CAPÍTULO 54

Giuliano salió de la casa de Zoé y echó a andar por la ancha calle, sin tener apenas conciencia de adonde se dirigía. El dolor que lo oprimía parecía tan inmenso, que amenazaba con desgarrarle la piel desde el interior y dominarlo por completo. Se sentía abrumado por la vergüenza y por la idea de que aquella mujer que él apenas recordaba -un rostro encantador, lágrimas, calidez y un aroma agradable- no sólo no lo había querido lo suficiente para no abandonarlo, sino que además se había rebajado a practicar el más despreciable de los oficios.

Él rara vez había recurrido a las rameras; era bien parecido y poseía encanto, por consiguiente no había tenido necesidad. Se estremeció con un sentimiento nuevo de asco hacia sí mismo al recordar las ocasiones en que sí se había acostado con prostitutas.

Apenas veía la calle que tenía alrededor. Las demás personas eran tan sólo manchas borrosas de color en movimiento. Tuvo ganas de vomitar. Sentía un frío glacial que le calaba los huesos y temblaba. Gracias a Dios, por lo menos su padre no llegó a saber que ella había muerto por su propia mano y alejada de la Iglesia, incluso en el momento de morir.

Cruzó la calle atestada, interrumpió el paso de los carros, los carreteros le gritaron algo que no penetró en su cerebro. Continuó bajando por la fuerte pendiente en dirección al barrio veneciano, siguiendo la orilla del mar.

Ella lo había traído al mundo, lo había llevado en su vientre y le había dado la vida. La odió por lo que había terminado siendo. Al lado de su padre había aprendido lo que era el cariño. El nombre de su madre era la última palabra que él había pronunciado. ¿Qué era Giuliano ahora, si negaba a su madre?

Maldita fuera Zoé Crysafés, ojalá fuera arrojada a un infierno de sufrimiento que le durase toda su vida… como le había ocurrido a él.

Anastasio había estado extraordinario. Era un verdadero amigo, primero lo había rescatado de que lo acusaran del asesinato de Gregorio Vatatzés, cosa que él se merecía por haber sido tan necio, cuando menos por eso, y después lo había defendido de Zoé. En ambas ocasiones dicha forma de actuar supuso un riesgo para sí mismo, ahora comprendía hasta qué punto. Y, sin embargo, no había pedido nada a cambio.

Pero, después de lo sucedido, ya no soportaría volver a estar con Anastasio. Era la única persona que había visto y oído, y no iba a ser capaz de olvidarlo, aunque sólo fuera por indignación contra Zoé. O por lástima. La lástima era lo que más dolía.

Antes de regresar a la casa en que se alojaba, recorrió los muelles, buscando barcos venecianos que pudiera haber en el puerto. Había dos. El primero era un mercante que se dirigía a Cesárea, y el segundo acababa de atracar y tenía previsto zarpar de regreso a Venecia en el plazo de una semana.

– Soy Giuliano Dandolo y estoy al servicio del dux -se presentó-. Busco un billete para volver a casa, a fin de informar al dux lo antes posible.

– Excelente -dijo el capitán con entusiasmo-. Un poco más temprano de lo que esperaba, pero excelente de todos modos. Bienvenido a bordo. Boito va a alegrarse mucho. Podéis utilizar mi camarote, así no os interrumpirán.

Giuliano no tenía idea de qué hablaba aquel hombre.

– ¿Boito? -repitió despacio, intentando encontrarle algún significado a aquel nombre.

– El emisario del dux -repuso el capitán-. Tiene varias cartas para vos, y no me cabe duda de que también otras cosas demasiado complejas o secretas para ponerlas en un papel. No estaba al tanto de que ya os había mandado recado, pero me dijo que pensaba hacerlo hoy, y lo antes posible. Venid, os acompaño.

En el estrecho pero bien provisto camarote que era el territorio del capitán, Giuliano se encontró sentado frente a frente con un hombre de cincuenta y pocos años, apuesto y de rostro alargado, que redactaba cartas de recomendación del dux. Dio las gracias al capitán y solicitó permiso para que nadie lo interrumpiera hasta que Giuliano y él hubieran finalizado sus asuntos.

En cuanto se cerró la puerta, Boito dirigió una mirada grave a Giuliano.

– Os conozco de otras ocasiones -le dijo-. Yo serví al dux Tiépolo. Debéis de tener noticias, para querer entrevistaros conmigo incluso antes de que yo os mandara recado de que me encontraba aquí. Habladme del barrio veneciano.

Giuliano había llevado a cabo la labor encomendada, había conversado con todas las familias importantes del barrio veneciano y, quizá lo más aleccionador, había hablado con hombres jóvenes en los cafés y las tabernas de los muelles y en los puestos de la calle en los que se servía la mejor comida. Habían nacido en territorio bizantino y sus lealtades estaban divididas.

– Los que aún tienen familia en Venecia es probable que permanezcan fieles a nosotros -dijo con prudencia.

– ¿Y los jóvenes? -dijo Boito con impaciencia.

