CAPÍTULO 94

En marzo de 1282, la vasta flota de Carlos de Anjou echó el ancla en la bahía de Mesina, al norte de Sicilia. Giuliano estaba de pie en la falda de la colina que miraba al puerto, contemplando su envergadura y su poderío, y se le cayó el alma a los pies. Las fuerzas con que contaba Carlos eran enormes, y se esperaba que llegaran más barcos de Venecia. Quizás en uno de ellos viniera Pietro Contarini. Había mencionado aquel tema la última vez que se vieron, antes de la separación definitiva. Porque fue definitiva. La próxima vez que se vieran no serían amigos, Pietro lo había dejado bien claro. Su lealtad estaba antes que nada con Venecia. Giuliano ya no podía prometer aquello.

Observó a los comandantes de la flota, que después de recorrer el muelle a pie comenzaron a ascender por las anchas calles al encuentro del vicario del rey y gobernador de la isla, Herberto de Orleans. Vivía en el magnífico castillo fortaleza de Mategriffon, conocido como «el terror de los griegos», y éste era el principal pensamiento que le venía a Giuliano a la mente cada vez que imaginaba las fuerzas de los cruzados saqueando el país para hacerse con animales y víveres a fin de, en el nombre de Cristo, recuperar la tierra en que el Salvador había nacido y restaurar en ella un reino cristiano.

Giuliano emprendió el regreso por el agreste terreno de las montañas que ocupaban el centro de la isla, con el cono del Etna dominando el paisaje en todo momento. Debía estar de vuelta en Palermo antes de que llegasen las fuerzas francesas. Si se hacía necesario oponer una última resistencia, él se pondría del lado de la gente que más le importaba, Giuseppe y sus amigos.

No sólo le dolían las piernas y las llagas de los pies se hacían notar a cada paso que daba, también sentía dolor en el corazón por la violencia absurda que suponía aquello, por el odio que empujaba a hombres ignorantes al pillaje y a la destrucción. Las pérdidas serían incalculables, no sólo en vidas humanas sino también en la belleza de obras que quitaban la respiración, como la Capilla Palatina, con sus majestuosos y altísimos arcos sarracenos y sus delicados mosaicos bizantinos. Varios siglos de razonamiento profundo y exquisito estaban a punto de ser barridos de un plumazo por hombres que apenas sabían escribir su nombre.

Tal vez lo peor de todo fuera el embuste de que aquello se hacía al servicio de Cristo, la fe ciega en que los pecados iban a ser perdonados, que aquel río de sangre humana era capaz de lavar cualquier cosa.

¿Cómo se había llegado a distorsionar de aquel modo el mensaje de Cristo, hasta transformarlo en aquella atrocidad?

Giuliano llegó a Palermo cansado y sucio, y recorrió deprisa sus familiares callejuelas bajo el claro sol de primeras horas de la mañana. Apenas se oían ruidos, a excepción de la música de las fuentes, algún que otro conjunto de pasos apresurados, y nuevamente el silencio contenido de la espera.

María ya estaba levantada y trajinando en la cocina. Al oírlo entrar por la puerta se volvió de repente, cuchillo en mano. Entonces lo vio y su semblante se relajó con una expresión de alivio. Dejó el cuchillo y corrió a su encuentro, le echó los brazos al cuello y lo abrazó con tanta fuerza, que Giuliano temió que incluso se hiciera daño. Se liberó suavemente de su abrazo y dio un paso atrás.

Ella lo recorrió de arriba abajo con la mirada.

– Necesitas comer -dijo en tono amable-, y ponerte ropa limpia. ¡Estás hecho un asco!

Se dio la vuelta y empezó a sacar pan, aceite, vino y queso, deseosa de hacer algo útil. Giuliano, desde atrás, vio las escasas provisiones que había en las alacenas.

– ¿Cuándo van a llegar? -preguntó finalmente María al tiempo que ponía delante de Giuliano un generoso plato de comida, demasiado generoso.

– ¿Lo compartes conmigo? -propuso.

– Yo ya he comido -respondió María.

Giuliano sabía que no era verdad. María nunca comía antes que su familia.

