CAPÍTULO 07

A primeros de octubre Zoé envió un recado a Ana, en el cual le solicitaba que la atendiera de inmediato. Zoé la atraía como una llama peligrosa, imprevisible, en ocasiones destructiva, pero por encima de todo una llama muy brillante, y Ana tenía necesidad urgente de obtener más información.

Al llegar, Zoé la recibió inmediatamente, lo cual era en sí mismo un cumplido. Hoy iba ataviada con una túnica de color rojo vino y una dalmática ligera encima, sujeta en el hombro con una enorme joya de oro y ámbar. Más oro y ámbar le colgaban de las orejas y le rodeaban el cuello, a juego con el filo bordado de las prendas. Con sus ojos de topacio y su cabello bronce oscuro, desprendía una belleza sobrecogedora.

– ¡Ah! Anastasio -exclamó calurosamente al tiempo que acudía sonriente al encuentro de Ana-. ¿Qué tal va vuestro oficio? Mis amistades me han dado buenos informes de vos.

Era una pregunta cortés, y formulada con entusiasmo. También tenía por finalidad recordarle que la mayoría de sus mejores pacientes, los que tenían dinero, pagaban puntualmente y la recomendaban a otros conocidos, le habían llegado gracias a ella.

– Bien, y mejorando todo el tiempo -respondió Ana-. Os estoy agradecida por recomendarme.

– Me alegra haber sido de utilidad -repuso Zoé. Agitó una elegante mano, de uñas afiladas y adornada con sortijas, para indicar una mesa sobre la que reposaban una jarra de vino, varias copas y un cuenco de cristal verde lleno de almendras.

– Os lo agradezco -dijo Ana como si aceptara, pero sin hacer ningún movimiento. Estaba demasiado tensa, debido a la expectación de saber qué deseaba Zoé. Parecía gozar de buena salud, aunque en parte se debiera a sus propias pociones y bálsamos y a una gran dosis de fuerza de voluntad-. ¿En qué puedo serviros? -preguntó Ana. Había aprendido a no hacer cumplidos a las mujeres como si fuera un hombre completo, ni a compadecerlas como si fuera otra mujer. Zoé sonrió, divertida.

– Os dais prisa en ir al grano, Anastasio. ¿Os he apartado de otro paciente? -La estaba sondeando, viendo cómo Ana caminaba por el filo de la navaja, entre la adulación y la verdad, sin perder su dignidad, manteniendo el respeto por su habilidad profesional y aun así mostrándose disponible para lo que Zoé pudiera desear. Todavía no podía permitirse el lujo de negarse, y ambas lo sabían. En este caso Zoé no era una paciente; sin embargo, sería una arrogancia absurda por parte de Ana imaginar siquiera que estaban en el mismo nivel social. Ella era un eunuco de provincias que se ganaba la vida con su trabajo; Zoé pertenecía a una familia aristocrática, y no sólo era nativa de aquella ciudad, sino casi la personificación de su alma.

Ana midió sus palabras, sonriendo ligeramente:

– ¿No me habéis llamado como médico?

Los ojos dorados de Zoé relampaguearon al lanzar una carcajada.

– Buena suposición. Se trata de una amiga, una joven llamada Eufrosina Dalassena. Sufre una enfermedad de la piel que le causa cierta vergüenza. Vos parecéis estar muy versado en esas dolencias. Le he dicho que iréis a verla. -Aquello era sencillamente una afirmación.

Ana tragó el aguijón de arrogancia que suponía que se reconociera tan poco su valía. Aun así, Zoé captó dicha vacilación y supo lo que significaba. Y se sintió complacida.

– Si me decís dónde puedo encontrarla, iré a verla -respondió Ana.

Zoé asintió despacio, satisfecha, y le dio las señas de la calle y de la casa.

– Id con urgencia, os lo ruego. Examinadla con atención, tened en cuenta su mente, además de su cuerpo. Tengo interés en saber cómo evoluciona. ¿Me entendéis?

– Para mí será un placer informaros de que se encuentra bien, o no tan bien -replicó.

– ¡No es su piel lo que me importa! -saltó Zoé-. Vos podéis ocuparos de eso, no me cabe duda. Acaba de enviudar. Me interesa saber cómo se encuentra, conocer la fuerza de su carácter.

Ana titubeó, no muy segura de si debía reprimir o no lo que sabía que podía decir, pero decidió que no merecía la pena. Zoé se pondría furiosa sin motivo alguno. Más adelante decidiría cuánto contarle.

– Iré inmediatamente -dijo con aire digno.

Zoé sonrió.

– Os lo agradezco.


Eufrosina Dalassena se encontraba al final de la veintena, pero le dio la impresión de ser más joven. Poseía unas facciones excelentes y debería resultar encantadora, pero irradiaba una cierta insulsez, y Ana se preguntó si sería a causa de su enfermedad. Estaba tendida en un diván, sin adornos en su cabellera de color castaño claro y con el semblante un tanto pálido. A Ana la condujo una criada que se quedó aguardando en aquella estancia decorada de modo poco imaginativo, de pie en la entrada.

