Giuliano atracó en el puerto exterior, con la intención de dirigirse a su casa, que se encontraba en un ramal del Gran Canal. Primero pensaba lavarse y cambiarse de ropa, descansar un poco, disfrutar de una buena cena en alguno de los cafés… algo que fuera distinto de la vida a bordo. Después iría a informar al dux. Probablemente tendría que esperar un rato a que le concedieran una audiencia.
Pero, apenas había puesto un pie en tierra cuando oyó unas voces amortiguadas que especulaban acerca de quién iba a ser el próximo dux.
– ¿Está enfermo el dux? -preguntó, al tiempo que tiraba al hombre del brazo para llamar su atención.
El hombre se volvió y observó con conmiseración sus calzones de marino, manchados a causa del viaje.
– Acabáis de desembarcar, ¿verdad? -replicó-. Sí, amigo, y se teme que no dure mucho. Si tenéis alguna noticia que darle, más vale que se la deis ahora.
Giuliano le dio las gracias y, angustiado por una fuerte sensación de pérdida, se dirigió rápidamente al Palacio Ducal. Fue recibido por varios criados cariacontecidos, que le rogaron en voz baja que aguardase a ser llamado.
Se puso a pasear nervioso, del sol a la sombra, bajo los grandes ventanales, sus pies susurrando contra el mármol del suelo, mientras oía el murmullo de unas voces apagadas procedentes del otro lado de la puerta. Por fin lo hicieron pasar, y un individuo de cierta edad y expresión grave, ataviado con un jubón negro y calzas, le dijo que debía ser breve.
En la alcoba del dux flotaba el olor penetrante y rancio de la enfermedad, así como la actitud lúgubre y vigilante de quienes tienen labores urgentes que llevar a cabo pero quieren dar la impresión de tener a su disposición todo el tiempo del mundo.
Tiépolo yacía recostado contra las almohadas, ojeroso y con las mejillas hundidas.
– ¡Giuliano! -exclamó con voz ronca-. ¡Acércate! Háblame de Carlos de Anjou y de los sicilianos. ¿Crees que habrá una insurrección? ¿Cómo es Bizancio? ¿Qué opinan los venecianos que viven allí? ¿De qué lado se pondrán si tiene lugar otra invasión? Dime la verdad, sea buena o mala.
Giuliano sonrió al dux y puso una mano encima de los frágiles dedos del anciano, que descansaban sobre la sábana.
– No tenía intención de mentiros -dijo en voz tan baja que esperó que no le oyeran las demás personas presentes en la habitación. La última conversación entre ambos debería contar con la dignidad de no ser escuchada por nadie, de modo que pudieran decir todo lo que les apeteciera a cualquiera de los dos.
– ¿Y bien? -apremió Tiépolo.
Lo más brevemente que pudo, Giuliano le dio su opinión sobre Carlos de Anjou y lo informó de las diferencias que él veía entre su gobierno de Nápoles y el de Sicilia, así como las respectivas reacciones de los súbditos de uno y otro lugar.
– Bien. -Tiépolo sonrió débilmente-. ¿Así que tú opinas que Sicilia podría levantarse contra él, si las circunstancias fueran las adecuadas?
Ciertamente lo odian, pero de ahí a la rebelión hay mucho trecho -respondió Giuliano.
– Posiblemente. -La voz de Tiépolo sonaba débil-. Ahora háblame de Constantinopla.
– He sentido hacia ella amor y odio -respondió Giuliano recordando los pensamientos elevados, el torbellino de ideas, el asfixiante dolor del rechazo.
– Naturalmente -dijo el dux con una débil sonrisa-. ¿Qué te ha inspirado amor, Giuliano?
– La libertad de ideas -repuso él-. La sensación de encontrarse uno en la encrucijada de Oriente y Occidente. La aventura del intelecto.
Tiépolo afirmó con la cabeza.
– Y también te han inspirado amor las partes que eran como Venecia, y odio por causa de tu madre. -A pesar del dolor que lo abrumaba, su mirada era amable.