– Pues entonces come otra vez -insistió-. Así me sentiré como en casa, no como un desconocido. Puede que sea la última comida que podamos tomar así, juntos. -Sonrió sintiendo el hormigueo de las lágrimas en los ojos al pensar en todo lo que se iba a perder.

María obedeció y cogió un poco de pan y un vaso de vino tinto mezclado con agua.

– ¿Van a llegar hoy? -preguntó-. ¿Es que no vamos a luchar, Giuliano?

– Probablemente mañana -contestó él-. Y no sé si lucharemos o no. Por toda la isla el pueblo arde de ira, pero es algo que bulle por dentro y no alcanzo a interpretarlo bien del todo.

– Mañana es Lunes de Pascua -dijo María muy despacio-, el día siguiente a la resurrección de Nuestro Señor. ¿Podemos luchar en un día así?

– Cualquier día es bueno para luchar, si el fin es salvar a las personas que uno ama -replicó Giuliano.

– ¿Es posible que no luchen? -dijo María esperanzada.

– Es posible. -Pero él ya los había visto, y pensaba todo lo contrario.


El lunes amaneció espléndido. El Justiciero, Juan de Saint Remy, celebró la festividad en el palacio de los caballeros normandos como si sus hombres y él desconocieran la tensión y el odio que se agitaban a su alrededor en las gentes a las que tanto oprimían. Pero es que se habían negado a aprender las costumbres sicilianas, incluso la lengua que se hablaba.

Giuliano, en la calle, contemplaba cómo los sicilianos salían al aire libre y llenaban las callejas y las plazas con música y baile. Las coloridas faldas y pañoletas de las mujeres eran como flores al viento. Toda aquella energía, ¿era alegría por la resurrección del Señor, fe en la vida eterna, o tan sólo una manera de romper aquella tensión insoportable mientras esperaban a que llegasen los soldados a caballo y les arrebatasen hasta la última migaja de todo lo que poseían, no sólo la comida, sino también la dignidad y la esperanza?

Pasaron por su lado media docena de jóvenes abrazados a muchachas de faldas ondeantes, todos riendo. Una de ellas le sonrió y le tendió una mano. Giuliano dudó un instante. Sería una grosería no sumarse a ellos y además lo dejaría apartado, precisamente cuando ansiaba casi con desesperación sentirse unido a algo, al menos emocionalmente. Él formaba parte de la lucha de aquellas gentes, y decidió que también formaría parte de su victoria o de su derrota.

Se puso de pie y recorrió unas cuantas calles con ellos, de la mano de la muchacha. Llegaron a una plaza en la que había músicos tocando y empezaron a bailar. Bailó con ellos hasta que quedó agotado y sin resuello.

Un joven le ofreció vino, y él lo aceptó. Era un caldo áspero, de gusto un tanto ácido, pero lo bebió con placer y devolvió la botella con una sonrisa. Las muchachas se pusieron a cantar y todo el mundo se sumó al coro. Giuliano no conocía la letra de la canción, pero no importó, enseguida captó la melodía. Y por lo visto a nadie pareció importarle. El vino fue pasando de mano en mano, y probablemente bebió más de lo debido.

Los chistes eran graciosos y simplones, pero todo el mundo se divertía con risa fácil y a grandes voces. De vez en cuando capturaba la mirada de alguien, un joven de cabello rizado o una muchacha con un pañuelo azul, y en aquel instante se le revelaba el dolor que ellos también sabían que no tardaría en llegar. Pero al momento siguiente alguien iniciaba otra canción o contaba otro chiste, y todos prorrumpían en carcajadas y se abrazaban estrechándose con fuerza, tal vez demasiada.

Giuliano les dio las gracias y se fue.

Estaba cansado y la esperanza iba desvaneciéndose, cercenada por la desesperación, cuando salió de casa con Giuseppe, María y los niños para asistir al servicio de vísperas en la iglesia del Espíritu Santo, situada aproximadamente a media milla al sureste de la muralla de la ciudad vieja. Se trataba de una construcción austera cuya frugal belleza encajaba a la perfección con su estado de ánimo.

