CAPÍTULO 89

Constantino se quedó a solas en el patio, con la vista fija en la fuente, mientras en su cabeza todo iba encogiéndose hasta transformarse en una imagen diminuta y transparente como el cristal, igual de afilada que un viento del polo e igual de simple. Ahora veía la imagen de conjunto con nitidez, como un gran mosaico, con todas sus piezas colocadas cada una en su sitio. Su vida entera, todas las experiencias buenas y malas, habían conducido hasta aquel momento, cuando le vino la revelación total semejante a un rayo de luz, innegable por fin. Perdido, enfermo y solo, había flaqueado pero no había caído. Aun traicionado, no había abandonado la causa. ¿No debía deducir de ello que Dios no iba a abandonarlo nunca?

Ahora su misión era superior a todas las demás. Había que detener a Zoé Crysafés. Ya la había fustigado una vez, blandiendo en su mano el poder de Dios, y Anastasio, aquel eunuco engreído, superficial y voluble como el agua, la había curado.

Debía ir a ver a Zoé, a última hora del día, cuando tuviera la certeza de que iba a estar sola. Su determinación era absoluta. No podía dejar el destino del pueblo de Dios en la tierra en las resbaladizas manos de Zoé Crysafés.

Hacía una noche oscura, nublada y ventosa. Por la calle rodaban fragmentos de escombros llevados por el viento. En circunstancias distintas no habría escogido precisamente aquel momento, pero la tarea era urgente. Además, a lo mejor las noches como aquélla se crearon para tomar decisiones que no pudieran ser revocadas.

Los sirvientes de Zoé le permitieron pasar con cautela y lo condujeron a la sala de la entrada, la que tenía el suelo cubierto de mosaicos antiguos y puertas en forma de arco que daban a los aposentos privados de la dueña. Pero para poder verla a solas tuvo que insistir, incluso insinuar la amenaza de la excomunión. Tras su última visita los sirvientes recelaban de él.

Por fin, únicamente Anastasio se interpuso en su camino.

– Voy a ver a Zoé a solas -dijo en tono firme-. Está en su derecho. ¿Vais a negarle el sacramento de la Extrema Unción? ¿Sois capaz de encararos con Dios, si hacéis una cosa así?

Anastasio se apartó de mala gana. Constantino penetró en la habitación y cerró la puerta.

El dormitorio estaba tan suntuoso como siempre. Las antorchas ardían en sus pies profusamente ornamentados y creaban una sensación de calidez y de paz, como una pintura enmarcada y cubierta de una pátina de oro. El gran crucifijo se encontraba en el lugar de costumbre; era muy bello, pero a Constantino no le gustaba, tenía un aire casi de barbarie. Le provocaba una sensación de incomodidad, una especie de morbosidad.

Zoé estaba sentada en un sillón imponente, de espaldas a uno de los tapices, todo ramas entrelazadas, escarlatas y púrpuras, con hilos de bronce. Ella iba vestida otra vez de rojo, un color descarado. Le iluminaba el rostro, que no estaba tan demacrado como debería estar después del mal que la había atacado, y destacaba aquellos ojos dorados.

– Sé lo que habéis hecho, Zoé Crysafés -dijo con voz queda-, y lo que os proponéis hacer.

– Ah, ¿sí? -Zoé apenas mostró interés.

– En el cielo hay planes de los que la tierra no tiene conocimiento -le dijo con dureza-. Eso significa la fe, confiar en que Dios nos proveerá de lo que necesitemos.

Zoé enarcó sus finas cejas.

– ¿Vos creéis esas cosas, obispo Constantino?

– Es más que creer -replicó él con gran certidumbre-. Las he visto.

– ¿Queréis decir que no puedo cambiaros? -persistió Zoé.

– Ni en lo más mínimo -respondió él sonriendo.

– ¡Cuánta fe tenéis! -La voz de Zoé sonó lenta, como una caricia.

– Así es -declaró él.

– En ese caso, ¿a qué habéis venido?

Constantino sintió un calor en la piel. Zoé casi lo había atrapado.

– ¡A salvar tu alma, mujer! -replicó.