Giuliano retomó el hilo de su misión.
– Ninguno de ellos desea la guerra -dijo con vehemencia-. Ni los bizantinos ni los venecianos, y tampoco los genoveses, los judíos ni los musulmanes. De ningún modo serán capaces de rechazar un ejército de cruzados, pero me temo que la mayoría están dispuestos a luchar para proteger lo que es suyo, y a morir con ello.
No confíes nunca en el Papa, Giuliano, ni en éste ni en ningún otro -dijo Tiépolo con un suspiro-. Los Papas no aman Venecia como la amamos tú y yo. Nos aguardan tiempos turbulentos, Carlos de Anjou quiere ser el rey de Jerusalén, y es capaz de bañar de sangre Tierra Santa con tal de conseguirlo. -Su mano surcada de venas azuladas aferró la sábana-. Venecia ha de conservar su libertad, no lo olvides nunca. Jamás se la entregues a nadie, ya sea emperador o Papa. Somos independientes. -Se le quebró ligeramente la voz, y Giuliano tuvo que inclinarse hacia delante para oírlo-. Prométemelo.
No tenía más remedio. Encontró fría la mano que asía la sábana al poner la suya encima. La atracción que ejercía Bizancio era intensa, el mundo estaba lleno de peligros, tentaciones y promesas, pero aquel hombre había cuidado de él tras la muerte de su padre. Un hombre que se desentendía de sus deudas no valía nada. Venecia era la cuna de su alma.
– Claro que os lo prometo -contestó Giuliano.
Tiépolo sonrió un instante, después desapareció la luz de sus ojos y no volvió a parpadear más.
Giuliano sintió un escozor en la garganta y un nudo en las entrañas que apenas le dejaba respirar. Fue como si se hubiera repetido la muerte de su padre, el inicio de una nueva soledad que iba a continuar para siempre. Retiró la mano que tenía apoyada en la del anciano y se incorporó lentamente, para volverse hacia la habitación en sombras.
El médico clavó la mirada en él y entendió. Giuliano tenía la garganta demasiado tensa para poder hablar, y no quiso turbarse. Dio las gracias con una breve inclinación de cabeza y salió a la fresca antesala de suelos de mármol y después al pasillo.
El funeral de Tiépolo fue magnífico, demasiado hondo para profanarlo con palabras innecesarias. Hacía un día nublado y de calor sofocante, y caía una fina lluvia de verano que se derramaba como una cortina de seda. La barcaza adornada con cintas negras se movía muy despacio y sin producir apenas ningún sonido a lo largo del Gran Canal, con la apariencia de un buque fantasma.
El canal estaba atestado de gente, ya fuera en los balcones que se inclinaban sobre el agua o en pequeñas embarcaciones amarradas a las orillas para permitir el paso de la procesión y de los deudos, que habían partido del Palacio Ducal para atravesar la ciudad y después regresar hasta el puente de Rialto, y a continuación discurrir por otros canales más pequeños que llevaban más directamente a la catedral de San Marcos, casi donde habían empezado.
Giuliano iba en la primera embarcación que seguía a la barcaza, no en la proa, puesto que no pertenecía a la familia, sino más hacia la popa. Iba de pie, contemplando las altas fachadas de los edificios y la luz pálida que se reflejaba en el agua, moteada por la lluvia, emborronando los objetos reflejados. Se sentía intensamente solo, a pesar de tener a Pietro a escasa distancia. Sin embargo, la muerte de un líder suponía el paso de una época, y ambos estaban unidos de manera indisoluble en algo único y tan profundo como podría serlo el vínculo de la sangre.
Atravesaron haces de sol de un débil color plata que incidían en la superficie del canal provocando una luminiscencia que hacía resaltar momentáneamente la mole de la barcaza, con los remos resplandecientes. Después volvían a cerrarse sobre ella las sombras y se difuminaban los colores. No se oía sonido alguno, salvo el suave chapoteo del agua.
