CAPÍTULO 77

El hombre que trajo el mensaje del Papa venía obviamente cansado y con un gesto de profundo descontento. La cortesía exigía que Palombara le ofreciera algún refrigerio, pero en cuanto el criado se fue a prepararlo, le rogó que lo informara al punto.

Dios sabe que hemos intentado formar una unión, pero hemos fracasado -dijo el emisario con expresión afligida-. El rey de las Dos Sicilias está haciendo mayor acopio de barcos y de aliados a cada semana que pasa, y ya no podemos continuar fingiendo que la Iglesia ortodoxa está de nuestro lado en espíritu y en intención. Resulta demasiado evidente que el hecho de que hayan aceptado nuestro gesto de amistad es una farsa, un acto de oportunismo para proteger su integridad física, nada más.

Palombara pensaba en la terrible inevitabilidad de lo que estaba por llegar. Sin embargo, había abrigado la esperanza de que de algún modo se impusiera el deseo ferviente de sobrevivir.

– Si deseáis regresar a Roma, mi señor, el Santo Padre os concede permiso para ello. -El emisario bajó la voz-. El Santo Padre ha reconocido que ya no tiene ningún control sobre los actos del rey. Habrá otra cruzada, puede que ya en 1281, y movilizará el ejército más grande que se haya visto nunca. Pero si deseáis quedaros en Constantinopla, al menos de momento, puede que aquí haya algunas obras cristianas que llevar a cabo. -Hizo la señal de la cruz, al estilo romano, como era natural.

Cuando el emisario se hubo marchado, Palombara se quedó a solas en la grandiosa estancia, contemplando cómo el sol vespertino descendía sobre los barcos y las gabarras que transportaban pasajeros, y sobre el distante ajetreo del puerto. Roma opinaba que la tolerancia de Constantinopla en las ideas era laxitud moral, que su paciencia ante las ideas más ridículas o abstrusas, en vez de suprimirlas, era una debilidad. Roma no veía que la obediencia ciega al final terminaba por asfixiar el intelecto.

Palombara no quería volver a Roma a trabajar en algún puesto revolviendo papeles, entregando recados, jugando a hacer política de despachos. Se volvió hacia la ventana y sintió el sol en la cara. Cerró los ojos y dejó que aquel resplandor tibio le bañara los párpados.

Poco a poco iban cerniéndose las tinieblas, pero él no estaba dispuesto a claudicar. Si Carlos de Anjou desembarcara en aquel puerto, a lo mejor Palombara podía salvar algo del naufragio. Decididamente, no podía marcharse sin más.

Encontró en su cabeza las palabras con toda claridad.

– Señor, te suplico que no permitas que todo esto sea destruido. Te ruego que no nos permitas que les causemos ese daño… ni que nos lo causemos a nosotros mismos.

Durante unos instantes no dijo nada más.

– Amén -finalizó.

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