La plaza estaba abarrotada de gente, daba la impresión de que la mitad de los habitantes de las zonas rurales hubieran decidido acudir allí para celebrar su festividad más sagrada. Pululaban de un lado para otro cargando de emoción el ambiente, como si estuviera a punto de estallar una tormenta, pese a la calma que se respiraba aquella noche de primavera.

Giuliano contempló las columnas y la torre.

A unos pasos de allí había un hombre que empezó a cantar y enseguida se le unieron otros cuantos. Aquella hermosa escena resultaba totalmente apropiada mientras aguardaban a que se oyeran las campanadas que llamaban a vísperas y dieran comienzo los oficios; en cambio, a Giuliano se le antojó dolorosamente normal, dado que no había ninguna otra cosa que lo fuera. De repente cesó el cántico.

Giuliano se dio media vuelta y vio a varios hombres a caballo en la calle que desembocaba en la plaza, en el lado norte de la misma, y también en el lado oriental, venidos de las murallas de la ciudad. Debían de sumar una veintena o más, un grupo de soldados dando una batida en busca de algo que llevarse. Se los veía contentos y un poco bebidos.

Giuliano estuvo a punto de ahogarse con el retumbar de su corazón.

El canto fue apagándose gradualmente conforme iban acercándose los franceses, al parecer con la intención de sumarse al jolgorio, porque empezaron a cantar en francés a pleno pulmón.

El hombre que Giuliano tenía a su lado lanzó un juramento. La muchedumbre comenzó a apretarse más, los hombres se apresuraron a aferrar a una esposa o a un niño. Se elevó un grave clamor de furia.

Los franceses reían y decían cosas a las mujeres bonitas que los miraban.

Giuliano sintió que le dolían los músculos y que las uñas se le clavaban en las palmas de las manos.

En eso, uno de los franceses llamó a un niño y le indicó por señas que se acercase. El pequeño titubeó y retrocedió un poco para ocultarse tras las faldas de su madre mientras ésta miraba fijamente a los soldados, tímida y asustada, y procuraba proteger a su hijo. Uno de los franceses gritó algo. Otro lanzó una carcajada.

Giuliano oyó un grito y vio a un soldado. Sujetaba a una joven por la cintura y estaba separándola del grupo para llevársela a una callejuela tranquila. De pronto empezó a manosearle todo el cuerpo. Ella forcejeó intentando zafarse de él, volviendo la cabeza a un lado y a otro para evitar que la besara.

Giuliano se abrió paso apartando a una anciana y varios niños, pero llegó demasiado tarde; el esposo de la joven ya había sacado su puñal. El soldado francés yacía en el suelo con una mancha de color escarlata en el pecho, al lado de un charco de sangre.

Alguien lanzó una exclamación ahogada y reprimió un grito.

Entonces Giuliano se volvió y vio la plaza entera rodeada por franceses con las espadas desenvainadas, dispuestos a vengar a su camarada. En cuestión de segundos los sicilianos sacaron también sus cuchillos, y de pronto estalló la refriega. Hubo maldiciones, gritos, reflejos del sol en el acero y sangre en el empedrado. Por encima de todos ellos, las campanas de la iglesia del Espíritu Santo comenzaron a repicar llamando a vísperas, seguidas de inmediato por las campanas de todas las demás iglesias de la ciudad.

Giuliano estaba rodeado. ¿Dónde estaban Giuseppe y María? Atinó a ver a uno de sus hijos, Tino, pálido y desorientado. Se abalanzó sobre él y lo cogió de la mano.

– No te muevas de mi lado -le ordenó-. ¿Dónde está tu madre?

Tino se lo quedó mirando, demasiado aterrado para hablar.

A poca distancia de allí, un francés derribó a un siciliano con un mandoble de su espada. El hombre se desplomó manando sangre por el brazo. Una mujer lanzó un alarido. Un siciliano arremetió contra el soldado con el brazo levantado y puñal en mano. El francés cayó al suelo. Giuliano se apresuró a hacerse con su espada y a continuación giró sobre sus talones y aferró al niño por el brazo.

