Giuliano había entregado el icono al Papa. Le habría gustado devolvérselo a Miguel, pero comprendió de mala gana por qué no podía ser. Si se lo devolviera, Miguel no tendría más que embalarlo y enviarlo de nuevo. Podría perderse en el mar, sobre todo en aquella época del año.
Así que cuando en Venecia el enviado del Papa se dirigió a él, sacó de inmediato el icono y se lo entregó para que se lo llevara a Roma, a modo de obsequio de la República de Venecia, que lo había rescatado de los piratas.
Nadie se creyó aquella explicación. Pero no importaba; compartieron una botella de un excelente vino veneciano, rieron a carcajadas y después el enviado partió llevándose el icono, bien protegido por una guarnición de soldados.
Giuliano zarpó con rumbo a Constantinopla y llegó al cabo de seis semanas. Cruzó el mar de Mármara luchando contra un fuerte viento y se alegró cuando por fin desembarcó en el Cuerno de Oro. La familiar silueta del majestuoso faro y el cálido color rojizo de Santa Sofía le causaron una extraña calma, y no obstante, mientras pensaba en ello, también se dio cuenta de que aquella sensación de seguridad era puramente ilusoria.
En cuanto puso un pie en tierra el capitán del puerto le entregó una carta que llevaba su nombre acompañado de la palabra «urgente». Llevaba allí dos días.
Querido Giuliano:
Gracias a los buenos oficios de mi amigo Avram Shachar, he encontrado a un familiar cercano de tu madre. Sin embargo, queda muy poco tiempo. Es una mujer, anciana y muy frágil. He ido a verla, y me ha contado la verdad respecto de tus padres, una historia que yo podría relatarte, pero sería mucho mejor que la oyeras tú mismo de sus labios. Con ello le proporcionarías a ella una profunda paz. Te prometo que es un relato que te conviene conocer.