Una semana después volvió a ver a Pietro. Disfrutaban de una copa de vino después de haber pasado el día en la laguna, conversando, recordando, contemplando los colores de la puesta de sol que acariciaba las fachadas de los palacios que se alzaban enfrente y creaba la fantasía de que estuvieran flotando sobre la superficie del agua, insustanciales como los sueños. Ahora estaban sentados, con los pies mojados y sintiendo un poco de frío, en una de sus tabernas preferidas, situada frente a un pequeño canal, a quinientos pasos de la iglesia de San Zamipolo.
Giuliano contempló su copa con un gesto de mal humor. Le gustaba el vino tinto, y aquél era muy bueno. Era consciente de que estaba bebiendo demasiado, pero el calor se pegaba al cuerpo igual que una tela mojada, y tenía la sensación de no lograr apagar nunca la sed.
– Imagino que ya estarán eligiendo a los inquisori que habrán de examinar todas las acciones del dux y emitir un juicio -dijo con enfado.
– Es lo que hacen siempre -replicó Pietro, tomando más vino a su vez-. Tendrán que encontrar algo de que quejarse, o de lo contrario el pueblo dirá que no están cumpliendo con su obligación.
– ¿Y qué puede haber hecho mal Tiépolo, por amor de Dios? -exclamó Giuliano-. ¡Lo tenían bajo vigilancia todo el tiempo! No podía abrir los despachos enviados por potencias extranjeras sin que alguien mirase por encima de su hombro y los leyera al mismo tiempo que él.
– Así es la naturaleza humana -rio Pietro-. Los venecianos siempre buscarán a alguien a quien criticar. Alégrate de que no fuera un Papa. -De pronto sonrió de oreja a oreja-. Hubo uno al que desenterraron después de muerto y lo ahorcaron. Ambrosio II, me parece. ¡Dos veces! Lo enterraron, después un desbordamiento del río dejó al descubierto la tumba y arrastró el cadáver, o algo así. Todo después de un juicio como Dios manda, naturalmente. Que el acusado fuera un cadáver era algo que carecía de importancia, Dios lo tenga en su gloria.
Pietro dejó su copa vacía en la mesa.
– ¿Quieres que mañana por la noche bajemos al canal que está junto al arsenal? -dijo-. Conozco una taberna estupenda en la que sirven un vino excelente y tienen unas mujeres jóvenes, de piel suave y redonditas como debe ser.
– Tal como lo dices, parece que sea algo de comer-comentó Giuliano, pero la idea le resultó atractiva. Placeres fáciles, música, un poco de amabilidad anónima y sin obligaciones, sin salir magullado y sin magullar a nadie, y además Pietro era buena compañía, afable y divertido, y no se quejaba nunca-. Sí-aceptó-, ¿por qué no?
El proceso de elegir a un nuevo dux era sumamente complejo. Había sido instituido por el mismo Tiépolo, en el año de su acceso al trono. Con él se pretendía reducir el poder de las grandes familias que llevaban gobernando Venecia desde el reinado del primer dux, quinientos años atrás. A Giuliano le gustaría saber si Tiépolo tenía en mente, concretamente, a los Dandolo.
Al final, cuando todo el proceso quedó cumplido al pie de la letra, salió elegido un nuevo dux. Su nombre era Jacopo Contarini, un octogenario primo de Pietro.
Una semana después, éste mandó llamar a Giuliano.
Giuliano se sintió incómodo al entrar en el Palacio Ducal y encontrar a otra persona sentada en el trono. Las salas y los pasillos eran los mismos, las columnas de mármol y el dibujo que proyectaba en el suelo el sol que se filtraba por los ventanales. Ni siquiera habían cambiado los sirvientes, a excepción de los más personales. Probablemente era acertado que la sensación de continuidad fuera tan poderosa, pero a Giuliano le recordaba de forma dolorosa que Venecia era mucho más grande que las personas individuales que le daban vida.
