CAPÍTULO 16

Giuliano Dandolo se encontraba en los escalones del muelle, contemplando cómo se rizaba el agua del canal a la luz de las antorchas. Sonrió, pese a la ligera sensación de inquietud que lo embargaba. Las breves olas, ribeteadas por brillantes cintas de luz, al momento siguiente volvían a ser sombras, y tan densas que daban la impresión de ser capaces de sostenerlo a uno si osara caminar sobre ellas. Todo se movía, bello e incierto, como la propia Venecia.

Sus pensamientos fueron interrumpidos por un fuerte chapoteo del agua contra los escalones, y al adelantarse un poco vio el contorno de Una barcaza pequeña que se movía velozmente. Llevaba a bordo hombres armados, y se deslizaba suavemente en dirección al poste de amarre, hasta que por fin se detuvo. Las antorchas se alzaron, y emergió la figura esbelta y vestida con amplios ropajes del dux Lorenzo Tiépolo, que se puso en pie y saltó a tierra con movimientos ágiles. Se encontraba en los últimos años de su vida. Todos sus hijos habían alcanzado puestos eminentes, y muchos sugerían que había sido puramente gradas a la influencia de su padre. Pero la gente siempre decía cosas así.

Tiépolo cruzó la plataforma de mármol bajo la llama de las antorchas, que se agitaba con la brisa. Venía sonriente, con un brillo especial en sus ojos pequeños y de párpados gruesos, y su cabello plateado semejante a un halo.

– Buenas noches, Giuliano -dijo con afecto-. ¿Te he hecho esperar? -Era una pregunta retórica. Él era el gobernador de Venecia, todo el mundo lo esperaba. A Giuliano lo conocía desde que llegó allí de pequeño, casi treinta años atrás, como también conocía y amaba a su padre.

Aun así, uno no se tomaba libertades.

– Una noche de primavera en el canal difícilmente se puede considerar una espera, excelencia -replicó Giuliano al tiempo que adaptaba su paso al del dux, pero un poco por detrás de él.

– Siempre serás un cortesano -murmuró Tiépolo mientras atravesaban la piazza que se extendía delante del bello Palacio Ducal-. Puede que sea una buena cosa, ya tenemos suficientes enemigos.

Condujo a su invitado hasta las grandes puertas. Los guardias que iban delante y detrás de él caminaban silenciosos y vigilantes.

– El día en que no tengamos enemigos, querrá decir que no tenemos nada que pueda envidiar un hombre -repuso Giuliano con cierta ironía. Se quitaron las capas de calle y avanzaron por un salón de techos altos y muros pintados, levantando eco al pisar el suelo de mosaico.

La sonrisa de Tiépolo se ensanchó.

– Ni dientes con que morder -añadió.

Giró a la derecha para pasar a una antesala, y continuó hasta llegar a sus aposentos, de paredes decoradas con frescos y grandes arañas. Había una mesa de madera de sándalo con varios platos con dátiles y albaricoques secos y un surtido de frutos secos. Las teas ardían con fuerza proyectando su cálida luz sobre los mosaicos del suelo.

– ¡Siéntate! -Señaló con el brazo las sillas de madera labrada dispuestas alrededor de la enorme chimenea encendida, que caldeaba el aún frío aire de marzo, y sobre la cual colgaba el gran retrato de su padre, el dux Jacopo Tiépolo-. ¿Vino? -ofreció-. El tinto es de Fiesole, muy bueno. -Sin esperar respuesta, cogió dos copas de cristal y las llenó. A continuación entregó una a Giuliano.

Giuliano la aceptó y le dio las gracias. Tiépolo era amigo y cliente suyo desde la muerte de su padre, pero sabía que no lo había llamado por el simple placer de trabar conversación. Esto sucedía con cierta frecuencia, pero a otras horas más tardías, para charlar de manera informal de arte, de comida, de carreras de barcos, de mujeres hermosas o, mucho más entretenido, de mujeres escandalosas, y naturalmente del mar. Pero esta noche el dux tenía el semblante serio; su rostro estrecho, con la nariz alargada, mostraba una expresión pensativa, y además se movía con inquietud, como si prestara más atención a los pensamientos que ocupaban su mente que a sus actos.

Giuliano aguardó.

Tiépolo contempló el efecto de la luz en el vino que tenía en su copa, pero no bebió todavía.

– Carlos de Anjou aún acariña el sueño de unir de nuevo los cinco antiguos patriarcados: Roma, Antioquía, Jerusalén, Alejandría y Bizancio. -Su gesto era fúnebre-. Y todos bajo su soberanía, por descontado. Entonces sería conde de Anjou, senador de Roma, rey de Nápoles y Sicilia, también de Albania, rey de Jerusalén, señor de los patriarcados y por supuesto rey de Francia. Tanto poder en un solo hombre es algo que me causa inquietud, pero en él constituye un peligro no sólo para Venecia sino para el mundo entero.

