CAPÍTULO 51

Ana despertó en mitad de la noche y encontró a Simonis de pie a su lado, sosteniendo una vela.

– Ha venido un hombre del barrio veneciano, a caballo. -La voz de Simonis sonó irritada-. Dice que tienes que ir ahora mismo, que ha tenido lugar un accidente y necesitan ayuda. Quiere que montes en su caballo. Están locos, voy a decirle que vayan a buscar a uno de los suyos.

– Dile que voy enseguida -ordenó Ana. Simonis se encogió de hombros.

Luego Ana salió acompañando al veneciano y aceptó su mano para montar en la silla del caballo detrás de él, aferrada a su bolsa.

– No vais a necesitar eso -le dijo el hombre-. Ha muerto. Es que… necesitamos vuestra ayuda para deshacernos del cadáver de modo que no lo encuentren y no nos responsabilicen a nosotros del asesinato.

Ana estaba perpleja.

– ¿Y por qué diablos iba a ayudaros? -dijo, preparándose para desmontar y regresar a su cama.

Pero el hombre arreó al caballo, el cual enseguida adquirió demasiada velocidad para que ella pudiera descabalgar. Bajaron por la colina con un estruendo de cascos. Si el hombre contestó a su pregunta, desde luego ella no lo oyó.

Tras un cuarto de hora de camino, Ana agarrándose incómoda a él en medio de la oscuridad y soportando el golpeteo constante de la bolsa contra las piernas, por fin se detuvieron en una callejuela. Había un corrillo de personas apiñadas frente a la puerta de una pequeña tienda. En el suelo yacía el cuerpo de un hombre. Uno del grupo sacó un farol y lo sostuvo en alto; bajo aquella luz oscilante Ana vio el miedo pintado en la cara del muerto y la mancha escarlata que formaba la sangre sobre el empedrado.

– Lo hemos encontrado en nuestra puerta -dijo el hombre con voz serena-. No lo hemos matado nosotros. No es uno de los nuestros, es un noble, y además bizantino. ¿Qué tenemos que hacer?

Ana tomó el farol y lo acercó al cadáver. Al ver el rostro advirtió de inmediato que se trataba de Gregorio Vatatzés. Presentaba una herida terrible y desigual en el cuello, y a su lado, en el suelo, manchada de sangre, había una hermosa daga en cuya empuñadura destacaba el emblema de los Dandolo. La había visto en otra ocasión, hacía menos de una semana, en las manos de Giuliano: éste la había utilizado para cortar un melocotón maduro del cual le ofreció a ella una mitad. Ambos rieron juntos de cuestiones triviales. Sólo había habido aquel melocotón, era de Giuliano y éste lo había compartido con ella.

Pasó las manos por el cadáver para ver si estaba armado, si había tenido lugar una pelea. Sintió una punzada de pánico al pensar que Giuliano también hubiera resultado herido.

Encontró un arma, otra daga enjoyada, pero con la hoja de una forma distinta, todavía guardada en su funda y limpia. Ni siquiera la había sacado. En el bolsillo llevaba un papel: una invitación para un encuentro que debía tener lugar a unos trescientos pasos de allí, firmado por Giuliano.

Con las manos rígidas, rompió el papel en pedazos y se guardó la daga de Dandolo en su propia bolsa. A continuación se volvió hacia el hombre que había ido a buscarla.

– Ayudadme a ponerlo en el centro de la calle -ordenó-. Que alguien traiga un caballo y un carro. Todos los que podáis, subid a él y pasad con el carro por encima del cadáver, una sola vez, aplastándole el cuello para que podamos disimular la herida. ¡Vamos! ¡Daos prisa!

Ana se agachó e hizo un esfuerzo para agarrar el cadáver de Gregorio. Pesaba mucho. Le costó un gran trabajo arrastrarlo hasta el centro de la calle, donde el paso de los carruajes había desgastado el empedrado con los años. Empezó a sudar, y sin embargo temblaba con tal violencia que le castañeteaban los dientes. Procuró no pensar en lo que estaba haciendo, sólo en lo que iba a suponer para Giuliano si fracasaba en aquella operación, y en las personas que habían confiado en ella y que iban a pagar un precio terrible a las autoridades si se pensaba que aquello había sido un asesinato.

