Cuando Anastasio fue conducido a los magníficos aposentos de Zoé iba furioso, pero en silencio, con la mirada dura como las piedras de la orilla. Su estado era deplorable, tenía la cara hinchada y llena de hematomas, y además cojeaba. Dejó unas hierbas sobre la mesa como si ella se las hubiera pedido, pero supuestamente tenían la finalidad de explicar a los criados su presencia en la casa.
– ¿Qué son? -inquirió Zoé con interés, como si no la inquietara la maltrecha figura de su médico, como si no la hubiera invadido un miedo repentino de que le hubieran hecho daño de verdad.
– El antídoto para el veneno que empleasteis con María Vatatzés -respondió Anastasio en tono glacial.
– Lo he traído para que sepáis que lo tengo, y que también tengo otros antídotos. Y que Arsenio sabe que lo tengo -replicó Anastasio.
Zoé elevó las cejas.
– Ah, ¿sí? Según parece, os ha llevado bastante tiempo encontrarlo. Supongo que no averiguasteis nada de la muerte de Besarión por medio de Jorge, antes de que os agrediera. Por desgracia, ahora ya no averiguaréis nada.
Los ojos de Anastasio llamearon de cólera.
– Si vuelve a suceder, no tardaré tanto -contraatacó haciendo caso omiso de la pregunta sobre Jorge y la muerte de Besarión-, porque sabré dónde mirar. Naturalmente, si la víctima fuerais vos, sería distinto. A lo mejor lo encontrabais vos antes, si os sintierais lo bastante bien para levantaros de la cama.
Zoé se quedó perpleja. ¿Estaba amenazándola?
– Qué desagradecido sois, Anastasio -le dijo con un ligero tono de reproche-. A pesar de que tuve la previsión de enviar a Sabas y Manuel a rescataros. -Lo recorrió con la vista de arriba abajo-. Estáis horrible. No es que haya dudado de Sabas, él nunca miente.
Anastasio endureció el gesto.
– Sabas os ha dicho la verdad. De no haber llegado él, ahora yo estaría muerto. Si no fuera por la gratitud que siento a causa de ello, habría hecho público que vos envenenasteis a María. Lo sé por la vendedora de flores, la cual no va a decir nada; pero si a ella le ocurriera algo, yo hablaré. No podéis envenenar a todo el mundo. Pero por si acaso ésa es vuestra intención, Arsenio está totalmente al corriente de que habéis sido vos la causante de la caída en desgracia de su hija y de la muerte deshonrosa de su hijo. No sé por qué motivo lo odiáis, pero sabe la verdad y ha tomado medidas para protegerse.
– ¡Me estáis amenazando! -exclamó Zoé con asombro. Sintió un placer malévolo.
– ¿Os divierte? -le dijo Anastasio, torciendo la boca con asco-. Pues no debería. Cuando más peligrosas son las personas es cuando no les queda nada que perder. Si odiáis a Arsenio, deberíais haberle dejado algo por lo que le mereciera la pena vivir. Ha sido un error. -Dio media vuelta y se marchó, aún cojeando.
Por supuesto, la cuestión de permitir que Arsenio continuara propalando los rumores estaba zanjada. Zoé no podía permitirlo. Tenía que ocuparse de él, pero la cuestión era cómo.
Nuevamente, el arma más obvia era el veneno. Era la habilidad suprema con que contaba. Por supuesto, Arsenio jamás tomaría comida ni bebida que le diera ella, ni siquiera en un lugar público. Iba a tener que buscar otra manera de administrárselo.
Otro centenar de velas a la Virgen.
Escogió cuidadosamente el veneno, uno para el que no existiera antídoto. Eligió aquél en particular porque no tenía ni color ni olor, y porque actuaba lo bastante deprisa para que Arsenio no tuviera tiempo de pedir socorro ni de agredirla a ella antes de quedar incapacitado. Resultaba ideal. Esta vez iba a parecer una hemorragia. Nadie iba a poder relacionarla con ella, ni por la sustancia empleada ni porque alguien supiera que ella la había comprado. Hacía años que la tenía en su poder, y nunca había tenido necesidad de usarla hasta ahora.