»Su triunfo supondría una amenaza para los intereses que tenemos nosotros a lo largo de la costa oriental del Adriático. Miguel Paleólogo ha firmado el acuerdo de unidad con Roma, pero la información de que dispongo me indica que va a tener muchas más dificultades para que el pueblo le siga de las que tal vez imagina el Papa. Y todos sabemos que el Santo Padre es un apasionado de las cruzadas. -Sonrió con gravedad-. Según se dice, ha jurado por su mano derecha que jamás olvidará Jerusalén. Haríamos bien en no perder de vista ese detalle.

Giuliano aguardó.

– Lo cual quiere decir que piensa ayudar a Carlos, parcialmente cuando menos -agregó Tiépolo.

– En ese caso tendría a Roma de su parte, y Jerusalén y Antioquía en sus manos -dijo Giuliano por fin-. ¿Atacaría Constantinopla, aun cuando el emperador haya firmado el acuerdo de unión y se haya sometido al Papa? Entonces estaría atacando una ciudad igualmente cristiana, y el Santo Padre no podría consentir tal cosa.

Tiépolo alzó ligeramente un hombro.

– Eso podría depender de si el pueblo de Bizancio, sobre todo de la ciudad de Constantinopla, se aviene a la unión.

Giuliano reflexionó sobre aquel punto, consciente de la mirada penetrante del dux, atenta a cualquier destello o sombra que surgiera en su expresión. Si Carlos de Anjou se apoderase de los cinco patriarcados, incluida Constantinopla, situada a caballo del Bósforo, tendría en su mano la entrada al mar Negro y a todo lo que había más allá de éste: Trebisonda, Samarcanda y la antigua Ruta de la Seda, que llevaba a Oriente. Si también conseguía el control de Alejandría y por lo tanto del Nilo y de Egipto con él, sería el hombre más poderoso de Europa. Pasaría por sus manos el comercio del mundo entero. Los papas iban y venían, y la elección de los mismos dependería de él.

– Tenemos un cierto dilema -prosiguió Tiépolo-. Hay muchos elementos a favor del posible triunfo de Carlos. Uno de ellos es que otros construimos los barcos para su cruzada. Y si no los construimos nosotros, se encargará Génova. Tenemos que tener en cuenta las pérdidas y los beneficios de nuestros astilleros, y naturalmente de nuestros banqueros y nuestros comerciantes, y también de los que suministran caballeros, soldados de a pie y peregrinos. Queremos que pasen por Venecia, como han hecho siempre. Eso supone unos ingresos considerables.

Giuliano bebió un sorbo de vino y alargó el brazo para coger media docena de almendras.

– También hay otros factores menos seguros -siguió diciendo Tiépolo-. Miguel Paleólogo es un hombre inteligente; si no lo fuera, no habría podido recuperar Constantinopla. Él tendrá la misma información que tenemos nosotros, o más. -Esto último lo dijo con una sonrisa triste en la mirada. Por fin, él también tomó un puñado de frutos secos-. Estará al tanto de los planes de Carlos de Anjou, y sabrá que Roma tiene la intención de ayudarlo -continuó-. Adoptará todas las medidas que pueda para impedir su triunfo. -Sus ojos estaban fijos en el moreno y bello rostro de Giuliano, pendientes de su reacción.

– Sí, excelencia -contestó Giuliano-. Pero Miguel posee una flota escasa, y su ejército ya está ocupado de lleno en el continente.

Lo dijo con compasión. No quería pensar en Constantinopla. Su padre era veneciano hasta la médula, hijo de la gran familia Dandolo, pero su madre había sido bizantina, y nunca quería pensar en ella. ¿Qué hombre que esté en su sano juicio desea sufrir?

– De modo que se valdrá de la astucia -concluyó Tiépolo-. Si tú estuvieras en lugar de Miguel, ¿acaso no harías lo mismo? Acaba de recuperar su capital, una de las grandes joyas del mundo, y luchará hasta la muerte antes de cederla de nuevo.

Giuliano tan sólo recordaba a su madre como algo cálido, un olor dulce y un contacto de piel suave, y después de eso un vacío que nada había podido llenar nunca. Cuando ella se marchó él tenía unos tres años, y la lloraron como si hubiera muerto. Sólo que no había muerto, sencillamente lo abandonó, a él y a su padre, pues prefirió estar en Bizancio antes que con ellos.

