CAPÍTULO 56

Ana escogió el momento con todo cuidado. Gracias a las muchas visitas que había efectuado al palacio Blanquerna, conocía los horarios de Nicéforo, de manera que acudió cuando sabía que iba a encontrarlo solo y sin que lo interrumpiera nadie, a no ser que surgiera alguna crisis. Mientras subía las escaleras del palacio la embargaba un nerviosismo poco característico de ella, aunque era ya conocida por haber atendido a la mayoría de los eunucos en un momento o en otro.

Pasó junto a las estatuas rotas, las manchas oscuras dejadas por el fuego, los corredores bloqueados por escombros porque la estructura del palacio era peligrosa. ¿Lo mantenía Miguel en dicho estado para que ni él ni sus sirvientes olvidasen nunca el coste que tenía ser fiel a la Iglesia ortodoxa?

Halló a Nicéforo en la estancia de costumbre, la que daba al patio. Su criado se adelantó y le susurró que acababa de llegar Anastasio, y unos instantes después la hicieron pasar. Percibió al momento el cansancio que revelaba su semblante y la súbita expresión de alegría que adoptó al verla a ella.

– No enfermamos con suficiente frecuencia -dijo Nicéforo-. Tengo la impresión de que lleváis mucho tiempo sin venir por aquí. ¿Qué os trae? No sé de nadie que necesite vuestros cuidados.

– Soy yo quien necesita de vuestra ayuda -repuso Ana-. Pero a lo mejor puedo ofreceros algo a cambio. Tenéis cara de cansado.

Nicéforo sacudió ligeramente la cabeza. Ana comprendió la soledad que sufría por dentro, la necesidad que tenía de hablar de temas de mayor profundidad espiritual que las políticas a seguir o las realidades de la diplomacia.

– Ese jarrón es nuevo -observó Ana mirando una vasija suavemente curvada que descansaba sobre una de las mesas laterales-. ¿Es de alabastro?

– Sí -se apresuró a contestar Nicéforo con una nueva luz en el semblante-. ¿Os gusta?

– Es perfecto -dijo Ana-. Tan simple como la luna, tan… completo en sí mismo, ajeno a que lo admiren o no.

– Eso me gusta -dijo Nicéforo-. Tenéis mucha razón, algunas cosas se esfuerzan demasiado. Hay obras de arte que pregonan el deseo del artista de llamar la atención. Pero este jarrón posee la suprema seguridad en sí mismo de saber exactamente lo que es. Os lo agradezco. A partir de ahora, lo apreciaré todavía más.

– ¿Os he interrumpido en vuestra lectura? -preguntó Ana al ver el manuscrito que tenía Nicéforo sobre la mesa.

– ¡Ah! Sí, estaba leyendo. Trata de Inglaterra, y me atrevería a decir que aquí se consideraría un texto sumamente sedicioso, pero es de un interés extraordinario. -Tenía los ojos encendidos, atentos a la expresión de Ana.

Ana estaba sorprendida.

– ¿Inglaterra? -Para ella, era sólo un mundo de barbarie que superaba incluso a Francia, y así lo dijo.

– Yo también opinaba lo mismo -reconoció Nicéforo-, pero en 1215 redactaron una Carta Magna, diferente de las leyes que heredamos nosotros de Justiniano, porque en ella participaron los barones y la aristocracia y se la impusieron al rey, mientras que nuestro código fue redactado por el emperador. De todos modos, algunas de sus disposiciones son interesantes.

Ana fingió interés, por Nicéforo.

– ¿En serio?

Pero el entusiasmo del eunuco era demasiado vivo para apagarse por la falta de curiosidad de Ana.

– Mi favorita es la que dice que la justicia postergada es justicia negada. ¿No os parece magnífica?

– Desde luego -contestó Ana para complacerlo, y de repente se dio cuenta de que lo había dicho muy en serio-. Mucho. En efecto, así es. ¿Eso era lo que estabais leyendo?

– No. Leía algo mucho más reciente. ¿Conocéis a Simón de Montfort, el conde de Leicester?

– No. -Ana abrigó la esperanza de que aquello no durase en exceso-. ¿Es uno de los barones que impusieron esa Carta Magna?

Nicéforo volvió boca abajo el manuscrito.

– Pero vos habéis venido por algún propósito en particular, se os nota en la cara. ¿Otra vez el asesinato de Besarión?