– ¡Ven! -chilló al tiempo que tiraba de él. Quería encontrar a Giuseppe, María y los otros niños, pero no podía permitirse el lujo de perder a Tino.

En toda la plaza y en las calles aledañas había hombres peleando, y también varias mujeres, que al parecer eran igual de hábiles con los cuchillos. Los franceses estaban muy superados en número, y ya había varios de ellos en el suelo, ensangrentados y pisoteados, algunos intentando ponerse en pie, otros inmóviles. Generaciones enteras de opresión y abusos, de pobreza, miedo y humillaciones, por fin habían hallado venganza, y el salvajismo resultaba imparable.

Giuliano y el niño se pusieron en marcha, escogiendo las sombras y los caminos más recoletos, lo cual suponía un riesgo ya que podían toparse con un callejón sin salida, pero era peor la contienda que tenía lugar en la plaza. Unos pocos pasos hacia la izquierda oyeron gritos de «muerte a los franceses» y una llamada a los hombres de Palermo para que se uniesen a fin de recuperar por fin su libertad y su orgullo.

Giuliano se lanzó a la carrera, lo más rápido que pudo cargando con el pequeño, y fue hasta el final de la calleja para irrumpir en el apacible patio de un convento de dominicos. La escena con que se toparon sus ojos fue de espanto: una docena de sicilianos tenían a diez monjes a punta de cuchillo.

– Di «ciceri» -ordenó uno de los sicilianos. Era la mejor prueba de nacionalidad. Ningún francés podía pronunciar esa palabra.

El primer monje obedeció y quedó en libertad. Se apartó con paso vacilante, tropezando con su hábito hecho jirones, casi paralizado por el miedo.

El segundo recibió la misma orden.

Se trabó y falló.

De pronto alguien exclamó «francés». Giuliano agarró a Tino y lo volvió bruscamente de espaldas justo en el momento en que los sicilianos le cortaban el cuello de un tajo al monje, el cual se desplomó en el suelo echando sangre a borbotones.

Tino lanzó un chillido de pavor. Giuliano lo cogió en brazos, se lo echó al hombro y salió a toda prisa por donde había entrado. Una vez que se vio en el callejón, hizo un esfuerzo para insuflar aire en sus pulmones sin dejar de sujetar el cuerpecillo del niño.

Su deseo había sido que los sicilianos se rebelaran, que arrojaran a un lago el yugo de la opresión, pero no había imaginado aquella terrible violencia. Si Giuliano hubiera sabido cuánto odio bullía por debajo, latente, ¿habría intentado despertarlo?

Sí. Lo habría intentado, porque la única alternativa que les quedaba era peor: la sumisión total hasta que les sorbiesen la vida y el alma enteras. Aquella misma muerte lenta aguardaba a Bizancio.

Recorrió el resto del camino con Tino en brazos. Varios hombres, enloquecidos al verse súbitamente armados de poder y cubiertos de sangre, vieron al niño y lo dejaron pasar, y Giuliano sintió vergüenza de contar con aquella protección. Pero no se detuvo, ni siquiera cuando oyó a hombres que suplicaban por su vida, mujeres que gritaban, gente que combatía. De modo que, sintiendo los dedos del pequeño aferrados a él con todas sus fuerzas, siguió adelante.

Cuando por fin llegó a la casa de Giuseppe y María estaba exhausto y estremecido. El estómago se le encogió de pánico ante la posibilidad de que no estuvieran dentro. Aún le faltaba un trecho cuando de pronto se abrió la puerta y salió María. Contuvo un sollozo cuando Giuliano le puso al pequeño en los brazos.

Giuseppe estaba en el umbral de la entrada, con las lágrimas rodándole por las mejillas y el cuchillo en la mano, preparado para defender a los hijos que le quedaban, si Giuliano hubiera sido un enemigo. Su rostro se relajó en una sonrisa, y acto seguido soltó el cuchillo, corrió hacia Giuliano y se abrazó a él con tanta fuerza que a punto estuvo de romperle las costillas.

– ¡Adentro! ¡Adentro! -gritó María.

Ellos la siguieron obedientes, y Giuseppe bloqueó la puerta con un tablón.