Si Constantinopla era saqueada de nuevo, quemada y expoliada por los cruzados latinos, si robaban sus tesoros y dejaban sus palacios chamuscados y en ruinas, sería un modo de hacer justicia. Pero aquella idea no le produjo ningún placer, aquella despiadada satisfacción era más sufrimiento que dicha. El éxito de Carlos de Anjou alteraría el destino de Europa y de la Iglesia católica tanto como de la ortodoxa. Además existía la posibilidad de que pusiera freno al creciente poder del islam y redimiera los Santos Lugares. Tiépolo se inclinó hacia delante.

– No sé qué piensa hacer Miguel Paleólogo, pero sí sé lo que haría yo en su lugar. Los hombres pueden gobernar naciones sólo hasta cierto límite. Carlos de Anjou es francés, rey de Nápoles por casualidad y por ambición, no por nacimiento. Y lo mismo se aplica a Sicilia. Si los rumores no se equivocan, allí no sienten ningún afecto por él.

Giuliano había oído el mismo comentario.

– ¿Y Miguel va a valerse de ello? -preguntó.

– ¿No te valdrías tú? -replicó Tiépolo en tono sereno.

– Sí.

– Ve a Nápoles y averigua qué clase de flota tiene pensado enviar Carlos. Cuántos barcos, de qué tamaño. Cuándo piensa zarpar. Habla con él de acuerdos y precios. Si queremos construir esa flota, necesitaremos más madera buena de lo habitual. Pero investiga también qué piensa el pueblo. -A continuación Tiépolo bajó la voz-. Lo que dicen cuando tienen hambre o miedo, cuando han bebido demasiado y tienen la lengua suelta. Busca a los alborotadores. Observa cuáles son sus puntos fuertes y sus puntos débiles. Después ve a Sicilia y haz lo mismo. Busca la pobreza, el descontento, el amor y el odio que no se ven a simple vista.

Giuliano debería haberse dado cuenta de lo que Tiépolo deseaba de él. Él era el hombre ideal para aquella misión, un marino experto capaz de mandar él mismo una nave, el hijo de un mercader que conocía el comercio de todo el Mediterráneo, y por encima de todo un hombre que había heredado la sangre y el apellido de una de las principales familias de Venecia, aunque no sus riquezas. Había sido su bisabuelo, el dux Enrico Dandolo, el que había dirigido la cruzada que tomó Constantinopla en 1204, y cuando a Venecia le fue arrebatado lo que en justicia le correspondía cobrar por los barcos y los suministros, él, como recompensa, se trajo a casa los tesoros más grandes de la capital bizantina.

Tiépolo sonreía abiertamente, la copa de vino centelleando en su mano.

– Y de Sicilia irás a Constantinopla -siguió diciendo-. Averigua si están reparando las defensas, pero más que nada, alójate en el barrio veneciano, situado al fondo del Cuerno de Oro. Investiga si es fuerte y próspero. Si Carlos ataca usando naves venecianas, averigua qué van a hacer ellos. Cuáles son sus lealtades y sus intereses. Son venecianos, y a estas alturas bizantinos en parte. Entérate de cuan profundas son sus raíces. Necesito información, Giuliano. No voy a darte más de cuatro meses. No puedo permitirme más.

– Por supuesto -convino Giuliano.

– Bien -asintió Tiépolo-. Me encargaré de que tengas todo lo que necesites: dinero, un buen navío, mercaderías que te proporcionen una excusa y una razón, y hombres que te obedezcan y a los que puedas confiar tu actividad comercial mientras te encuentres en tierra. Partirás pasado mañana. Ahora bébete el vino, es excelente. -Como si quisiera hacer una demostración, alzó su propia copa y se la llevó a los labios.


La tarde del día siguiente Giuliano se reunió con su amigo más íntimo, Pietro Contarini, y cenaron juntos. Giuliano paladeó los sabores del vino y de la comida como si fuera a pasar hambre durante muchos meses. Rieron con viejos chistes y cantaron canciones que conocían desde hacía años. Habían crecido juntos, habían aprendido las mismas lecciones, habían descubierto los placeres del vino y de las mujeres, así como las desgracias.

Se habían enamorado por primera vez en el mismo mes, y cada uno le confió al otro sus dudas y sus penas, sus triunfos y después el dolor del rechazo. Cuando descubrieron que se trataba de la misma muchacha, lucharon como perros salvajes hasta derramar la primera sangre, que fue la de Giuliano. Pero, instantáneamente, lo más importante fue la amistad, y terminaron riéndose de sí mismos. Desde entonces no los había separado ninguna mujer.

Pietro se había casado hacía varios años, y tuvo un hijo del que se sentía inmensamente orgulloso y más tarde dos hijas. No obstante, las responsabilidades domésticas no le habían cerrado los ojos para apreciar a una mujer hermosa ni le habían robado su pasión por la aventura.

Ahora, en la taberna, contemplaron la extensión alargada del Gran Canal rodeados de risas y entrechocar de vasos, los olores del vino y el agua salada, de la comida, el cuero y el humo de las chimeneas de carbón.

