la voz-. Pero eso no significa que sea lo que debas hacer.

Ana trabajó día y noche. Durmió sólo a ratos aquí y allá, dominada por el agotamiento. Comía pan y bebía un poco de vino agrio, que estaba más limpio que el agua. No tenía tiempo para pensar en nada que no fuera cómo conseguir más hierbas medicinales, más ungüentos, más alimentos. No había dinero. Sin la generosidad de Shachar y Al-Qadir, toda ayuda verdadera habría dejado de fluir.

Constantino también trabajó. Ana lo veía sólo cuando acudía a ella porque sabía de alguien tan necesitado de ayuda que estaba dispuesto a interrumpirla en lo que estuviera haciendo o incluso a sacarla de la cama. A veces cenaban juntos o simplemente pasaban las últimas horas de una jornada terrible disfrutando del silencio, cada cual muy consciente de que el otro había vivido experiencias igual de duras que también habían desembocado en la muerte.


A medida que fue avanzando el año, la infección fue cediendo por fin. Se dio sepultura a los muertos y las actividades de la vida ordinaria fueron reanudándose nuevamente.

Загрузка...