– ¿Y bien? -preguntó Simonis cuando Ana, por fin en casa, después de lavarse, descansar un poco y ponerse ropa limpia, se sentó a la mesa dispuesta a tomarse una sopa caliente con pan recién hecho-. ¿Qué información traes de Justiniano? Por tu expresión deduzco que aún vive. ¿Qué más? ¿Cuándo va a regresar a casa?
Ana no les había dicho nada de la pintura de Zoé. Ambos habían dado por hecho que el propósito de todo aquel viaje era obtener noticias acerca de Justiniano. Leo la había precavido contra el viaje diciendo que iba a ponerse en peligro por poca cosa. Simonis se había enfadado con él y había elogiado a Ana por haber dado por fin el paso que llevaba esperando de ella desde el principio.
– Lo he visto -empezó-. Está más delgado, pero me pareció que se encontraba bien.
– Tómate la sopa -ordenó Simonis-. ¿Qué te dijo?
Ana sintió cómo se cerraba todavía más el nudo de decepción que le retorcía las entrañas.
– Me contó lo que había sucedido -contestó al tiempo que comenzaba a tomarse la sopa porque despedía un aroma tentador y el hecho de comer no iba a mejorar ni empeorar lo que tema que decir-. Era casi igual que lo que creía yo, lo que averigüé por mí misma…
– ¡Y no nos dijiste nada! -la acusó Simonis, y de nuevo se le oscureció el semblante.
Leo le tocó el brazo con suavidad, en un ademán que pretendía frenarla. Pero ella se zafó sin dejar de mirar fijamente a Ana.
– Y bien, ¿cómo vas a demostrar que es inocente? -preguntó.
– No voy a demostrar nada -replicó Ana sin ambages-. Él mató a Besarión…
– ¡No es posible! -exclamó Simonis, furiosa-. Justiniano no es capaz. ¡Tú, puede ser! Tú podrías haber…
– Basta -dijo Leo, tajante. Te has excedido. Simonis se ruborizó intensamente. Ana también fue tomada por sorpresa.
– Te lo agradezco, Leo -le dijo en tono grave-. La historia es simple, y ahora que sé de labios de Justiniano que es cierta, os la voy a contar, pero si valoráis vuestra vida, o la mía, os cuidaréis mucho de repetirla. -Esperó a que le dieran su palabra-. Eso es lo que desea Justiniano.
Simonis afirmó de mala gana con la cabeza, todavía con expresión de enfado.
– Por supuesto que no diremos nada -prometió Leo. Les refirió todo brevemente, sin extenderse mucho en los detalles. Simonis parecía apabullada. Mantuvo la mirada fija y guardó silencio.
– Ana, has de respetar los deseos de Justiniano -dijo Leo con preocupación-. No puedes permitir que nadie sepa que estás enterada de todo esto, porque te destruirán.
Simonis la estaba mirando también, pero no con la misma angustia. Ella esperaba acción.
– Debes acudir al emperador y decirle quiénes eran los otros conspiradores -dijo Simonis, como si fuera una conclusión en la que estaban todos de acuerdo-. Debes decirle que has visto a Justiniano y que él te ha revelado su identidad. Y entonces el emperador lo pondrá en libertad.
– No, no puedo -repitió Ana-. A Justiniano lo torturaron para obligarlo a hablar, y no habló. Ahora tú quieres que yo haga lo mismo, después del precio que ha pagado él…
– Los hombres son unos necios -le espetó Simonis a su vez-, guardan fidelidad a personas que los traicionan aunque no tenga sentido. Debes hacerlo por él. Así quedará con las manos limpias.
– Justiniano no quedará con las manos limpias si Ana dice que fue él quien le suministró la información -la interrumpió Leo.
– ¡No importa! -exclamó Ana, desesperada-. Justiniano no quiere que las traicione nadie, ni yo, ni él, ni nadie.
– Ya lo creo que sí -la contradijo Simonis en tono cáustico-. ¿Por qué, si no, iba a haberte dado esa información?
– No necesitaba dármela, ya la tenía yo -señaló Ana. No mencionó la conversación que había tenido con Nicéforo.
– Ah, de modo que ahora es mérito tuyo, ¿no? -Simonis estuvo a punto de ahogarse al decir aquello-. Está en prisión, en el desierto, golpeado y torturado, mientras tú te enriqueces aquí, en Constantinopla, engordando y vistiéndote con sedas, pero no quieres mancillar una rectitud moral que crees tener. En Nicea no te importó sacrificar todo el futuro de tu hermano por tus equivocaciones, ¿verdad? ¿O es que ya no quieres acordarte de eso? Si en aquel entonces hubieras confesado, no habría ocurrido nada de esto. ¡Él sería médico y tú no! ¿Dónde estaba entonces tu preciosa rectitud, tu…? Eres una cobarde… -Sollozando y con la respiración entrecortada, salió disparada de la habitación y la oyeron correr pasillo adelante.
A Ana se le llenaron los ojos de lágrimas de forma inesperada.
– Justiniano me rogó que no hiciera nada -susurró-. No lo hago por mí… sino por él.
– Ya lo sé -dijo Leo en voz baja-. Ya hablaré yo con Simonis. A lo mejor deberías enviarla de vuelta a Nicea…
– No -dijo Ana sacudiendo la cabeza en un gesto negativo-. No puedo hacer eso…
– No puedes disculpar lo que ha dicho -replicó Leo-. Ha sido imperdonable.
– Hay muy pocas cosas que sean imperdonables -dijo Ana con cansancio-. Y de todas formas no puedo permitirme meter en esta casa a una persona desconocida que venga a ocupar el lugar de ella.
– ¿Temes que pueda traicionarte? -inquirió Leo.
– No, claro que no -negó Ana, demasiado deprisa-. No sería capaz de algo así. Justiniano no se lo perdonaría.
Al día siguiente, Ana fue a llevar la pintura a Zoé Crysafés. En la estancia reinaba el silencio y no había criados presentes, tan sólo ellas dos. Por la ventana penetraba el sol primaveral, intenso y luminoso. Ana le entregó el paquete, bastante pequeño y profusamente envuelto, tal como se lo había entregado Giuliano a ella.
Zoé no fingió interés por Ana. Cortó las ataduras con un pequeño cuchillo de hoja muy fina y acto seguido las soltó y contempló a sus anchas el panel de madera. Durante largo rato no dijo nada, pero por su semblante cruzaron toda clase de emociones: reverencia, asombro, alegría desbordante. Cosa extraña, no mostró ningún sentimiento de victoria, sino más bien lo contrario: una especie de repentina humildad.
Por fin levantó la vista hacia Ana y la miró con una expresión del todo carente de astucia.
– Lo habéis hecho muy bien, Anastasia -le dijo en voz baja, como una mujer podría hablar a otra de su mismo rango, posiblemente, por un instante, incluso una amiga-. Podría pagaros con oro por la habilidad que habéis demostrado y las penalidades que habéis soportado, pero eso resultaría grosero. Sobre la mesa hay un candelabro enjoyado. Es vuestro. Tomadlo y poned una vela en él.
Ana se volvió y lo vio. Era un objeto exquisito: pequeño, no mediría más de unas pocas pulgadas, pero cuajado de perlas y rubíes que refulgían suavemente incluso bajo el fuerte sol matinal. Lo cogió y se dio la vuelta para dar las gracias a Zoé, pero ésta tenía la cabeza inclinada y estaba completamente ensimismada en el retrato.
Ana se fue sin romper el silencio.