– Por la aventura -exclamó Pietro levantando su vaso, lleno de un vino tinto bastante bueno que había pagado Giuliano para celebrar la ocasión.

Entrechocaron sus vasos y bebieron.

– Por Venecia, y por todo lo veneciano -agregó Giuliano-. Que su esplendor no se apague nunca. -Vació el vaso-. ¿Qué hora crees tú que será?

– Ni idea. ¿Porqué?

– Quiero despedirme de Lucrezia -contestó Giuliano-. Voy a pasar un tiempo sin verla.

– ¿La echarás de menos? -preguntó Pietro con curiosidad. -No mucho -dijo Giuliano.

Pietro llevaba un tiempo presionándolo para que se casara. El solo hecho de pensar en ello hacía que se sintiera atrapado. Lucrezia era divertida, cálida, generosa, al menos físicamente; pero también era empalagosa a veces. La idea de comprometerse con ella era como cerrar con llave una puerta y quedarse atrapado dentro.

Dejó su vaso sobre la mesa y se levantó. Iba a disfrutar de estar con Lucrezia. Le había comprado un collar de filigrana de oro para llevárselo como regalo; lo había escogido con esmero y sabía que le iba a encantar. La echaría de menos, extrañaría su risa callada, la suavidad de sus caricias. Pero, aun así, no le resultaría difícil marcharse al día siguiente.


A Giuliano Nápoles le pareció una ciudad que asustaba, dotada de una belleza turbadora, llena de impresiones inesperadas. Poseía una vitalidad que lo excitó, como si sus habitantes saboreasen tanto la dicha como lo trágico de la vida con una intensidad y una vehemencia mayores que las de otros lugares.

Había sido fundada por los griegos, de ahí su nombre, Neápolis, Ciudad Nueva, y sus angostas calles formaban una cuadrícula, tal como lo habían dispuesto los griegos. Muchas tenían más de mil años, empinadas y en sombra, y discurrían entre casas de gran altura. Giuliano escuchó a las gentes reír y reñir, regatear por las aceitunas, la fruta y el pescado, oyó el chapoteo de las fuentes y el traqueteo de los carros. Olió el aroma a comida y el tufo a desagüe, el perfume de las parras trepadoras y de las flores, y también el hedor de las deposiciones de animales y seres humanos. Observó a las mujeres lavando la ropa en las fuentes, chismorreando entre ellas, riendo, reprendiendo a sus hijos. Ellas eran leales a la vida, no a ningún rey, ya fuera italiano o francés.

El sol brillaba con fuerza y hacía más calor que al que Giuliano estaba habituado. Le resultaba familiar la luz en el agua, pero el intenso azul de la bahía de Nápoles, que se extendía hasta el horizonte, era tan deslumbrante que le hería los ojos, y aun así se sentía empujado una y otra vez a pararse a contemplarlo.

Pero siempre tenía en la cabeza la imponente presencia del Vesubio, que se erguía detrás de la ciudad, hacia el sur, y que de vez en cuando expulsaba un suave penacho de humo al apacible cielo. Al mirarlo, Giuliano entendió fácilmente que aquella amenaza impulsara a la gente a vivir con intensidad, con esa ansia que lo lleva a uno a aprovecharlo todo, a gozar de todos los sabores, por si mañana fuera demasiado tarde.

Se hallaba en un estado de ánimo profundamente contemplativo cuando por fin llegó al palacio y fue invitado a acudir a la presencia del francés que ocupaba el cargo de rey. Giuliano conocía sus considerables éxitos militares, en particular en la guerra con Génova, apenas recién terminada, y sus victorias en Oriente, que lo habían convertido en rey de Albania, además de las Dos Sicilias. Esperaba encontrarse con un guerrero, un hombre un tanto embriagado con el triunfo de su propia violencia. Además, estaba convencido de que todos los francos eran burdos en comparación con cualquier latino, y sobre todo con un veneciano, que poseía toda la delicadeza y perspicacia de Bizancio, además de un innato amor por la belleza.

Se encontró con un hombre muy corpulento, de pecho fuerte, de cuarenta y tantos años, piel olivácea, ojos oscuros y un rostro poderoso dominado por una nariz enorme. Su atuendo era bastante modesto, en él no había nada que lo hiciera destacar de los que lo rodeaban, a excepción de la inquieta vitalidad de su actitud y la seguridad en sí mismo que afloraba por todos sus poros incluso en los momentos de reposo.

Giuliano se presentó a sí mismo como un marino que conocía la mayoría de los puertos del este del Mediterráneo y que actualmente era emisario del dux de Venecia.