Ana se presentó y formuló todas las preguntas habituales acerca de los síntomas. A continuación examinó la dolorosa erupción que mostraba Eufrosina en la espalda y en la parte inferior del abdomen. Le pareció que tenía un poco de fiebre, y se notaba a las claras que se sentía violenta y angustiada por su mal. Su mirada no se apartó ni un momento del rostro de Ana, a la espera del veredicto, intentando interpretar todas sus expresiones.

Por fin no pudo aguantar más.

– Voy a confesarme cada dos días, y no conozco ningún pecado del que no me haya arrepentido -exclamó Eufrosina-. He ayunado y rezado, pero no se me ocurre nada. ¡Os lo ruego, ayudadme!

– Dios no os castiga por lo que no podéis evitar -dijo Ana rápidamente, y de inmediato se percató de su atrevimiento. Aquélla era una convicción suya, pero ¿cuál era la doctrina de la Iglesia? Sintió que le subía la sangre a la cara.

La lógica de Eufrosina era perfecta.

– En ese caso, tengo que poder evitarlo -afirmó con tristeza-. ¿Qué es lo que no he hecho? He rezado a san Jorge, que es el patrón de las enfermedades de la piel, pero de muchas otras cosas. Así que también he rezado a san Antonio Abad, por si acaso debiera ser más concreta. Asisto a misa todos los días, me confieso, doy limosna a los pobres y hago ofrendas a la iglesia. ¿En qué me he quedado corta para que me haya sucedido esto? No lo entiendo.

Se recostó en el diván.

Ana respiró hondo para decir que su mal no tenía nada que ver con ninguna clase de pecado, ni de omisión ni de comisión, y entonces cayó en la cuenta de que aquello podía ser interpretado como herejía.

Eufrosina seguía mirándola fijamente. Tenía la piel empapada de un sudor que también le dejaba el pelo lacio. Ana debía contestarle algo, o de lo contrario perdería la fe que Eufrosina tenía en ella.

– ¿Podría ser que vuestro pecado consista en no confiar lo bastante en el amor de Dios? -le dijo, sorprendida de ella misma-. Voy a daros una medicina que debéis tomar y un ungüento que vuestra doncella debe aplicaros en las ampollas. Cada vez que lo hagáis, rezad y creed que Dios os ama, personalmente.

– Pero ¿cómo? -dijo Eufrosina, sintiéndose desdichada-. Mi esposo murió joven, antes de poder lograr la mitad de las cosas que podría haber tenido, ¡y yo ni siquiera le di un hijo! Ahora me aflige una enfermedad que me afea tanto que no me deseará ningún otro hombre. ¿Cómo va a amarme Dios? Estoy haciendo algo mal, y ni siquiera sé qué es.

– En efecto, así es -respondió Ana con vehemencia-. ¿Cómo os atrevéis a tacharos de fea o inútil? Dios no necesita que lo hagáis todo bien, porque nadie logra algo semejante, pero sí espera que lo intentéis y que confiéis en Él.

Eufrosina se la quedó mirando, estupefacta.

– Comprendo -dijo, desaparecida toda confusión-. Me arrepentiré inmediatamente.

– Y usad también la medicina -advirtió Ana-. Dios nos ha dado hierbas y aceites, e inteligencia para comprender para qué sirven. No rechacéis ese don. Eso sería ingratitud, que también es un pecado muy grave. -Y que además haría que todo aquel ejercicio resultara inútil, pero eso no podía decírselo.

– ¡La usaré! ¡La usaré! -prometió Eufrosina.


Una semana después, Eufrosina estaba completamente curada, lo cual hizo pensar a Ana que quizás una buena parte de la fiebre se debiera al miedo de una culpabilidad imaginaria.

Fue a informar a Zoé, tal como ésta le había solicitado, y esta vez tuvo que esperar casi media hora antes de ser recibida. En el momento en que vio la expresión de Zoé supo que ésta ya estaba al tanto de la recuperación de Eufrosina. Y muy probablemente sabía también cuánto dinero le habían pagado a ella, pero no podía permitirse dejar ver su irritación. De nuevo dio las gracias a Zoé por haberla recomendado.

– ¿Qué impresión sacasteis de ella? -preguntó Zoé con naturalidad. Hoy iba vestida de azul oscuro y oro. Combinado con el color cálido del cabello y de los ojos, el efecto resultaba soberbio. Había ocasiones en las que Ana anhelaba, casi con dolor físico, volver a vestirse de mujer y adornarse el cabello. Así podría enfrentarse a Zoé en un pie de igualdad. Se obligó a sí misma a acordarse de que Justiniano se encontraba en lo estéril del desierto de Judea, posiblemente incluso vestido con telas de arpillera, y a recordar que aquélla era la razón de que ella estuviera haciéndose pasar por eunuco. ¿Imaginaría su hermano que se había olvidado de él?

Zoé estaba esperando, con gesto de impaciencia.

– ¿Tan negativa es vuestra opinión, que no podéis responderme con sinceridad? -exigió-. Me lo debéis, Anastasio.

