CAPÍTULO 53

Al cabo de una semana, al regresar a casa Ana encontró a Simonis esperándola con un papel en la mano.

– Es de Zoé Crysafés -dijo con los labios fruncidos.

– Gracias. -Dejó la bolsa de hierbas y aceites y desdobló el papel.

«Anastasio, por desgracia tengo una llaga superficial en la pierna que necesita los cuidados de un cirujano. Os ruego que vengáis tan pronto como recibáis este recado. Zoé Crysafés.»

– ¿Cuándo ha llegado esto? -quiso saber Ana.

Simonis se encogió ligeramente de hombros en un gesto de desdén.

– Hace menos de una hora, puede que media. -Elevó las cejas-. ¿Vas a ir?

– Sí-contestó Ana. Simonis sabía perfectamente que la ética no le permitía hacer ninguna otra cosa, y que si rehusara difícilmente sobreviviría al daño que sufriría su reputación.

Lo que se encontró al llegar a lo de Zoé fue lo único que Ana no había tenido en cuenta. Allí estaba Giuliano, apoyado informalmente contra el alféizar de la ventana que daba al Bósforo. Al ver entrar a Ana se irguió con cierta incomodidad, y ésta observó que aparecía un rubor en sus mejillas. La saludó con cortesía, sin que en su semblante hubiera el menor indicio de la última conversación que habían tenido ni del asesinato de Gregorio.

– ¡Ah! -exclamó Zoé con claro regocijo-. Os agradezco que hayáis venido, Anastasio. Se me ha clavado una astilla en la pierna, y temo que me envenene si no se extrae y se cura la herida. -Se levantó el filo de la túnica color oro y dejó al descubierto una llaga de aspecto desagradable de la que sobresalía una astilla de madera y cuyos bordes presentaban una costra de sangre seca.

– ¿Cuándo ha ocurrido? -preguntó Ana a la vez que dejaba su bolsa en el suelo y se agachaba para examinar la pierna.

– Anoche, cuando paseaba por el patio -contestó Zoé-. Ya había anochecido. En aquel momento no me pareció que fuera lo bastante grave para haceros venir, pero esta mañana me he dado cuenta de que aún tengo clavada la astilla.

– Quizá debería dejaros. -La voz de Giuliano provino de detrás de Ana, e iba teñida de una renuencia tan marcada que no pudo disimularla-. Puedo volver en otra ocasión. -Se apartó de la ventana.

– En absoluto -descartó Zoé-. No es más que el tobillo. Me resultaría más agradable tener compañía, para no pensar en lo que tenga que hacer Anastasio. Os lo ruego.

Ana levantó la vista y vio que Zoé estaba sonriendo. Notó que por debajo de aquella sonrisa en realidad estaba riendo a carcajadas, una risa delirante y casi sin control. Y aquello la inquietó.

Giuliano se relajó.

– Gracias.

Zoé volvió a posar la mirada en Ana.

– Decidme qué necesitáis y ordenaré a mi doncella que vaya a buscarlo. ¿Agua caliente, vendajes?

– Sí, por favor. -Ana intentó concentrarse en la herida-. Y sal.

– Vos no seríais capaz de poner sal en una herida, ¿verdad, Anastasio? -dijo Zoé.

– Hasta ahora, no -corroboró Ana-. Pero es una idea que se me ha ocurrido en una o dos ocasiones. También necesito las sales para limpiar mi cuchillo después de usarlo, y el ungüento para la primera capa de vendajes. Si la tela no se adhiere a la piel os dolerá menos, sobre todo si la herida sangra.

En aquel momento entró Tomáis trayendo el agua en varios platos, la sal y un puñado de vendas limpias, y a continuación Zoé la despidió. Apoyó la pierna en un taburete y dejó que Ana se ocupara de ella. Luego la ignoró y se volvió hacia Giuliano.

– He averiguado muchas cosas más acerca de Maddalena Agallón. -Lo dijo con voz queda, bajando el tono como si la embargara un profundo sentimiento, lo cual hizo que Giuliano se aproximara un poco más a ella y entrara en el campo de visión de Ana.

»La mayor parte de dicha información concierne a cómo fue su vida después de abandonar a su esposo y su hijo pequeño -prosiguió Zoé. Su expresión era de dolor intento, pero resultaba imposible discernir si la causa del mismo era la pena por aquel niño abandonado o la hoja, guiada por la mano de Ana, que hendía la piel inflamada que rodeaba la astilla de madera.

– ¿Por qué se fue? -preguntó Giuliano, sacando aquellas palabras de su interior con un gran esfuerzo.

Zoé titubeó.

– Lo siento mucho -le dijo a Giuliano delicadamente y haciendo caso omiso de la herida, como si ni siquiera notara el tacto del cuchillo-. Según parece, no deseaba cargar con la responsabilidad de cuidar de un niño pequeño. Terminó aburriéndose. Regresó a la vida que tenía anteriormente, pero ningún hombre decente la quiso.

– ¿Cómo vivió? -preguntó Giuliano con la voz quebrada.

Ana alzó la vista y vio que los ojos dorados de Zoé le devolvían la mirada. Primero se posaron en el cuchillo y después directamente en ella. Se sentía triunfante, y Ana lo percibió con tanta nitidez como si lo hubiera expresado con palabras. Volvió a la herida, con el cuchillo suspendido en el aire.

– ¿No os atrevéis? -le preguntó Zoé-. ¿Es que os faltan agallas, Anastasio?