Cien velas más que encender. El sacerdote le sonrió, ahora ya era una cara conocida.
Zoé llegó a casa de Arsenio llevando un icono de su propia colección, el más preciado y hermoso de todos, el azul oscuro de ojos lánguidos y marco incrustado de citrinos y perlas de río. Lo envolvió primero en seda, después en otro paño de seda aceitada para protegerlo de la intemperie en caso de que empezase de repente a llover. El cielo estaba encapotado y soplaba un viento ligero del oeste, pero Zoé no acusó el frío que traía, ni siquiera a la hora del crepúsculo. Arsenio había accedido a verla sólo porque le llevaba el icono; notó que estaba asustada, para desventaja de ella, y la sed de venganza de él se acrecentó. Aquello era precisamente con lo que contaba Zoé, pero era un juego peligroso.
A Sabas le prohibieron que pasara y le ordenaron que aguardase fuera. La condujeron a la presencia de Arsenio. Tal como había esperado. Se fiaba de Sabas, pero no quería que viera cómo mataba a Arsenio, porque aquello podía poner a prueba su lealtad. Era un buen hombre, y su ciega disposición no pasaría de ahí.
Arsenio despidió a los criados diciéndoles que se trataba de un asunto privado. Sonrió cuando se cerró la puerta y los dos quedaron a solas en aquella sala de paredes incrustadas de pórfido y suelos de mosaico. Al parecer, no deseaba que hubiera criados presentes más de lo que lo deseaba ella. Aquel pensamiento le aceleró todavía más el pulso.
– ¿Es el icono? -preguntó Arsenio, observando cómo lo depositaba sobre la mesa-. Confío en que será magnífico.
Zoé se permitió un respingo, para confirmar lo que Arsenio ya creía.
– Es de mi propia colección -repuso con voz ronca, y acto seguido bajó los ojos-. Claro que tú sabes distinguir perfectamente lo auténtico de lo falso. -Era el momento para hacerle saber que entendía su indignación, y que era justificada. Debía dar la impresión de estar demasiado asustada para enojarlo más.
– ¿Por qué me has traído esto, Zoé Crysafés? ¿Qué esperas a cambio? Tú nunca intercambias nada si no es para sacar alguna ventaja.
– ¿Un intercambio, dices? Zoé permitió que la tensión que la inundaba se viera en el temblor de la mano, en la inseguridad en el modo de hablar-. Sí, por supuesto que deseo algo, pero no es dinero.
Arsenio no respondió, pero sacó un par de guantes de cuero muy suave, tan livianos que le permitían mover los dedos con facilidad, y acto seguido procedió a desenvolver las sedas que protegían el icono.
Zoé lo observó, y escuchó el súbito jadeo de admiración que emitió Arsenio cuando cayó la última tela y descubrió la resplandeciente belleza del rostro de la Virgen y sintió el peso del oro en el marco. Vio cómo sus ojos brillaban de codicia, y cuan delicadamente movía el dedo recorriendo el contorno del marco y girándolo para que la luz arrancara destellos a las piedras preciosas. Permaneció inmóvil, observando.
Arsenio se volvió y la miró escrutando su semblante, la rigidez de su cuerpo, la fuerza de la emoción que la contenía, saboreándolo todo. Aquello era lo que quería él, verla atemorizada.
Zoé hizo ademán de hablar, pero se interrumpió.
Arsenio esbozó lentamente una sonrisa y volvió al icono.
– Es exquisito -dijo con asombro reverencial, sin quererlo-. Pero se parece bastante a otro que tengo.
Aquello carecía de importancia. Zoé no tenía la menor intención de regalárselo, pero procuró parecer desolada, y más que eso, aterrorizada. Una vez más hizo ademán de hablar, pero no dijo nada. Miró a Arsenio, imaginando a su primo Gregorio, que tal vez había sido el único hombre al que ella había amado, años atrás, e imprimió a sus ojos una expresión suplicante.
Arsenio acarició el ¡cono, lo levantó y examinó la parte de atrás. Le lanzó una mirada fugaz y siguió recorriendo el marco. Entonces vio la pequeña tachuela que ella había dejado de punta, y su sonrisa se ensanchó.