Una vez terminada la tarea bajo la luz parpadeante del farol, las mujeres ayudaron a Ana a buscar el sitio en que habían matado a Gregorio para que cuando se hiciera de día la sangre no dejara pruebas de que se había trasladado el cadáver. Trabajaron con ahínco empleando cal, potasa y cepillos para eliminar todo rastro a base de frotar, barrer y rascar entre las piedras. Para cuando por fin quedaron satisfechas, ya había regresado el hombre con el carro, del cual tiraba un caballo de andar cansino.

Fue una operación laboriosa. El caballo estaba asustado por el olor a sangre y a muerte, y hacía todo lo posible por no pisar el cadáver. Hubo que conducirlo, calmarlo a base de hablarle, instarlo a obedecer en contra de su voluntad, para poder pasar las ruedas por encima del cuello y los hombros de Gregorio.

– Aún no es suficiente -les dijo Ana observando la carne desgarrada y el hueso que quedaba horriblemente a la vista-. Una vez más. No van a creerse que ha sido un accidente a no ser que quede claro que el carro le pasó por encima varias veces, podrían pensar que el caballo se asustó y retrocedió. Ten cuidado.

El carro comenzó a moverse. El hombre tiraba de la rienda del caballo, que, empapado en sudor, con los flancos cubiertos de espuma y los ojos en blanco, se negaba a obedecer.

– ¡A la izquierda! -apremió Ana agitando el brazo-. ¡Más! Eso es. Ahora hacia delante.

Se obligó a sí misma a mirar. La visión del cadáver era espeluznante, cualquiera que lo viese supondría que había sido atropellado y arrastrado hasta que finalmente, cuando el animal cayó presa del pánico, las ruedas le pasaron por encima. Desvió la mirada.

– Os estamos agradecidos-dijo el hombre con la voz quebrada por la emoción-. Voy a llevaros a casa.

– Quedaos aquí, limpiad el carro y los cascos del caballo, y hacedlo concienzudamente para que nadie descubra nada si le diera por mirar. Yo diré a las autoridades que me habéis llamado para que acudiera a un accidente. -Ana volvió a tragar con dificultad, sintiendo la cabeza mareada-. Es fácil de explicar. Un suceso en mitad de la noche, un caballo que se asusta, un hombre que acaba de regresar de un largo exilio en Alejandría y no conocía bien el barrio veneciano. Un desgraciado accidente, sin embargo ocurre. No es necesario dar más explicaciones. -Notaba cómo se le retorcía el estómago-. Lo encontrasteis vosotros y me llamasteis porque me conocíais. Como estaba tan oscuro, no os disteis cuenta de lo grave que era la situación.

Ana se alejó a toda prisa y nada más doblar la esquina vomitó. Necesitó varios minutos para recuperarse lo suficiente a fin de incorporarse y continuar andando. Se encontraba a menos de una milla de la casa en que se alojaba Giuliano, y a aquellas alturas éste ya debería haber vuelto. La hora de su cita con Gregorio hacía mucho que había pasado. Antes de dar parte a los vigilantes nocturnos, debía devolverle la daga.

Llegó a la puerta lateral de la casa, la que utilizaba Giuliano, y la golpeó con energía. No hubo respuesta. Probó de nuevo y esperó. Todavía lo intentó una tercera vez, con la intención de marcharse, pero oyó un breve ruido y se abrió la puerta. Tras ella apareció el contorno de un hombre.

– ¿Giuliano? -preguntó en tono apremiante. La puerta se abrió un poco más y el resplandor del farol reveló un rostro en el que se dibujaba la sorpresa.

– ¿Anastasio? ¿Qué ha sucedido? Estáis horrible. Entrad, vamos. -Abrió la puerta del todo-. ¿Estáis herido? Dejadme

Ana había olvidado que estaba cubierta de suciedad de la calle y de la sangre de Gregorio.

– ¡No estoy herido! -exclamó, cortante-. Cerrad la puerta… por favor.