Ana observó su sonrisa y la revelación que ésta contenía, vivida como una llama, y sintió un escalofrío. ¿Era posible que Zoé hubiese adivinado que era una mujer?

Bajó de nuevo la vista y, deliberadamente, introdujo la punta del cuchillo en la carne por el otro lado de la astilla. Vio que rezumaba un poco de sangre que terminó por inundar la herida. Se sintió tentada a empujar con más fuerza, incluso a seccionar una arteria y contemplar cómo brotaba la sangre a borbotones, como debió de brotar la de Gregorio, dejando escapar la vida.

– Se echó a las calles, como hacen todas las mujeres cuando no hay nada más -dijo Zoé, llenando con su voz el silencio de la habitación-. Sobre todo las que son bellas. Y ella era muy bella.

Ana giró el cuchillo con delicadeza, levantó la astilla y la depositó en uno de los platos.

– Tan bella como sería Anastasio-siguió diciendo Zoé. Ni siquiera había movido un músculo-. Si fuera una mujer y no un eunuco.

Ana sintió que le ardía el rostro y no se atrevió a levantar la vista, aunque percibió el dolor que experimentó Giuliano, el mismo que si le hubieran extraído un órgano vital del cuerpo con un cuchillo. Ella no debería estar presenciando aquella horrible escena.

Alzó la vista y se tropezó con los ojos de Zoé, brillantes y duros como el ágata.

– ¿Os he ofendido, Anastasio? -preguntó con leve interés-. Poseer belleza no es malo, ¿sabéis? -Zoé se volvió para mirar a Giuliano y tomó un papel de la mesa que tenía al lado-. Una carta de la madre abadesa de Santa Teresa. Dice así: «Lo lamento, pero algún día teníais que saber esto, y habéis insistido en saberlo. Maddalena puso fin a su vida suicidándose. Así actúan muchas mujeres que buscan su sustento en las calles.»

De pronto Ana sintió el impulso de decir algo, en el afán de protegerlo. Nada podría ya deshacer la herida, nada podría hacerle pensar que ella no había visto ni oído su dolor.

– Supongo que a algunas mujeres se les da mejor prostituirse que a otras -dijo, mirando a Zoé cara a cara-. Pero hasta la belleza más llamativa languidece con el paso del tiempo. Los labios se agrietan, los senos se caen, los muslos se desdibujan, la piel se arruga y se hunde. El deseo desaparece, y entonces sólo importa el cariño.

Giuliano dejó escapar una exclamación ahogada y giró la cabeza hacia Ana, sorprendido, incluso dio un paso hacia ella como si pretendiera protegerla físicamente de la furia de Zoé.

Zoé abrió unos ojos como platos.

– Nuestro pequeño eunuco tiene dientes, signar Dandolo. Estoy convencida de que os aprecia. Qué grotesco.

Giuliano, con las mejillas nuevamente coloreadas por la sangre, se volvió hacia Zoé.

– Os agradezco que os hayáis tomado la molestia de buscar esa información -le dijo con voz entrecortada-. Si me permitís, voy a dejaros con vuestro… tratamiento. -Salió de la estancia, y ambos oyeron las pisadas de sus botas de cuero por el suelo de mármol del corredor.

– Vais a dejar que me desangre -señaló Zoé mirándose el tobillo y el pie, del que goteaba sangre que iba tiñendo el suelo de color rojo-. Creía que erais un médico más respetable, Anastasio.

Ana vio en su rostro cómo se regodeaba. Aquello era una venganza contra Giuliano a causa de su bisabuelo, y contra ella misma por amar a Giuliano. Y en efecto lo amaba, ya sería inútil negarlo incluso para sí.

– Es bueno que la herida sangre -replicó pronunciando despacio a pesar de que le temblaba la voz-. Así arrastrará el veneno que pueda haber dejado la astilla. -Volvió a tomar el cuchillo y tocó la herida con la punta de la hoja presionando ligeramente, pero no más de lo necesario-. Quedará limpia, y entonces será cuando os la vendaré.

Transcurrieron unos momentos de silencio.

– Esto debe de ser difícil para vos -dijo Zoé con voz queda.

Ana sonrió.

– Pero no imposible. Soy yo quien decide lo que soy, y no vos. Pero tenéis razón, la belleza puede ser peligrosa. Puede llevar a la persona a hacerse la ilusión de ser amada, cuando en realidad es sólo un objeto que se consume, como un higo o un melocotón. Irene Vatatzés me dijo que a Gregorio le gustaban los higos.

Del pie de Zoé fluyó la sangre más copiosamente, y fue formando un charco de color escarlata.

– Me parece que ya se puede aplicar el vendaje -continuó Ana. Miró a Zoé a los ojos y sonrió-. Tengo aquí mismo el ungüento adecuado para la herida. Sería muy grave que se infectase ahora, estando tan… vulnerable.

Por el semblante de Zoé cruzó una repentina sombra de pánico.

– Andaos con cuidado -susurró-. El amor que sentís hacia Dandolo podría saliros muy caro, incluso costaros la vida. Si mi pie no llega a curarse, lo lamentaréis.

Ana le respondió con una sonrisa, pero la expresión de sus ojos era fría como el hielo.

– Se curará -prometió-. En él no hay nada que no se haya curado al extraer la astilla. Habéis hecho bien en no escoger una madera venenosa.

La sorpresa brilló un instante en los ojos de Zoé.

– No quisiera destruiros -dijo como si le diera igual-. No me obliguéis.

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