Zoé se estremeció deliberadamente. Si hubiera tenido poder para ello, habría palidecido.
– Has sido descuidada -susurró Arsenio-. Esto no es propio de ti, Zoé. -Su voz era un siseo, sus ojos relampagueaban de ira.
– Lo… siento -balbució ella a la vez que introducía una mano en los pliegues de su túnica en busca de la daga enjoyada, cuyos cristales centellearon a la luz. La sacó lo suficiente para que la viera Arsenio.
Éste, al verla, se abalanzó sobre Zoé y le aferró la muñeca con una tenaza de acero. Ella no tuvo necesidad de fingir para poder soltar un chillido de dolor. Era una mujer alta, tenía su misma estatura, pero no podía igualarlo en fuerza. Arsenio le arrebató con facilidad la daga enjoyada lastimándole los delicados huesos de la muñeca y doblándole el brazo hasta retorcérselo. Se le llenaron los ojos de lágrimas.
Lo tenía tan cerca que llegó a oler el sudor de su rabia y a distinguir los poros de su piel.
– Sólo un pequeño rasguño -dijo Arsenio entre dientes-. Un accidente con una tachuela fuera de sitio, y ahora estaría muerto. ¿Por qué, Zoé? ¿Porque Gregorio no quiso casarse contigo? ¡Infeliz! Irene era una Ducas. ¿Creías que iba a renunciar a ella por ti? ¿Para qué iba a tomarse esa molestia? Ya se acostaba contigo siempre que le apetecía. Uno no se casa con una ramera.
Zoé no tuvo necesidad de fingir dolor ni rabia, dejó que Arsenio se lo notara en el llamear de los ojos e intentó arrebatarle de nuevo la daga, pero apuntando a propósito a la izquierda, como si hubiera calculado mal.
Arsenio soltó una carcajada desagradable y asió la funda de la daga para extraer la hoja. Como no salió, tiró con más fuerza.
– Has intentado apuñalarme -dijo exultante-. A eso has venido, a asesinarme. Forcejeamos y, trágicamente, a pesar de todos mis esfuerzos, tú resbalaste y la daga se volvió contra ti… con resultado fatal. -Enseñó los dientes con gesto triunfal, volvió a tirar de la empuñadura de la daga con ambas manos, una de ellas pegada a la funda, y sintió la minúscula aguja en su carne.
Transcurrieron varios segundos hasta que advirtió lo que era, y después, a medida que el dolor iba subiendo por su cuerpo, clavó sus desorbitados ojos en Zoé con expresión terrible, comprendiendo de pronto.
Ella ahora estaba erguida, con los hombros rectos y la cabeza alta, pero lo suficientemente lejos de él para que, aunque se desplomase hacia delante, no pudiera alcanzarla. Muy lentamente, sonriendo, disfrutó del dulce sabor de la victoria.
– Gregorio no ha tenido nada que ver en esto -le dijo cuando cayó de rodillas con el rostro congestionado y las manos aferradas al estómago-. De él ya obtuve todo lo que quise. -Aquello era casi cierto-. Ha sido porque tu padre nos robó los iconos mientras la ciudad se consumía por el fuego. Os llevasteis las reliquias de nuestra familia y os quedasteis con ellas. Traicionasteis a Bizancio, y por ello debes pagar con la vida.
Dio un paso atrás cuando Arsenio quiso avanzar hacia ella arrastrándose. La garganta se le iba cerrando y los ojos comenzaban a salírsele de las órbitas. Se le descolgó un hilo de saliva de la boca y le salió del pecho un sonido horrible, brusco y rasposo, seguido de un vómito de sangre color escarlata. Dejó escapar un grito, y casi al momento se ahogó con más sangre. Aterrado y con los ojos en blanco, se atragantó y tosió, jadeando y ahogándose.
Zoé lo contempló unos instantes más, hasta que su rostro adquirió un tinte violáceo y su cuerpo quedó inmóvil. A continuación, dejándolo a un lado, fue a recoger su icono y su daga y envolvió ambas piezas en la seda, para después dirigirse hacia la puerta y abrirla sin hacer ruido. En el pasillo no había nadie, ni tampoco en la estancia contigua. Caminó silenciosa sobre el suelo de mármol y salió por la majestuosa puerta principal. Sabas, que estaba esperándola, emergió de las sombras. Los criados encontrarían a Arsenio y supondrían que había muerto de una hemorragia, debida tal vez a un exceso de vino que le había ulcerado el estómago.