– Me dijisteis que ya la había perdido -le recordó ella-. ¿Vais a perdonarme, después de todo?

– Tengo poder para ello -le dijo-. Si os arrepentís y volvéis a ser una hija obediente de la Iglesia. Retractaos de todo lo que habéis dicho a favor de la unión con Roma, perdonad a vuestros enemigos, devolved a la Iglesia el dinero que habéis robado y someteos a una disciplina. Vivid el resto de vuestros días orando a la Santísima Virgen, y es posible que por fin se laven vuestros pecados.

– ¿Y todo eso… antes de que Carlos de Anjou vuelva a quemar Constantinopla hasta los cimientos? -exclamó Zoé con incredulidad.

– ¡Dios puede hacer cualquier cosa! -replicó Constantino con vehemencia-. Si os arrepentís y obedecéis.

– No os creo -replicó Zoé en tono sereno-. Tenemos que ayudarnos nosotros mismos.

– ¡Blasfemáis! -gritó él, atónito y colérico-. ¡Dios os castigará! -Levantó la mano y señaló a Zoé agitando un dedo en el aire como si fuera un arma.

Ella se limitó a mirarlo con una sonrisa ligeramente torcida, pues tenía el lado derecho de la cara un poco rígido.

– Entonces me curará mi físico… otra vez -contestó-. Vos tenéis el poder de destruir, y él el de curar. ¡Reflexionad sobre eso, obispo! ¿Cuál de los dos puede más?

De pronto Constantino dio un salto hacia delante y agarró un almohadón de la silla que tenía más cerca. Se puso encima de Zoé y le apretó el almohadón contra la cara. Ella forcejeó agitando brazos y piernas, pero él le doblaba el peso y la sujetó sin dificultad aplastándole los pulmones, asfixiándola poco a poco. Tras unos pocos momentos de horror, Zoé dejó de moverse. La furia de Constantino se aplacó, y de pronto se sintió inundado de un sudor frío. Se incorporó lentamente y contempló a Zoé, tirada en el suelo, con el cabello revuelto y la túnica enrollada a la altura de los muslos. Decidió recordarla tal como estaba ahora: vencida, sin dignidad, excitante y repugnante al mismo tiempo con aquella imagen tan sensual.

Invadido por un asco que apenas pudo controlar, le tocó el pelo con la mano para retirárselo de la cara. Era suave, tan suave que casi no lo sentía al tacto. Después le acarició la mejilla con el dorso de la mano. Aún estaba caliente.

Se estremeció de forma convulsiva. ¡Aquello era obsceno! Sintió deseos de golpearla, de arrancar uno de aquellos enormes tapices y cubrirla con él. Pero, por supuesto, no debía hacer tal cosa. Él era un obispo asistiendo a una pecadora penitente en su lecho de muerte.

Le bajó la túnica todo lo que ésta dio de sí, pero no fue suficiente; todavía daba la impresión de habérsela remangado, de haber… Se negó a albergar aquel pensamiento. La mutilación le escocía en lo más hondo. Levantó los muslos de Zoé; los notó pesados y tibios. Luego le estiró la túnica.

Se puso de pie con todo el cuerpo temblando.

Aguardó unos minutos más y acto seguido fue hasta la puerta y la abrió. Pero se detuvo bruscamente, de lo contrario habría tropezado con Anastasio, que se encontraba de pie al otro lado.

Miró a Anastasio a los ojos.

– Se ha arrepentido de todos sus errores y ha salvado su alma. Es un momento de profundo regocijo. Zoé Crysafés ha muerto siendo una hija leal de la Iglesia verdadera. -Hizo una inspiración profunda para calmarse-. Será enterrada en Santa Sofía. Yo mismo oficiaré el funeral. -Hizo un esfuerzo para sonreír, pero fue como el rictus de la muerte.

Anastasio lo miró sin poder creerlo, con los ojos muy abiertos y, sorprendentemente, experimentó un sentimiento de sincera aflicción.

Constantino se persignó y se alejó con sus enormes manos entrelazadas y el corazón retumbando de triunfo.

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