CAPÍTULO 57

Una semana después, tras visitar al último paciente de la mañana, Ana se encontraba en la cocina cuando en eso entró Leo trayendo una carta de Zoé Crysafés.

«Querida Anastasia: Acabo de recibir noticias de la máxima importancia en relación con la verdadera fe que ambas profesamos. Necesito informaros de los detalles lo antes posible. Os ruego que consideréis urgente este asunto y vengáis a verme hoy mismo. Zoé.»

La manera en que estaba escrito su nombre, empleando el femenino en vez del masculino, constituía un velado recordatorio del poder que tenía Zoé sobre ella. No se atrevió a rechazarla.

No había ninguna decisión que tomar.

– Tengo que ir a ver a Zoé Crysafés. -Ana no quería asustar a Leo diciéndole que Zoé conocía su secreto-. Es algo que tiene que ver con la Iglesia, será interesante.

Pero el interés era el sentimiento que más lejos tenía de su mente cuando la hicieron pasar a la habitación de Zoé. La sensación de pánico y de pérdida del encuentro anterior pareció cernerse otra vez sobre ella, como si nunca pudiera eludirla. Se sintió igual que debió de sentirse Giuliano, cuando al menor movimiento que hiciera, ella alcanzaría a ver el dolor que se reflejaba en su semblante.

Zoé fue hacia ella con elegancia suprema, la cabeza alta y la espalda recta. La seda azul oscura de su túnica le ondeó alrededor de los tobillos sin ningún ornamento de oro, sencilla como el cielo del crepúsculo.

– Os agradezco que hayáis venido tan deprisa -dijo-. Tengo una noticia notable, pero antes debo pediros que me juréis que la guardaréis en secreto. Una promesa que me hagáis a mí no vale de nada; prometed a María, Madre de Dios, que no contaréis este secreto a nadie. ¡Os hago responsable! -Sus ojos dorados relampaguearon con una súbita llamarada de pasión.

Ana estaba atónita.

– ¿Y si no lo prometo? -inquirió.

– Eso no es necesario ni tenerlo en cuenta -replicó Zoé sin perder la sonrisa-, porque lo prometeréis. Revelar un secreto puede resultar sumamente doloroso. Incluso puede matar. Pero eso ya lo sabéis vos. Dadme vuestra palabra.

Ana sintió que le ardía la cara. Se había metido ella sola en la trampa.

– Se lo prometo a María, Madre de Dios -dijo con un leve sarcasmo.

– Bien -respondió Zoé de inmediato-. Resulta de lo más apropiado. De todos es sabido que los venecianos robaron el Sudario de Cristo de Santa Sofía, junto con un clavo de la verdadera cruz. Es la reliquia más sagrada del mundo, y sólo Dios sabe dónde se encuentra ahora. Probablemente en Venecia, o tal vez en Roma. Son todos ladrones. -Se esforzó por reprimir su indignación, pero fracasó-. Y también la corona de espinas -agregó-. Pero me ha llegado una noticia procedente de Jerusalén relativa a la existencia de otra reliquia, tan importante como ésas. Acaba de salir a la luz, después de más de mil doscientos años.

Ana procuró no preocuparse. No debía olvidar que, por encima de todo, Zoé era una criatura vengativa y engañosa. Tan sólo un necio se fiaría de ella. Sin embargo, le preguntó a Zoé de qué se trataba, y casi contuvo la respiración aguardando la respuesta.

La sonrisa de Zoé se amplió.

– El retrato de la Madre de Dios, pintado por san Lucas -dijo con un hilo de voz-. Imaginaos. Era médico, igual que vos. Y artista. La vio en persona, tal como ahora nos estamos viendo vos y yo. -Hablaba con la voz enronquecida por la emoción-. Tal vez ella fuera mayor, pero su rostro expresaba toda la pasión y toda la pena del mundo. -Zoé tenía en los ojos una expresión maravillada-. María, una mujer ya anciana que había traído al mundo al Hijo de Dios y que en el momento de su muerte estuvo al pie de la cruz, impotente para salvarlo. María, que supo que su hijo había resucitado, no por medio de la fe ni por sus creencias, ni tampoco por los sermones de los sacerdotes, sino porque ella misma lo vio.