– Ahora la mayoría de ellos son bizantinos. No han estado nunca en Venecia. Algunos se han casado con bizantinos, tienen aquí el hogar y el oficio. Siempre existe la posibilidad de que, si no los ha conmovido la lealtad a Venecia, tal vez logre conmoverlos la fe en la Iglesia de Roma.

Boito respiró muy despacio y relajó los hombros, si bien tan levemente que dicho gesto sólo se apreció en una mínima alteración de los pliegues de su manto.

– ¿Y vos creéis que la fe no los contendrá?

– Lo dudo -respondió Giuliano.

Boito frunció el entrecejo.

– Entiendo. ¿Y qué posibilidades hay de que Constantinopla acepte la unión con la Iglesia de Roma? Sé que algunos de los monasterios, quizá la mayor parte de las ciudades más alejadas y tal vez toda Nicea se negarán. Incluso hay miembros de la familia imperial en prisión por haberse negado.

Giuliano era veneciano, donde debían estar sus lealtades era en Venecia. Y se lo había prometido a Tiépolo. La idea de que su madre hubiera sido bizantina era demasiado amarga para tocarla siquiera. Y al fin y al cabo, los amigos que había hecho allí eran sobre todo venecianos. Constantinopla era Zoé Crysafés y personas como ella. Excepto Anastasio. Pero no se podía torcer el destino de naciones enteras ni el curso de una cruzada basándose en la amistad de una única persona, por muy apasionada, generosa o vulnerable que fuera ésta.

Anastasio no había dudado en arriesgar su vida para salvarlo a él de la acusación de haber asesinado a Gregorio. De hecho, ni siquiera le había preguntado si era culpable. Y se había mostrado dispuesto a enfrentarse a Zoé de un modo que ella no le perdonaría jamás. ¿Cómo puede hacer un hombre de honor para satisfacer las deudas contraídas con dos fuerzas opuestas?

– Necesitan más tiempo -contestó Giuliano haciendo un esfuerzo para traer de nuevo su pensamiento al momento que lo ocupaba y a aquel exiguo camarote forrado de madera, tan parecido a todos los demás en que había navegado-. Si se lo concedéis, es posible que comprendan la conveniencia de actuar así. Necesitan saber que no están traicionando la fe que entienden. No se le puede pedir a un hombre que niegue a su Dios y después nos jure lealtad a nosotros.

Boito formó una pirámide con sus dedos estrechos y alargados y contempló a Giuliano con expresión pensativa.

– Hay muy poco tiempo que concederles, queramos o no. El dux está seguro de que Carlos de Anjou ya está haciendo planes que lo harán avanzar considerablemente en su ambición de gobernar todo el este del Mediterráneo, incluidas las zonas de comercio y de influencia que pertenecen por derecho a Venecia. Estoy seguro de que vos no deseáis que suceda tal cosa.

Giuliano estaba perplejo.

– Pero Bizancio no detendrá a Carlos, porque no puede -dijo-. Los bizantinos son sagaces y sensatos, y también crueles, pero su poder está disminuyendo. Su fuerza se ha agotado. El saqueo de 1204 los devastó y todavía no se han recuperado.

Boito guardó silencio. Sus ojos tenían la mirada perdida. Por fin sonrió.

– Lo que necesitamos es información, en estos momentos. El dux ha de saber con exactitud qué obstáculos se interponen en el camino del rey de las Dos Sicilias y en su ambición de ser también rey de Jerusalén.

Su expresión era enigmática. No dijo si dichos obstáculos habían de ser eliminados o reforzados. Giuliano tuvo la viva impresión de que bien podía tratarse de lo segundo.

– Para ser más concreto -siguió diciendo Boito-, el dux debe conocer la situación militar de Palestina y cuál sería la predicción que haría un hombre inteligente respecto del futuro. Digamos, para los tres o cuatro próximos años.

Giuliano dio vueltas a aquella idea. Era una información de la máxima importancia, quizá para la totalidad de la cristiandad y para el futuro del mundo. Si Carlos conquistara Tierra Santa y unificara los cinco patriarcados antiguos, formaría el reino más poderoso de Occidente.

– Veo que sí comprendéis -dijo Boito con una sonrisa más cálida-. Os sugiero que viajéis por la ruta más segura que sea posible, y la más discreta, que sería la que va desde aquí hasta Acre bordeando la costa de Palestina, y a partir de ahí podéis dirigiros hacia el interior del continente. Siempre hay peregrinos. Sumaos a uno de esos grupos, y de momento pasaréis inadvertido. Cuando regreséis, informaréis al dux en persona. A nadie más. ¿Queda claro?

– Por supuesto.

– El dux necesita ojos y oídos de los que pueda fiarse. Así como vos, Dandolo, amáis la ciudad de vuestros ancestros y estáis en deuda con ella, por ser una ciudad que os ha dado esperanza y honor, ofrecedle vos ahora este servicio, en aras del futuro.

– Lo haré. No había ninguna otra respuesta posible para Giuliano. Y, aparte de todo, se lo había prometido a Tiépolo.

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