CAPÍTULO 23

Giuliano Dandolo salió a la luz del día casi sin percatarse del calor que proyectaba el sol sobre el empedrado ni del intenso reflejo. Era sólo la segunda vez que entraba en Santa Sofía. Alrededor de la base de la enorme cúpula central había un círculo de altos ventanales por los que penetraba la luz confiriendo al espacio interior la apariencia de una gema gigantesca que ardiera en su propio fuego.

Él estaba acostumbrado a la veneración de la Virgen María, pero ésta era una femineidad distinta, la santa sabiduría en forma de mujer constituía un concepto ajeno para él. Seguro que la sabiduría era una luz inamovible, cualquier cosa menos algo femenino.

A continuación vio la tumba del dux Enrico Dandolo, que había sido personalmente el responsable del robo de los cuatro grandiosos caballos de bronce que ahora adornaban la plaza de San Marcos de Venecia. También se había arrogado el derecho de ser el primero en escoger entre las más sagradas de las reliquias robadas, entre ellas la ampolla que contenía la sangre de Cristo, uno de los clavos de la cruz, la cruz revestida de oro que llevó consigo Constantino el Grande a la batalla, y muchas cosas más. Con todo, Enrico había sido su bisabuelo y formaba parte de su historia, fuera buena o mala.

Mientras estaba de pie junto a la tumba pasó por su lado una persona que escupió sobre la placa empotrada en el suelo. Esa vez Giuliano tomó la determinación de limpiarla, aunque dicha limpieza sólo fuera a durar unos momentos, hasta la siguiente irreverencia.

La persona que se había parado a observarlo había despertado en él un sentimiento distinto. Ya había visto eunucos en otras ocasiones, pero seguían provocándole una sensación de incomodidad. Había reconocido sin lugar a dudas lo que era aquella persona. Pero lo que lo turbó no tuvo nada que ver con su sexo, sino con el dolor que detectó en su mirada y en la expresión de su boca. Fue como si por un instante él, un completo desconocido, hubiera visto el interior del otro y hubiera hallado una herida terrible.

¿Por qué limpió Giuliano la placa de la tumba? No había llegado a conocer a su bisabuelo, no tenía recuerdos ni anécdotas personales. Era únicamente porque el apellido que figuraba allí era el de Dandolo, un linaje al que él podía pertenecer, un vínculo con el pasado que no tenía nada que ver con la madre bizantina que lo había rechazado.

Giuliano salió de la iglesia y caminó a toda prisa, como si transitara por una ruta conocida, y en cambio no tenía una idea clara, salvo la de subir hasta un lugar desde el cual pudiera divisar el mar. Se dirigía hacia la luz que reflejaba el agua y el horizonte sin límites, como si al mirarlo fuera libre y su pensamiento pudiera escapar.

¿Qué había esperado encontrar cuando por fin fuera a Constantinopla? Una ciudad ajena a él, demasiado oriental, demasiado decadente, para así poder odiarla y regresar a Venecia después de haberla exorcizado de su alma. Eso era todo. Así podría pensar en su madre con indiferencia y no ver en ella nada de sí mismo.

Llegó a un lugar pequeño, un ramal que se apartaba del camino, justo lo bastante amplio para que cupieran dos o tres personas que se parasen a contemplar el cambiante dibujo de las corrientes y del viento en las aguas que discurrían por el estrecho que separaba Europa de Asia. Parecían las pinceladas de un artista, excepto que tenían movimiento. El mar era un ser vivo, como si tuviera pulso. Sintió en la piel la caricia del viento, cálido y limpio, con una pizca de sal.

La ciudad que tenía a sus pies era como Venecia, pero al mismo tiempo muy diferente. La arquitectura era más liviana que la de Venecia y, sin embargo, en la veneciana había ecos de la bizantina. Percibió la misma vitalidad y el mismo frenesí por el comercio, siempre el comercio, saber ver una ganga, sopesar el valor de las mercaderías, comprar y vender. Y allí también conocían el mar en todos sus estados de ánimo: sutil, peligroso, hermoso, rebosante de oportunidades y posibilidades.

Sin embargo, las similitudes eran superficiales. Él no tenía sitio en Constantinopla, en realidad no lo conocía nadie, a excepción de la breve amistad que tenía con Andrea Mocenigo, quien le había permitido entrar a formar parte de su familia. Pero aquello era bondad; habrían hecho lo mismo por cualquier otra persona. El hecho de ser un desconocido en la ciudad le proporcionaba libertad para crecer, para cambiar si quisiera, para abrazar ideas nuevas, aunque fueran absurdas o descabelladas.

Pertenecer a un lugar representaba seguridad, pero también restricción. No pertenecer a ninguno era carecer de límites, como si a uno no le pesaran los pies y sus horizontes fueran infinitos. Pero tampoco tenía raíces, y a veces, cuando menos se lo esperaba, eso le provocaba una soledad casi insoportable.

No podía apartar de su mente la pasión y el dolor que vio en el rostro de aquel eunuco que se paró a mirarlo en Santa Sofía. Había en él una ternura que lo atormentaba.

Debía terminar de recopilar información y valorarla para el dux, y después volvería a casa.


Cuando por fin regresó su primer oficial, Giuliano estaba listo para partir. Ya tenía toda la información que necesitaba. Al menos eso creía, aunque cuando se despidió de Mocenigo y su familia y llevó su baúl hasta el carro que aguardaba, sintió en su interior hormiguear la duda de que quizás estaba huyendo otra vez. ¿Qué era lo que había finalizado, la misión que le había encomendado el dux o sus propias ansias de conocer y rechazar Bizancio?

Apartó aquella idea de su mente. Estaba regresando a casa.

La travesía fue rápida, y para mediados de agosto se encontraba ya en el muelle, contemplando el perfil de la ciudad que parecía flotar sobre la superficie de la laguna. Bizancio era un bello recuerdo, como los colores de un mosaico construido en el techo de otra casa: con toques de oro, pero demasiado lejano para verlo con claridad. En su mente persistió únicamente una impresión, con multitud de facetas, hermosas y leves… pero fuera de su alcance.


Corría el año 1275. En Roma, el Papa Gregorio organizó una tregua de un año de duración entre el emperador Miguel Paleólogo de Bizancio y Carlos de Anjou, rey de las Dos Sicilias. Ana no llegó a ser consciente de lo mucho que tuvo que ver con ello el legado papal que se encontraba en Constantinopla.

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