Carlos le dio la bienvenida y lo invitó a tomar asiento a la mesa, que estaba atestada de comida y bebida. Pareció una orden, o sea que Giuliano obedeció. Pero, en vez de comer, Carlos se puso a pasear de un lado para otro con vigorosas zancadas, lanzándole preguntas.

– ¿Dandolo, habéis dicho?

– Sí, sire.

– ¡Un gran apellido! Ciertamente un gran apellido. ¿Y decís que conocéis Oriente? ¿Chipre? ¿Rodas? ¿Creta? ¿Acre? ¿Conocéis Acre? Giuliano se los describió brevemente.

Carlos debía conocerlos ya. Presuntamente, estaba comparando un relato con otro. Tan sólo de forma ocasional tomó un muslo de ave asada y un trozo de pan o de fruta para morderlo, y bebió un poco de vino. De tanto en tanto daba alguna orden, y, por lo visto, por toda la estancia había escribanos que las anotaban, como si él exigiera tres copias de todo. Giuliano quedó impresionado al advertir que, al parecer, era capaz de pensar en muchas cosas a un mismo tiempo.

Sus conocimientos de la política tanto de Europa como del Sacro Imperio Romano eran enciclopédicos, y además sabía mucho del norte de África, de Tierra Santa y de tierras más lejanas, como las del Imperio mongol. Sin querer, Giuliano se sintió deslumbrado y tuvo que hacer un esfuerzo para seguirle el ritmo. Enseguida llegó a la conclusión de que reconocer sus limitaciones no sólo resultaría más cortés, sino también más sensato, en presencia de un hombre que tardaría escasos momentos en darse cuenta de la relativa ignorancia de alguien que era más joven y poseía menos experiencia.

¿Debería preguntarle por los barcos para la próxima cruzada? Aquélla era la misión que le había encomendado Tiépolo.

– Se necesitaría una flota grandiosa -observó.

Carlos lanzó una carcajada, sinceramente divertido.

– No podéis ocultar que sois veneciano. Naturalmente que sí. Y mucho dinero, y muchos peregrinos. ¿Vais a ofrecerme un trato?

Giuliano se reclinó un poco en su asiento y sonrió.

– Podríamos negociar. Se necesitaría mucha madera, mucha más que la de costumbre. Todos nuestros astilleros funcionando a la vez, día y noche.

– Sería por una causa santa -señaló Carlos.

– ¿Conquista o beneficio? -inquirió Giuliano.

Carlos lanzó otra profunda carcajada y le dio una palmada en el hombro, un golpe que le hizo rechinar los dientes.

– Podríais caerme bien, Dandolo -dijo con vehemencia-. Hablaremos de números, y de dinero, dentro de un rato. Tomad otra copa de vino.

Tres horas más tarde Giuliano abandonó aquel salón con la cabeza hecha un torbellino, y regresó atravesando estancias menos decoradas que el Palacio Ducal de Venecia, aunque los cortesanos eran más bastos, incluso toscos en sus costumbres, en comparación.

Había quien afirmaba que Carlos era tozudo pero justo, otros decían que exigía a sus súbditos impuestos que los llevaban al borde de la penuria y del hambre, y que no sentía ni amor ni interés por el pueblo de Italia. En cambio, por ambición, con frecuencia elegía establecer su corte allí, en Nápoles, una ciudad llena de pasión, intensamente viva, casi hasta rayar en la locura, enclavada como si fuera una joya en el costado de un dragón dormido cuya fumarola incluso ahora manchaba el horizonte. Carlos también era una fuerza de la naturaleza que podía destruir a quien lo tomara demasiado a la ligera. Giuliano debía obtener más información, estudiar, escuchar, observar, y poner mucho cuidado en cuanto a qué exactamente iba a contar al dux. Bajó la escalera que llevaba al sol cegador y al instante fue engullido por el calor del empedrado.


Cuando Carlos trasladó su corte de Nápoles a Mesina, en Sicilia, Giuliano lo siguió una semana más tarde. Igual que en Nápoles, observó y escuchó. Se hablaba de la reconquista de Ultramar, como se conocía al antiguo Reino Cristiano de Palestina.

– Esto no es más que el principio -oyó que decía alegremente un marinero al tiempo que trasegaba con fruición una jarra de vino mezclado con agua-. Más de una vez hemos guerreado contra los musulmanes. Están por todas partes, y no dejan de extenderse.

– Ya es hora de que nos tomemos la revancha -dijo otro acaloradamente. Era un individuo grande, con una barba pelirroja-. Hace quince años mataron en Durbe a ciento cincuenta caballeros teutones. Y después de eso, los habitantes de Osel apostataron y asesinaron a todos los cristianos que había en su territorio.

– Por lo menos impidieron que los mongoles entraran en Egipto -intervino Giuliano, interesado en ver qué respondían a aquel comentario-. Mejor que luchen con ellos los musulmanes, en lugar de luchar nosotros.