– ¿Dónde está esa pintura? -preguntó Ana-. ¿Quién la tiene? ¿Cómo sabéis que es auténtica? Los fragmentos de la verdadera cruz que se venden a los peregrinos son tantos que con ellos se podría formar un bosque.

– Su existencia ha sido confirmada -respondió Zoé con calma, viendo la victoria.

– ¿Por qué me contáis esto? -Ya temía la respuesta. Zoé no pestañeó.

– Porque quiero que vayáis a Jerusalén a comprarla para mí, naturalmente. No finjáis ser idiota, Anastasia. Por supuesto que os proporcionaré el dinero necesario. Cuando regreséis con esa pintura, se la regalaré al emperador, y Bizancio volverá a tener en su poder una de las grandes reliquias de la cristiandad. La Santísima Virgen es nuestra patrona, nuestra guardiana y nuestra abogada ante Dios. Ella nos protegerá de Roma, ya sea de la violencia de los cruzados o de la corrupción de los Papas.

Ana estaba estupefacta. De pronto se le ocurrió otra idea. Zoé acababa de decir que tenía intención de regalarle la pintura al emperador, no a la Iglesia. ¿Sabía Miguel sin asomo de duda que era Zoé la que tenía previsto matarlo la otra vez, y que esto era un trueque a cambio de que él la dejase en libertad, incluso le permitiese conservar la vida?

– ¿Por qué yo? -preguntó-. Yo no sé nada de pinturas. Zoé puso cara de honda satisfacción.

– Porque me fío de vos -contestó suavemente-. Vos no me traicionaréis, porque para eso tendríais que traicionaros vos misma… y también a Justiniano. Y eso no lo vais a hacer. Olvidáis que os conozco a fondo, y haríais bien en recordarlo.

– No puedo viajar sola a Jerusalén -señaló Ana-. Y menos aún podría regresar sin una guardia armada, si he de llevar conmigo semejante reliquia. -Su corazón latió deprisa al pensar que Jerusalén estaba cerca del Sinaí. Podría ver a Justiniano. Se preguntó si Zoé habría pensado en ello.

– No espero que hagáis tal cosa -replicó Zoé. Dirigió la vista hacia la ventana, por la que se veía cómo iba menguando la luminosidad del cielo-. Ya he hecho indagaciones para procuraros un pasaje, y lo he dispuesto todo para que viajéis perfectamente a salvo. Excepto a salvo de los rigores de una travesía por mar, pero eso es inevitable. Hay un barco fletado y comandado por un veneciano que está a punto de zarpar con rumbo a Acre, ciudad desde la cual el capitán, imagino que con la guardia adecuada, continuará viaje a Jerusalén. Están dispuestos, a cambio de una gratificación que les pagaré, a permitir que los acompañéis. El capitán estará al tanto de vuestra misión, pero nadie más.

– ¿Un veneciano? -Ana estaba horrorizada-. Permitirán que me haga con la pintura y después me la robarán, probablemente me arrojarán por la borda y vos no llegaréis a verla jamás.

– Ese capitán, no -replicó Zoé, como si algo la divirtiera secretamente-. Porque es Giuliano Dandolo. Tan sólo le he dicho que se trata de la efigie de una madonna bizantina para la que posó la hija de un mercader, o tal vez su madre. Debéis limitaros a decirle eso.

Ana se quedó rígida.

– ¿Y si… si me niego? -balbució.

– Si os negáis, ya no me sentiré obligada a guardar discreción acerca de vuestra… identidad -dijo Zoé-. Ni con el emperador, ni con la Iglesia ni con Dandolo. Aseguraos muy bien de que es eso lo que deseáis, antes de provocarlo.

– Iré -dijo con voz queda.

Zoé sonrió.

– Por supuesto que iréis -corroboró encantada. Tomó un paquete que había sobre la mesa que tenía al lado y se lo tendió a Ana-. Aquí tenéis el dinero, las instrucciones y un salvoconducto para vos con la firma del emperador. Id con Dios, y que la Santísima Virgen os proteja. -Y a continuación se persignó devotamente.