– Vuelve con Gianni-le dijo Giuseppe a María. Cuando ésta desapareció, miró a Giuliano-. Está herido -dijo con sencillez-. No puede dejarlo solo.

No había necesidad de dar explicaciones, pero Giuseppe no pudo apartar los ojos de Tino más que unos momentos y no dejaba de acariciarle la cabeza, como si quisiera cerciorarse de que era real y de que estaba vivo.


Poco después de las primeras luces del alba llegó otro de los pescadores, un hombre llamado Angelo. Los niños estaban dormidos y María se encontraba con ellos en el piso de arriba.

– Vamos a reunimos en el centro de la ciudad -informó gravemente Angelo a Giuseppe y Giuliano. Tenía el rostro quemado y presentaba un corte en la frente que ya se había coagulado, y además llevaba el brazo izquierdo en una especie de cabestrillo improvisado. Estaba cubierto de polvo y se movía con rigidez, como si le dolieran todos los miembros-. Hemos de decidir lo que vamos a hacer ahora. Han muerto centenares, puede que millares. Los cadáveres taponan las calles y el empedrado está enrojecido por la sangre.

– Habrá guerra -advirtió Giuliano.

Angelo asintió.

– Debemos prepararnos para ella. Han mandado aviso a los hombres de todas las comarcas y todos los oficios, para que elijamos a uno que nos represente y pida al Papa que nos reconozca como comuna y nos otorgue su protección.

– ¿Contra Carlos de Anjou? -dijo Giuliano, incrédulo-. ¿Qué diablos creéis que va a hacer el Papa? ¡Por amor de Dios, es francés!

– Es cristiano -replicó Giuseppe-. Puede darnos su protección.

– ¿Eso es lo que esperas? -Giuliano estaba horrorizado. Giuseppe respondió con una sonrisa triste y una chispa en los ojos que recordó el humor de antaño. Angelo afirmó con la cabeza.

– Ya se han enviado emisarios a todas las ciudades y todos los pueblos, primero a los que están más cerca, a informar a sus habitantes de lo que ha ocurrido y llamarlos a que se subleven con nosotros.

Sicilia entera se volverá contra los angevinos. Vamos a presentarnos ante el Vicario y ofrecerle la posibilidad de que regrese a Provenza con un salvoconducto…

– O si no, ¿qué? -preguntó Giuseppe.

– O si no, morirá -repuso Angelo.

– Imagino que escogerá Provenza -comentó Giuliano irónicamente.

– Y tú, amigo mío -Giuseppe se volvió hacia Giuliano con el rostro contraído por la ansiedad y la mirada amable-, ¿qué decides tú? Hoy han sido los franceses, pero puede que la semana próxima, o el mes próximo, sean los venecianos. La flota se encuentra fondeada en Mesina. Tú no eres siciliano, esta disputa no te atañe. Y la hospitalidad que te hemos proporcionado está pagada más que de sobra. Vete ahora, antes de que actúes en contra de tu propio pueblo.

Todavía agotado y dolorido, con la ropa pegada al cuerpo con sangre ajena, Giuliano se dio cuenta de cuan solo estaba.

– No tengo pueblo propio -dijo lentamente-. Tengo amigos, tengo deudas y personas a las que amo. No es lo mismo.

– No sé qué deudas serán ésas -replicó Giuseppe-, desde luego conmigo no tienes ninguna. Pero eres amigo mío, y por eso te doy permiso para que te vayas, si el honor te obliga. Yo voy a ir con Angelo a Corleone, a decir a los de allí que se subleven también, y después iré a otras ciudades, y, si logro sobrevivir, a Mesina.

– ¿Adónde se encuentra la flota?

– Sí. Ahora, María y los niños ya están seguros aquí. Angelo y su familia se encargarán de protegerlos.

– En ese caso, voy contigo.

Mentalmente ya sabía lo que iba a hacer. Fue una sorpresa. Apenas tenía tiempo para sentir miedo o para asimilar la enormidad de la empresa, pero ahora que había llegado el momento, lo cierto era que no tenía otro remedio.

Giuseppe sonrió y le tendió la mano. Giuliano se la estrechó.

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