Vicenze regresó a su casa de mal humor.
– ¿Qué tal vuestro viaje a Bitinia? -le preguntó Palombara.
– Inútil -saltó Vicenze-. Únicamente fui porque era mi sagrado deber intentarlo. -Lanzó a Palombara una mirada malévola, levemente suspicaz de lo que éste pudiera saber o adivinar-. Uno de los dos ha de hacer algo para doblegar a este pueblo tan obstinado, o dejarle espacio para que se condene él solo sin remedio.
– Así pues, hagamos lo que hagamos, estaremos justificados. -Palombara se asombró del resentimiento con que dijo aquello.
– Exacto -corroboró Vicenze-. Ha sido un último intento.
– ¿El último?
Vicenze enarcó las cejas, y en el frío de sus ojos se vio un brillo de satisfacción.
– La semana próxima regresamos a Roma. ¿Lo habíais olvidado? -Claro que no -respondió Palombara.
De hecho había pensado que faltaba un poco más. Había estado reflexionando con cierto nerviosismo sobre qué iba a decirle al Papa, en qué términos iba a explicarle las razones por las que no habían logrado recabar más apoyos para el acuerdo. Había llegado al punto de creer firmemente que Miguel podría conducir a su pueblo de tal forma que diera suficientemente la impresión de que se había consumado la unión con Roma y que se podía ocultar el hecho de que existiera un cierto grado de independencia. Las personas siempre sostendrían creencias diferentes según el lugar, la clase social y el nivel de riqueza, de cultura o de necesidad emocional. Pero no creía que el Papa Juan se sintiera muy complacido con ello. Era una respuesta eminentemente práctica, pero no una victoria política.