Palombara regresó por fin a Roma en febrero de 1281. El día siguiente a su vuelta, advirtió un leve rumor de emoción en las calles mientras se dirigía a San Pedro y el Vaticano. En el aire flotaba una energía especial, a pesar del frío, del viento y de la lluvia que empezaba a caer.
Llegó a la amplia plaza y la atravesó en dirección a los escalones que conducían al Vaticano. Al pie había un grupo de sacerdotes jóvenes. Uno de ellos soltó una carcajada, otro lo reprendió suavemente en francés. En eso, repararon en la presencia de Palombara y lo saludaron cortésmente con un marcado acento italiano.
– Buenos días, excelencia.
Palombara se detuvo.
– Buenos días -contestó a su vez-. He estado varias semanas navegando, de regreso de Constantinopla. ¿Tenemos ya un nuevo pontífice?
Uno de los jóvenes curas abrió unos ojos como platos.
– Oh, sí, excelencia-respondió-. Se ha restablecido el orden, y ahora tendremos paz. Gracias a los buenos oficios de su majestad de las Dos Sicilias.
Palombara se quedó petrificado.
– ¿Cómo? Quiero decir, ¿qué oficios podría ejercer él?
Los jóvenes se miraron unos a otros.
– El Santo Padre lo restauró en el cargo de senador de Roma. -Tras ser elegido -señaló Palombara.
– Naturalmente. Pero las tropas de su majestad tuvieron rodeado el palacio papal de Viterbo hasta que los cardenales llegaran a un acuerdo. -El joven sonrió de oreja a oreja-. Eso les aclaró maravillosamente las ideas.
– Y deprisa -añadió uno de los otros con una breve risita.
– ¿Y quién es nuestro Santo Padre? -preguntó Palombara. A buen seguro que era francés.
– Simón de Brie -respondió el primero de los jóvenes-. Ha adoptado el nombre de Martín IV.
– Gracias -dijo Palombara con dificultad. Había ganado la facción francesa. Era la peor noticia que le podían dar. Se volvió para comenzar a ascender por los escalones.
– El Santo Padre no se encuentra aquí -le dijo uno de los curas cuando ya se iba-. Vive en Orvieto, o si no en Perugia.
– Roma está gobernada por su majestad de las Dos Sicilias -agregó el primero, solícito-. Carlos de Anjou.
En los días que siguieron llegó a apreciar lo contundente que era la victoria de Carlos de Anjou. Había supuesto que la superación de la brecha que separaba a Roma de Bizancio era un hecho consolidado, pero descubrió que aún quedaban cabos sueltos al oír comentar a la gente de su alrededor que finalmente iban a poner fin a la indecisión y los embustes de Miguel Paleólogo e imponer por la fuerza la obediencia verdadera, una victoria para la cristiandad que realmente tuviera peso.
Por fin mandaron llamar a Palombara cuando Martín IV se encontraba en una de sus raras visitas a Roma. Los rituales fueron los mismos de siempre: la profesión de lealtad, el fingimiento de confianza, respeto mutuo, y naturalmente fe en que terminarían logrando el triunfo.
Palombara observó a Simón de Brie, actualmente Martín IV, se fijó en su barba blanca y sus ojos claros, y sintió que lo inundaba una oleada de frío glacial. No le gustaba aquel hombre, y desde luego no se fiaba de él. Había pasado la mayor parte de su carrera siendo consejero diplomático del rey de Francia, y las antiguas lealtades no desaparecen con tanta facilidad.
Al contemplar el rostro duro y ancho del nuevo pontífice, Palombara tuvo la absoluta certeza de que, a su vez, Martín tampoco sentía agrado ni confianza hacia él.
– He leído los informes que habéis redactado sobre Constantinopla y sobre la obstinación del emperador Miguel Paleólogo -dijo Martín. Hablaba en latín, pero con un considerable acento francés-. Nuestra paciencia se ha agotado.
A Palombara le gustaría saber si el nuevo Papa utilizaba el plural porque su cargo le daba derecho a pensar en sí mismo de manera mayestática, o porque efectivamente incluía a sus consejeros y asesores. Cada vez tenía más miedo de que se refiriera a Carlos de Anjou.
– Es mi deseo que regreséis a Bizancio -continuó Martín sin mirar a Palombara, como si los sentimientos de éste no importaran lo más mínimo-. Allí os conocen y, lo más importante, vos los conocéis a ellos. Es preciso resolver la situación, ya se ha alargado demasiado.
Palombara se preguntó por qué no enviaba a un francés, pero en el momento mismo en que se planteó dicha pregunta le vino a la mente la respuesta. En ello no había gloria ni fracaso. Levantó la vista y la clavó en la mirada fría y de leve regocijo del Santo Padre.
Martín alzó una mano para impartirle la bendición.