– Que los mongoles nos los dejen bien blanditos -terció el primer hombre-. Y luego vamos nosotros y los rematamos. Por mi parte, me da igual quién esté de mi lado. -Y soltó una risotada.

– Desde luego -comentó un individuo menudo de barba puntiaguda.

El pelirrojo dejó la jarra sobre la mesa con un fuerte estrépito. -¿Se puede saber qué diablos quiere decir eso? -lo retó, el rostro enrojecido por la furia.

– Pues quiere decir que, si alguna vez hubieras visto un ejército de jinetes mongoles, te alegrarías mucho de que los musulmanes estuvieran entre ellos y tú -explicó el otro.

– ¿Y los bizantinos? -preguntó Giuliano, esperando suscitar una respuesta que le suministrase alguna información.

El individuo menudo se encogió de hombros y contestó:

– Ésos están entre nosotros y el islam.

– ¿Por qué no? -lo instó Giuliano-. ¿No es mejor que luchen ellos contra el islam, en lugar de nosotros?

El hombre de la barba pelirroja se removió en su asiento.

– Cuando nosotros pasemos por ahí, el rey Carlos los conquistará, igual que la otra vez. Allí hay multitud de tesoros esperando.

– No podemos hacer eso -le dijo Giuliano-. Han accedido a la unión con Roma, y eso los convierte en hermanos nuestros en la misma fe. Conquistarlos por la fuerza sería un pecado que no perdonaría el Papa.

El pelirrojo sonrió de oreja a oreja.

– Ya se encargará de eso el rey, perded cuidado. En este momento está escribiendo a Roma, pidiéndole al Papa que excomulgue al emperador, con lo cual éste se quedará sin protección. Luego podremos hacer lo que se nos antoje.

Giuliano estaba atónito. El lugar que lo rodeaba pasó a ser un enjambre de sonidos sin significado.


Dos días después, Giuliano zarpó hacia Constantinopla. La travesía hacia el este transcurrió en calma y fue más rápida de lo que había previsto, tan sólo dieciocho días. Al igual que los demás navíos, el suyo navegó todo el tiempo pegado a la costa, descargando con frecuencia mercaderías y cargando otras. Iba a ser un viaje provechoso en cuestión de dinero, además de información.

Sin embargo, una mañana del mes de mayo, cuando navegaban por el mar de Mármara, con un cielo poblado de nubes altas y frágiles y una brisa que trazaba pinceladas en el mar, reconoció para sus adentros que, por mucho tiempo que le llevase y por más que hiciera acopio de fuerzas, jamás estaría preparado para ver la tierra natal de la madre que lo había traído al mundo y que, sin embargo, lo había amado tan poco que no tuvo reparos en abandonarlo.

Había observado en las calles a las mujeres que pasaban junto a él con sus hijos. Podían estar cansadas, preocupadas o abatidas por un centenar de razones, pero en ningún momento apartaban la vista de sus pequeños. Vigilaban cada paso que daban, tenían una mano lista para prestarles apoyo, o para castigarlos, siempre preparada. Podían reprenderlos, perder los nervios y propinarles un azote, pero si alguien se atrevía a amenazarlos, enseguida comprobaría lo que era la cólera de verdad.

A mediodía se plantó en la cubierta del barco, con el corazón acelerado, mientras cruzaban las tranquilas y resplandecientes aguas del Bósforo viendo como iba acercándose Constantinopla y revelando más detalles. Su ojo de marino se sintió atraído por el faro, que era magnífico. Por la noche debía de verse a muchas millas de distancia.

El puerto estaba abarrotado, decenas de barcos de pesca, barcas de pasajeros y barcazas para el transporte de mercancías se deslizaban a toda velocidad pasando junto a los imponentes cascos de las trirremes provenientes del Atlántico y que se dirigían al mar Negro. Y al otro lado de aquel estrecho canal de agua Europa se encontraba con Asia. Era la encrucijada del mundo.

– Capitán.

No había más tiempo para recrearse. Debía centrar su atención en la maniobra de atraque en el puerto y en velar por que el barco quedara bien amarrado y la mercancía se descargase, antes de entregar el mando al primer oficial. Ya habían acordado que el barco regresaría a buscarlo a principios de julio.

Fue al día siguiente cuando desembarcó con el equipaje hecho: unas cuantas prendas de ropa y varios libros, suficiente para casi dos meses. El dux le había entregado un generoso estipendio.

Experimentó una sensación extraña al verse de pie en la calle. A medias bizantino, debería sentir aquello como una vuelta al hogar. Sin embargo, lo único que sintió fue rechazo. Venía en condición de espía.