En el ajetreado muelle, Ana llegó hasta un barco veneciano, provisto de tres mástiles, velas latinas y una popa elevada. Era ancho de manga, y ella calculó que mediría por lo menos cincuenta pasos de una punta a la otra. Preguntó al marinero que estaba al pie de la pasarela, le dio su nombre y el de Zoé, y le permitieron subir a bordo. Halló a Giuliano en la cubierta. Iba vestido con calzas y un jubón de cuero, muy diferente de la túnica y los ropajes cortesanos que lo había visto usar en la ciudad. De pronto se había convertido en un veneciano, un extranjero.

– Capitán Dandolo -dijo Ana en tono firme. Costara lo que costase, no tenía ningún sitio al que huir-. Zoé Crysafés me ha dicho que habéis accedido a llevarme como pasajero en vuestra travesía hasta Acre, y después hasta Jerusalén. Y que os ha pagado el precio que vos habéis considerado justo. -La frialdad de su voz era un indicio de la tensión que le agarrotaba el cuerpo»

Giuliano se volvió lentamente, con una expresión de sorpresa, y al reconocerla se iluminó con una breve chispa que se apagó enseguida, en cuanto recordó la última vez que se habían visto.

– Anastasio Zarides. -Pronunció el nombre en voz baja, inaudible para los marineros que cerca de allí se afanaban con los cabos y los aparejos-. En efecto, Zoé ha hecho preparativos para incluir un pasajero, pero no dijo que fuerais vos. -El semblante de Giuliano se oscureció-. ¿Desde cuándo sois su sirviente?

– Desde que tiene poder para hacerme daño -repuso Ana sin apartar la mirada-. Pero la misión que me ha encomendado es noble: traer de vuelta un retrato que debe estar en Constantinopla.

– ¿Un retrato? -preguntó Giuliano-. ¿Os ha dicho de quién es?

Ana ansió poder responderle con la verdad; mentir era como marcar un terreno acotado pero el daño ya estaba hecho.

– Una dama bizantina de buena familia -contestó-. Que por lo visto fue víctima de alguna tragedia.

– ¿Y qué le importa a Zoé?

– ¿Creéis que se lo he preguntado? -replicó Ana con ligero sarcasmo.

– Más bien creo que podríais haberlo deducido -repuso Giuliano. Ana no supo bien si lo que había en su tono de voz era gentileza o tristeza.

Esta vez le tocó a ella desviar la mirada y fijarla en las agitadas aguas del puerto.

– Deduzco que es una pintura que desea tener porque le proporcionará poder -respondió-. Pero podría desearla simplemente por su belleza. Zoé es una apasionada de la belleza. La he visto contemplar la puesta de sol durante largo rato, el suficiente para que dicha imagen se le quedara grabada en el alma.

– Pero ¿tiene alma? -dijo Giuliano con repentino rencor.

– ¿No opináis que poseer un alma retorcida es mucho peor que no tener alma en absoluto? -le preguntó Ana-. Lo que tortura es la pérdida de lo que pudo haber sido, el hecho de haberlo tenido al alcance de la mano y haberlo dejado escapar. Yo no creo que el infierno consista en fuego, sufrimiento de la carne y azufre, yo creo que es el sabor del paraíso recordado… y perdido.

– ¡Dios nos proteja, Anastasio! -exclamó Giuliano-. ¿De dónde diablos habéis sacado esas cosas?

Él le apoyó una mano en la espalda en un gesto de compañerismo, nada parecido a una caricia. Al momento la retiró, y para Ana fue como si de repente le faltase el calor del sol.

– Más os vale viajar con nosotros hasta Jerusalén y rescatar esa pintura para Zoé -dijo en tono jovial-. Zarparemos mañana por la mañana, pero supongo que eso ya lo sabíais. -Giuliano rio brevemente, pero la sonrisa perduró en sus ojos-. Nunca hemos viajado con un médico a bordo.

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