Aquella noche Zoé celebró lo sucedido con el mejor vino que tenía en la bodega. Pero se despertó poco después en mitad de la oscuridad, temblando y sintiendo náuseas, con el cuerpo empapado en sudor. Había tenido una pesadilla en la que había visto a Arsenio tendido en el suelo, vomitando ríos de sangre, y los iconos de la pared cerniéndose sobre él, observando su horror con sus ojos tranquilos. Se tumbó rígida en su cama. ¿Y si los criados supieran que había sido veneno? ¿Sería alguno de ellos lo bastante listo para encontrar trazas de aquella sustancia? Seguro que no. Había sido muy cuidadosa. Arsenio había tenido una muerte horrible… rápida, pero debatiéndose en medio del dolor y el horror.
Cuando llegó el alba ya se encontraba mejor. Pudo ver la realidad de su casa, sus criados moviéndose alrededor. Entró Sabas, y al principio no se atrevió a sostenerle la mirada, pero después no consiguió apartar los ojos de él. ¿Qué sabría? Explicarse ante un criado sería violento para los dos. Y, sin embargo, quería explicarse. Deseaba con desesperación no estar sola.
La noche siguiente las pesadillas empeoraron. Arsenio tardaba más en morir. Había más sangre. Vio sus desorbitados ojos fijos en ella en todo momento, desnudándola literalmente, hasta que quedó de pie ante él, vulnerable, con los pechos colgando y el vientre hinchado, una imagen repulsiva. Arsenio reptó por el suelo hacia ella, negándose a quedar paralizado, a ahogarse y morir. La aferró del tobillo con una mano semejante a una garra y provocándole dolor nuevamente, como cuando la asió de la muñeca.
¡Tenía la intención de matarla! Eso había dicho. Pero ella no había tenido más remedio, su acción estaba justificada. Actuó en defensa propia, un derecho que le asiste a todo el mundo. ¡En esto no había justicia alguna!
Despertó empapada en sudor y con las ropas pegadas al cuerpo, y sintió un frío glacial nada más apartar los cobertores y levantarse de la cama. Se arrodilló sobre el suelo de mármol, estremecida y con las manos en oración, con los nudillos blancos a la luz de la vela.
– Virgen Santa, bendita Madre de Dios -susurró en voz baja-. Si he pecado, perdóname. Lo he hecho sólo para impedir que ese hombre tuviera en su poder los iconos que pertenecían al pueblo. Perdóname, te ruego que laves mis pecados.
Volvió a meterse en la cama, aún temblando de frío, pero no se atrevió a quedarse dormida.
La noche siguiente hizo lo mismo, pero pasó más tiempo hincada de rodillas, contándole de nuevo a la Virgen los iconos que se había llevado Arsenio y la falta de piedad que había mostrado al conservarlos en su poder durante todos aquellos años. Y eso aparte de otros iconos, menos preciados y menos hermosos, que había vendido, y que cualquiera podía adivinar a quién: al comprador que tuviera más dinero. ¡Como si aquello tuviera importancia!
Al cuarto día le llegó la noticia por la que había rezado. Habían enterrado a Arsenio Vatatzés. Dijeron que había muerto de una hemorragia de estómago poco después de que lo visitara Zoé. Lo habían encontrado sus sirvientes. Ella escuchó con atención, pero los rumores no echaban la culpa a nadie. ¡Había salido impune!
La conclusión era obvia. El cielo estaba de su parte, ella era un instrumento en las manos de Dios. Lo demás eran sólo malos sueños, nada más, y había que olvidarse de ellos igual que de otras tonterías.
Al día siguiente saldría a la calle y le daría las gracias a la Virgen, con cirios, en la iglesia de Santa Sofía, segura de contar con la aprobación divina. Las velas no bastaban, pero pensaba ofrecerlas de todos modos, por centenares, suficientes para iluminar la cúpula entera y acaso también uno de los iconos de menor importancia pertenecientes a su colección.