Se volvió a contemplar nuevamente el puerto repleto de embarcaciones. Podría ser que él conociera a los hombres que iban a bordo de algunas de ellas, incluso que hubiera navegado con ellos, que se hubiera enfrentado a las mismas tempestades y penurias, a las mismas emociones. La luz reflejada en el agua tenía la misma luminosidad extraña que tenía en Venecia, el cielo era igual de suave.

Pasó tres noches en albergues, y tres días caminando por la ciudad, intentando percibir su personalidad, sus costumbres, su geografía, hasta la comida, los chistes y el sabor que flotaba en el aire.

Se sentó en una taberna a dar cuenta de un excelente almuerzo a base de sabrosa carne de cabra con ajo y verduras, regada con una copa de vino que no le pareció ni de lejos tan bueno como el de Venecia. Observó a la gente que pasaba por la calle, captó retazos de conversaciones, muchos de los cuales no entendió. Escrutó los rostros y prestó atención a las voces. El griego lo hablaba, y por supuesto el genovés, que oyó con demasiada frecuencia. Entendió fragmentos pronunciados por árabes y persas, que llevaban una indumentaria muy fácil de distinguir. Los albaneses, búlgaros y mongoles de facciones angulosas le resultaban extraños, y recordó con una punzada de incomodidad que se encontraba muy al este, y muy cerca de las tierras del Gran Kan, o de los musulmanes de que había hablado el hombre de barba pelirroja que conoció en Mesina.

Buscaría una familia veneciana que viviera junto a la orilla del Cuerno de Oro. Se preguntó distraídamente dónde habría vivido su madre. Ella había nacido durante el exilio, tal vez en Nicea, o quizá más al norte. Y entonces se enfadó consigo mismo por abrir la puerta al dolor que siempre lo asaltaba cuando pensaba en ella. Pero no pudo detenerse.

Giuliano cerró los ojos con fuerza para aislarse del sol y del ajetreo de la calle, pero nada pudo apartar de él la visión de su padre: cabello gris, el rostro surcado de arrugas de sufrimiento, el camafeo abierto en la mano mostrando el minúsculo retrato de una joven de ojos oscuros y expresión risueña. ¿Cómo pudo reír y, sin embargo, abandonarlos a ambos? Giuliano nunca oyó a su padre hablar mal de ella; cuando murió, todavía la seguía queriendo.

Se puso en pie con un ligero tambaleo. El vino iba a ahogarlo. Dejó la copa y salió a la calle. Aquélla era una ciudad desconocida, poblada por unas gentes en las que él nunca sería lo bastante necio como para confiar. «Conoce a tu enemigo, aprende de él, entiéndelo, pero jamás te dejes seducir por su arte, su capacidad ni su belleza, limítate a averiguar de qué lado se pondrá cuando llegue el momento.»

El barrio veneciano constaba tan sólo de unas pocas calles, y sus habitantes no hacían grandes alardes de sus orígenes. Nadie había olvidado de quién era la flota que había traído a los invasores que habían prendido fuego a la ciudad y habían robado las reliquias sagradas.

Encontró una familia que tenía el antiguo y orgulloso apellido de Mocenigo, e inmediatamente le cayó bien el varón, Andrea. Tenía un rostro ascético, rayano en lo inexpresivo, hasta que sonrió y entonces resultó casi hermoso, y cuando se movió fue cuando Giuliano reparó en que sufría una ligera cojera. Su esposa, Teresa, era tímida, pero se esforzó en que Giuliano se sintiera bienvenido, y sus cinco hijos parecieron no darse cuenta de que era un desconocido. Le formularon un sinfín de preguntas: de dónde era, a qué había venido, hasta que sus padres les dijeron que era cordial mostrar interés, pero que ser tan inquisitivo era de mala educación. Ellos pidieron perdón y se colocaron en fila, con la mirada gacha.

– No habéis sido en absoluto maleducados -se apresuró a decir Giuliano en italiano-. Un día, cuando tengamos tiempo, os contaré cosas de los lugares en que he estado y de cómo son. Y si queréis, vosotros podéis contarme cosas de Constantinopla. Es la primera vez que vengo aquí.

Zanjaron el tema de inmediato; aquélla era la casa en la que iba a alojarse. Él aceptó con placer.

– Soy veneciano -explicó Mocenigo con una sonrisa-. Pero he decidido vivir aquí porque mi esposa es bizantina, y encuentro cierta libertad de pensamiento en la fe ortodoxa. -Su tono de voz fue un poco como si pidiera disculpas, porque supuso que Giuliano pertenecía a la Iglesia de Roma, pero su mirada no se alteró. No deseaba entablar una discusión, pero si surgiera una estaba dispuesto a defender sus creencias.

Giuliano extendió la mano.

– En ese caso, quizá yo deba conocer Bizancio más a fondo de lo que puedan contarme los mercaderes.