– Es crédula-contestó Ana-. Una joven dulce, muy sincera, pero fácil de persuadir. Obediente, demasiado temerosa para no serlo.

Zoé abrió unos ojos como platos.

– No tenéis pelos en la lengua -comentó divertida-. Sed prudente. No podéis daros el lujo de pellizcar a quien no debéis.

Ana comenzó a sudar de pronto, pero no desvió la mirada. Sabía que no debía dejar que Zoé advirtiera ninguna flaqueza.

– Habéis pedido la verdad. ¿Debería deciros otra cosa?

– Jamás -repuso Zoé con los ojos relucientes como gemas-. O, si mentís, hacedlo tan bien que yo no os descubra.

Ana sonrió.

– Dudo que pudiera hacer algo así.

– Resulta interesante que tengáis el buen juicio de decir eso -respondió Zoé en voz baja, casi un ronroneo-. Hay una cosa que quisiera que hicierais por mí. Si un mercader llamado Cosmas Cantacuzeno os pide vuestra opinión respecto del carácter de Eufrosina, que podría ocurrir, os ruego que seáis igual de franco con él. Decidle que es una joven sincera, obediente y carente de malicia.

– Por supuesto -repuso Ana-. Os agradecería que me dijerais algo más respecto de Besarión Comneno.

Era una pregunta audaz, y no tuvo tiempo para pensar algo que explicara aquel súbito interés por su parte. Pero Zoé tampoco le había dicho la razón por la que deseaba recomendar a Eufrosina a Cosmas.

Zoé se acercó a la ventana y contempló el intrincado dibujo que formaban los tejados.

– Supongo que os referís a su muerte -dijo, tajante-. Porque su vida carecía de interés. Estaba casado con mi hija, pero era un hombre aburrido. Piadoso y frío.

– ¿Y por eso lo mataron? -dijo Ana con incredulidad.

Zoé se dio la vuelta lentamente y recorrió a Ana con la mirada, empezando por el rostro de mujer disfrazado de eunuco, desprovisto de la barba masculina y sin suavizar por las curvas y los adornos femeninos, y siguiendo por el cuerpo, ceñido a la altura del pecho y con un relleno desde el hombro a la cadera para ocultar la curva natural.

Ana sabía cuál era su apariencia física, había trabajado en ella detenidamente para obtener aquel resultado. Y en cambio, en ocasiones como aquélla, en presencia de una mujer que era hermosa, incluso ahora, la odiaba. Su cabello, que no le llegaba más allá de los hombros, en realidad formaba su rostro. Lo tenía menos armado que los complicados peinados que llevaban las mujeres, pero aun así echaba de menos los alfileres y ornamentos que usaba en otra época. Y más que aquello echaba en falta el color aplicado a las cejas, los polvos para igualar el tono de la piel, el color artificial para que los labios parecieran menos pálidos.

En eso, se oyeron las pisadas de un criado que atravesaba la estancia contigua.

Ana se obligó a recordar el terror que había sufrido Zoé cuando se produjo las quemaduras, lo patente del dolor que la invadió y la redujo a un ser humano necesitado.

Zoé advirtió un cambio en ella, y no lo entendió. Hizo un mínimo gesto de encogerse de hombros.

– No fue un incidente aislado -señaló-. Un año antes de su muerte fue agredido en la calle. No llegamos a saber si fue un intento de robo o que quizás uno de sus guardaespaldas quiso aprovechar la oportunidad de apuñalarlo en la refriega, pero le salió mal. Sólo consiguió acuchillarlo una vez, pero fue una herida bastante profunda.

– ¿Y por qué iba a hacer algo así uno de sus guardaespaldas? -quiso saber Ana.

– No tengo la menor idea -contestó Zoé, y al instante vio, a juzgar por la expresión de Ana, que aquello había sido un error. Zoé siempre lo sabía todo, y jamás reconocía su ignorancia. Ahora, con el fin de compensar aquella desventaja, atacaría-. Fue antes de que llegarais vos -dijo-. ¿Por qué os interesa?

– Necesito conocer a amigos y enemigos -le contestó Ana-. Parece que la muerte de Besarión todavía interesa a mucha gente.

– Por supuesto -dijo Zoé en tono áspero-. Pertenecía a una de las antiguas familias imperiales y encabezaba la causa contraria a la unión con Roma. Muchas personas tenían sus esperanzas depositadas en él.

– ¿Y en quién las depositan ahora? -inquirió Ana demasiado precipitadamente.

En los ojos de Zoé brilló un destello de diversión.

– Vos imagináis que ése fue un motivo para alcanzar la santidad, o que Besarión fue una especie de mártir.

Ana se sonrojó, furiosa consigo misma por haber abierto la puerta a semejante observación.

– Quiero saber dónde están las lealtades, por mi propia seguridad.

– Muy sensato -respondió Zoé en voz baja, con un breve gesto de aprecio y una ligera risa para sus adentros-. Y si conseguís saber eso, seréis la persona más inteligente de todo Bizancio.

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