Vestida una vez más como un peregrino y obligándose a sí misma a adoptar nuevamente las costumbres y los ademanes de un eunuco, al principio, en la puerta de Sión, Ana solicitó al jefe de la caravana viajar con ellos al desierto del Neguev hasta el monasterio de Santa Catalina, en el Sinaí. Todavía conservaba una gran cantidad del dinero que le había dado Zoé, más de lo necesario para pagarse el pasaje. El hombre pasó unos minutos regateando el precio, pero quedaba poco tiempo y la cantidad que ofrecía ella era cuantiosa, incluso generosa.
Estaban a finales de enero y hacía frío. Ana no estaba acostumbrada a montar en burro, pero como no había otra alternativa aceptó la ayuda de uno de los guías, un hombre de piel oscura y rostro apacible que hablaba una lengua de la que entendió tan sólo unas cuantas palabras, pero su tono de voz era tan explícito que hasta los camellos le obedecían.
La caravana que dejó Jerusalén llevaba, según Ana pudo contar, unos quince camellos, veinte asnos y aproximadamente cuarenta peregrinos, además de varios hombres que cuidaban de los camellos y de los asnos, y dos guías. Por lo visto, era un número reducido para lo que era habitual.
El viaje comenzó siendo fácil, siguiendo el camino que se dirigía al sur. El primer lugar de cierta importancia por el que pasaron se hallaba desolado y Ana no vio que tuviera nada especial, hasta que el hombre que montaba el burro de al lado se santiguó y empezó a rezar sin descanso, como si pretendiera alejar algún mal. Ana se sorprendió al percibir el miedo que traslucía su tono de voz.
– ¿Estáis enfermo? -preguntó, preocupada.
El otro hizo en el aire la señal de la cruz.
– Aceldama -dijo con voz ronca-. ¡Reza, hermano, reza!
Aceldama. Claro. El «campo de sangre» en el que se mató Judas. Cosa sorprendente, el sentimiento que invadió a Ana no fue el miedo, sino una abrumadora piedad. ¿De verdad era una senda de la que no se podía retornar?
Cuando dejaron atrás Aceldama y salieron al desierto, siempre movedizo, siempre cambiante, no quedó en él nada más que un viejo desconsuelo.
En la primera noche Ana se sintió helada y agarrotada, demasiado cansada para dormir y muy irritada por la incomodidad del lugar: tres cobertizos sucios, en los que se acurrucaron todos juntos en un intento de descansar a fin de recuperar fuerzas para el día siguiente.
Supuso un alivio tomar algo de comer y de beber y dar comienzo a la jornada, porque al menos con el movimiento uno entraba en calor, incluso con el viento, al contrario que estando tumbado.
El paisaje fue pasando del blanco y negro a otros colores más desvaídos, un panorama de formas difuminadas por el frío y el calor, casi desprovistas de vida a excepción de algún que otro tamarisco raquítico y poblado de espinas. La arena, que inicialmente era de tono claro, fue adquiriendo un color casi negro y se hizo lisa y dura, cubierta de piedrecillas. A lo lejos se divisaban unas montañas negras y escarpadas. El viento rugía y acribillaba a la caravana con finas partículas de arena, como miríadas de picaduras de insectos. Los guías les dijeron en tono jovial que en otras épocas del año era aún peor.
Les advirtieron que no debían apartarse de la caravana por ningún motivo. Salirse de ella era invitar a la muerte. Uno podía perderse en cuestión de minutos, desorientarse y perecer a causa de la sed. Las regiones que se extendían más allá del camino conocido estaban sembradas de los huesos blanqueados de los necios.
Por la noche el firmamento era negro como el azabache y estaba cuajado de estrellas tan bajas que parecían encontrarse al alcance de la mano. Bellas y extrañas, ejercían una fascinación tan profunda que a Ana le costó trabajo apartar la mirada y recordar que si quería sobrevivir debía dormir.
Así fueron transcurriendo los días. El paisaje cambió, el horizonte ilimitado dio paso a colinas unidas unas a otras. El desierto negro se transformó en otro pálido, incluso blanco, atravesado por líneas y sombras grises. Por fin, al decimoquinto día, casi como si se hubiera apartado una nube, surgieron frente a ellos dos formidables macizos rocosos, separados por un profundo desfiladero de paredes escarpadas.
– Las montañas de Moisés -anunció el jefe de la caravana henchido de orgullo-. Horeb y Sinaí. Subiremos a ellas y llegaremos antes de que caiga la noche.
Ana calculó que ya debían de encontrarse a varios miles de pies sobre Acre y sobre el mar.
Por fin llegaron a los muros exteriores de Santa Catalina, una inmensa fortaleza de forma cuadrada que se erguía treinta o cuarenta pies por encima de ellos y que se hallaba enclavada entre las cumbres del monte Horeb y el monte Sinaí. Había sido construida con enormes sillares tallados en aquella roca lisa y del color del polvo, dispuestos con tal perfección que apenas se podía introducir la hoja de un cuchillo entre uno y otro.
La única forma de penetrar en dicha fortaleza consistía en llamar al centinela y solicitar la entrada. Si ésta era concedida, se abría una portezuela en lo alto de la que se descolgaba una soga. El visitante tenía que meter un pie en el lazo y, cuando le dieran la orden, dejar que lo izaran.
Tras unos breves momentos de vacilación, y tras aferrarse con desesperación a la soga, Ana fue izada por la pared exterior del majestuoso muro, con una sensación de mareo y sin apenas darse cuenta de lo que sucedía a su alrededor. En el horizonte occidental brillaba el sol en tonos morados y rojos.
Le habría gustado contemplar aquel paisaje hasta que hubiera desaparecido el último retazo de sol, pero ya notaba las manos sudorosas, asidas a la cuerda. Le dolían tanto las piernas que le resultaba difícil mantenerlas rectas. Un anciano monje la saludó con amabilidad, pero con escaso interés; a lo mejor estaba tan acostumbrado a ver peregrinos que ya todos le parecían iguales. Eran muchos los que llegaban allí con sueños imposibles, esperando milagros del lugar en que Moisés vio la zarza ardiente desde la que le habló Dios.