Mocenigo le estrechó la mano y el trato quedó cerrado. El acuerdo económico estaba sobradamente superado en importancia por lo que prometía el futuro.

Era natural que le preguntaran a Giuliano a qué se dedicaba, y él ya tenía una respuesta preparada.

– En mi familia somos comerciantes desde hace mucho tiempo -dijo con soltura. Al menos aquello era verdad, si se entendía que el término «familia» abarcaba a todos los descendientes del gran dux Enrico Dandolo-. He venido para ver de cerca lo que se compra y se vende aquí, y qué más podríamos hacer para incrementar nuestra actividad comercial. Tiene que haber necesidades no satisfechas, nuevas oportunidades. -Quería disponer de libertad para formular todas las preguntas que le fuera posible sin despertar sospechas-. La nueva unión con la Iglesia de Roma debería simplificar las cosas.

Mocenigo se encogió de hombros y puso una expresión de duda.

– El acuerdo ya está firmado -dijo con triste acento-. Pero todavía dista mucho de la realidad.

Giuliano se las arregló para parecer levemente sorprendido.

– ¿Pensáis acaso que es posible que no se respete? No me cabe duda de que Bizancio desea la paz. Constantinopla, en particular, no puede permitirse entrar otra vez en guerra, y si no se une a Roma en la fe, guerra es lo que habrá, aunque no la llamen así.

– Es probable -aceptó Mocenigo en voz baja y triste-. La mayoría de las personas cuerdas no desean la guerra, pero las guerras siguen existiendo. La única manera de cambiar la religión de las personas es convencerlas de que hay algo mejor, no amenazarlas con destruirlas si se niegan.

Giuliano se lo quedó mirando.

– ¿Así es como lo ve el pueblo?

– ¿Y vos no? -replicó Mocenigo.

Giuliano se daba cuenta de que Mocenigo se identificaba con Constantinopla, no con Roma.

– ¿Creéis que otros venecianos pueden opinar lo mismo? -le preguntó, pero al instante se dijo que tal vez fuera demasiado pronto para mostrarse tan directo.

Mocenigo negó con la cabeza.

– No puedo hablar por otros. Ninguno de nosotros sabe todavía qué va a significar la obediencia a Roma, aparte de meses de retraso para recibir respuesta a las peticiones que hagamos y dinero que habrá de salir del país en forma de diezmos, en vez de quedarse aquí, donde tanta falta nos hace. ¿Cuidarán de nuestras iglesias, las repararán, las embellecerán? ¿Se seguirá pagando bien a nuestros sacerdotes, se les permitirá conservar su conciencia y su dignidad?

– No puede haber otra cruzada hasta el 78 o el 79 como mínimo -razonó Giuliano en voz alta-. Y para esa fecha es posible que hayamos conseguido un entendimiento más sensato.

Mocenigo sonrió, y al hacerlo se le iluminó el semblante. -Me encantan los hombres que tienen esperanzas -dijo al tiempo que sacudía negativamente la cabeza-. Pero averiguad todo lo que podáis acerca del comercio, por todos los medios. Hay beneficios aperando, incluso a corto plazo. Ved qué opinan otros. Muchos están convencidos de que nos protegerá la Santísima Virgen.

Giuliano le dio las gracias y dejó descansar el tema por el momento. Pero no se le fue de la cabeza la naturalidad con que Mocenigo, un veneciano, había dicho «nosotros» al referirse a Constantinopla. Sugería un sentimiento de arraigo que él no podía olvidar ni echar en saco roto.

En los días siguientes exploró las tiendas de la calle Mese y el mercado de especias, repleto de perfumes intensos y aromáticos y de vivos colores. Habló con los venecianos del barrio, escuchó las bromas y las discusiones. En Venecia la mayoría de las riñas tenían que ver con el comercio; aquí eran acerca de la religión, de la fe frente al pragmatismo, de la conciliación frente a la lealtad. Algunas veces participaba en ellas, pero más para formular preguntas que para expresar opiniones.

No fue hasta la tercera semana cuando se aventuró más lejos, hasta lo alto de las colinas y las viejas calles de la periferia, donde encontró las siniestras marcas del fuego en las piedras y de tanto en tanto escombros y malas hierbas allí donde a principios de siglo había habido hogares, y por primera vez en su vida sintió vergüenza de ser veneciano.

Hubo una casa en concreto que captó su atención y se quedó mirándola bajo la lluvia, mientras el agua le resbalaba por la cara y le aplastaba el pelo. Tenía una pintura desvaída, en un mural, que representaba a una mujer con su hijo en brazos. Cuando la ciudad fue destrozada y quemada su madre aún no había nacido, pero seguramente se habría parecido a ella, joven y esbelta, con una túnica bizantina y un niño en el regazo, orgullosa, delicada, sonriendo al mundo.

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