– Pasad, Dandolo -dijo Contarini en tono formal, todavía poco acostumbrado al cargo, aunque muy posiblemente lo había codiciado durante toda su vida.
– Mi señor -respondió Giuliano haciendo una reverencia y aguardando a que le dijeran que podía descansar. Aquel hombre no era Tiépolo; para aquel nuevo dux, él no significaba nada.
– Habéis regresado recientemente de Constantinopla -dijo Contarini con interés-. Decidme qué información traéis. Sé que os envió el dux Tiépolo, Dios lo acoja en su seno. ¿Qué impresión habéis sacado del emperador Miguel y del rey de las Dos Sicilias?
– El emperador Miguel es un hombre inteligente y perspicaz -respondió Giuliano-. Un soldado de gran fortaleza, pero carece de la flota que necesita para defenderse de un ataque por mar. Constantinopla está recuperándose lentamente. El pueblo todavía es muy pobre, y pasará mucho tiempo hasta que el comercio les aporte la riqueza necesaria para reconstruir las defensas marítimas para resistir otro asalto.
– ¿Y el rey de las Dos Sicilias? -presionó Contarini. Giuliano se acordaba con gran nitidez de Carlos de Anjou y dijo al dux que el rey no contaba con la lealtad de su pueblo. Contarini afirmó con la cabeza.
– En efecto. ¿Y os dijo el dux Tiépolo qué motivos tenía para recabar esta información?
– Una cruzada de Carlos requeriría una flota inmensa, y o la construyen los genoveses o la construimos nosotros. Y si dicha cruzada consigue el triunfo, el botín será enorme. No tanto como el de 1204, porque ya no quedan tantos tesoros, pero aun así merecerá la pena tomarlos. Deberíamos redactar ahora mismo un contrato y asegurarnos el suministro de la madera que vamos a necesitar. Habrá que comprar una cantidad muy superior a la habitual. Contarini sonrió.
– Decidme, ¿suponía Tiépolo que se cumpliría hasta el final un contrato firmado con Carlos de Anjou?
– Sería ventajoso para Carlos que así fuera. Él no tendría que enemistarse con Venecia hasta después de haber conquistado Bizancio, Jerusalén y posiblemente Antioquía. Y además guardamos un largo historial de agravios -replicó Giuliano.
La sonrisa de Contarini asomó a sus ojos.
– Muy bien. ¿Y vuestra estancia en Constantinopla?
– Mi misión consistía en valorar el estado de ánimo y las lealtades de los venecianos y los genoveses que viven allí, excelencia. Son muy numerosos, y se encuentran principalmente en los alrededores de los puertos.
Contarini asintió.
– ¿Y estarían con nosotros, o contra nosotros?
Los que no están casados con bizantinos es posible que tengan su lealtad dividida -contestó Giuliano-. Y ésos, curiosamente, son muchos.
– Tal como cabía esperar -corroboró Contarini-. A su debido tiempo os enviaré allí de nuevo, a continuar observando, para que me tengáis informado. Pero antes quisiera que viajarais a Francia para garantizar el suministro de madera. Tendréis que poner mucho cuidado al negociar. No deseamos vernos comprometidos y después enterarnos de que la cruzada se ha postergado o, peor aún, anulado. La situación se encuentra en un equilibrio precario. -Su sonrisa perdió calidez-. Necesito que seáis muy preciso, Dandolo. ¿Me habéis comprendido?
– Sí, excelencia. -Sí lo entendía, pero, sin saber por qué, el sentimiento de emoción se había esfumado. Aquella misión era importante, necesaria; no se podía dejar en manos de un hombre cuya capacidad o lealtad no fueran absolutas. Y en cambio, al mismo tiempo resultaba impersonal. No contenía ni una pizca de la pasión que él había compartido con Tiépolo.
Se despidió y salió a la piazza iluminada por el sol. La luz que reflejaba el mar, tan limpia y brillante como siempre, ahora parecía fría.