– Me conocéis demasiado bien -confesó Ana, y al instante tuvo la sensación de que al decir aquello lo había traicionado. En realidad, Nicéforo no sabía nada de ella. No fue capaz de mirarlo a los ojos, y se sorprendió al descubrir lo mucho que le dolía. Ana había planeado con exactitud lo que iba a decir, había ensayado los detalles.

– ¿Qué sucede? -inquirió Nicéforo.

Ana se lanzó de cabeza y abandonó todo lo que había ensayado cuidadosamente.

– Estoy convencido de que hubo una conspiración para asesinar al emperador y para que Besarión ocupara su sitio, a fin de salvar a la Iglesia de la unión con Roma. Quienquiera que mató a Besarión impidió que sucediera tal cosa. Fue un acto de lealtad, no de traición. Y no debería haber sido castigado por ello.

El semblante de Nicéforo se inundó de una tristeza que Ana no logró entender.

– ¿Quiénes eran los conspiradores, aparte de Justiniano y Antonino?

Ana no dijo nada. No podía demostrar nada, y a pesar de lo que habían planeado hacer, decírselo a Nicéforo parecía una traición. Porque éste tendría que actuar. Serían apresados y torturados. Le vinieron a la mente imágenes horrendas: Zoé desnudada, humillada, y quizás herida nuevamente por el fuego. Y de todas formas no tenía pruebas.

– Ya imaginaba que no querríais decírmelo -dijo Nicéforo-. Me habríais decepcionado. Y tampoco quiso decirlo Justiniano, ni Antonino. -Bajó aún más el tono de voz, esta vez teñida de dolor-. Ni siquiera bajo tortura.

Ana se lo quedó mirando, invadida por un terror nuevo que le atenazó el estómago como si fuera una garra de acero.

– ¿Está…? -pronunció Ana con dificultad, con los labios resecos. Se acordó de la cara sin ojos de Juan Láscaris. Justiniano… Era casi más de lo que podía soportar.

– No lo mutilamos.

Tal vez sin pretenderlo, Nicéforo estaba atribuyéndose parte de la culpa. Él era un sirviente del emperador.

– Justiniano no fue capaz de decirnos que no iban a intentarlo otra vez -añadió Nicéforo-. ¿Podéis vos?

Ana reflexionó sobre ello, se debatió, giró mentalmente hacia un lado y hacia otro, pero no encontró ninguna escapatoria. -No -dijo por fin.

– ¿Qué significa para vos Justiniano Láscaris, para que arriesguéis tanto por salvarlo? -inquirió Nicéforo. Ana sintió que se sonrojaba. -Somos parientes.

– ¿Cercanos? -dijo el eunuco en un tono que fue poco más que un susurro-. ¿Vuestro hermano, vuestro esposo?

Fue como si el tiempo se hubiera detenido, congelado entre un latido y otro. Nicéforo sabía. Estaba perfectamente claro en su expresión. Negarlo sería de idiotas.

Nicéforo esperó. Su mirada era tan tierna que Ana no pudo evitar derramar lágrimas de vergüenza por haberlo engañado. ¿Pensaría que ella se había mofado de él? Mantuvo la mirada baja, incapaz de enfrentarse a los ojos de él y odiándose a sí misma.

– Mi hermano mellizo -susurró.

– ¿Os llamáis Anastasia Láscaris?

– Ana -lo corrigió ella, como si aquella mota de sinceridad fuera importante-. Ahora me apellido Zarides. Soy viuda.

– Quienesquiera que fueran los otros conspiradores, siguen representando un peligro -le advirtió Nicéforo-. No me cabe duda de que vos sabéis quiénes son. Uno de ellos traicionó a Justiniano, no sé cuál, y si lo supiera no os lo diría, por vuestro propio bien. Os traicionarían con la misma rapidez.

– Lo sé -respondió Ana con un nudo en la garganta-. Os lo agradezco.

– A propósito, deberíais alargar un poco la zancada. Continuáis dando pasos cortos, como una mujer. Por lo demás se os da muy bien.

Ana asintió con la cabeza, incapaz de hablar, y acto seguido se dio media vuelta muy despacio y se alejó, notando la mente embotada y con dificultades para conservar el equilibrio. Lo de corregir su manera de andar iba a tener que dejarlo para mejor ocasión.

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