Giuliano estaba vestido con una camisola de dormir y tenía el pelo revuelto como si se hubiera levantado de la cama. Ana sintió que le ardía la cara.

Sacó la daga ensangrentada de su bolsa y se la mostró a Giuliano asiéndola por la empuñadura, pero de forma que él pudiera ver el emblema de los Dandolo. La hoja estaba manchada de sangre ya coagulada pero que aún no se había secado.

Giuliano palideció y miró a Ana con expresión de horror.

– La he encontrado en la calle, a una milla de aquí -le explicó ella-. Junto al cadáver de Gregorio Vatatzés. Le habían degollado.

Giuliano fue a decir algo, pero no le salieron las palabras.

Ana le contó brevemente la salida en mitad de la noche y lo que había tenido que hacer.

– Supondrán que ha sido un accidente -añadió-. Limpiad la daga, sumergidla en agua hasta que no quede el menor rastro de sangre, ni siquiera en las grietas y en el mango. ¿Fuisteis a reuniros con Gregorio?

– Sí-contestó el veneciano con voz ronca, teniendo que aclararse la garganta para poder pronunciar aquella palabra-. Pero no lo vi. Esa daga es mía, me la regaló Zoé Crysafés porque lleva el emblema de los Dandolo. Pero me la robaron hace un par de días.

– ¿Zoé? -dijo Ana con estupor.

Giuliano seguía sin comprender.

– Sí -afirmó-. Me está ayudando a… encontrar a la hermana de mi madre, que puede que aún viva. Por eso iba a reunirme con Gregorio. Me escribió un recado en el que me decía que tenía noticias de ella.

Al tiempo que hablaba fue hasta un arcón situado contra la pared, llevando consigo el farol para poder buscar el papel. Se lo tendió a Ana sosteniendo la luz en alto para que lo leyera.

Ana lo leyó. Lo que decía era casi inmaterial. La letra era la de Zoé, si bien se observaba en ella una inclinación distinta de la habitual, más audaz, más masculina, pero reconoció aquellas mayúsculas características, las había visto en numerosas ocasiones, en cartas, instrucciones, listas de ingredientes.

– Así que Zoé Crysafés -dijo Ana con voz queda, teñida por la furia-. ¡Necio! -Temblaba a pesar del esfuerzo que hacía por controlarse-. ¡Es bizantina hasta la médula, y vos no sólo sois veneciano, sino además un Dandolo! ¿Y habéis consentido que os regalara una daga que cualquiera puede reconocer? ¿Dónde tenéis la cabeza?

Giuliano se había quedado petrificado en el sitio.

Ana cerró los ojos.

– Quiera Dios que nadie os haga preguntas, pero si eso sucediera, ceñíos a la verdad de que habíais salido. Es posible que os haya visto alguien. No voy a deciros dónde ha tenido lugar el hecho, porque no os conviene saberlo. No mencionéis la daga; creo que yo soy la única persona que la ha visto de verdad. ¡Vos ocupaos de limpiarla bien!

Sin dedicarle otra cosa que una mirada somera, abrió la puerta y salió al pasillo y después a la calle. Rápidamente, tropezando y temblando, corrió al punto de vigilancia de las autoridades civiles que tenía más cerca. Gracias al cielo, no sería preciso que saliera del barrio veneciano, y los vigilantes no estarían dispuestos a contemplar la posibilidad de que aquello pudiera ser otra cosa que el percance que parecía haber sido.

– ¿Y qué estabais haciendo vos allí? -inquirió el vigilante.

– Tengo varios pacientes en ese barrio -repuso ella.

– ¿A esas horas de la noche?

– No, señor. Yo era tan sólo un médico al que llamaron, y sabían que iba a acudir.

– Decís que el hombre estaba muerto. ¿Qué podíais hacer vos por él? -preguntó el vigilante con el ceño fruncido.

– Nada, me temo. Pero estaban muy nerviosos, sobre todo las mujeres. Necesitaban ayuda… atención médica.

– Entiendo. Gracias.

Ana se quedó un rato más para dejar su nombre y su dirección por si necesitaban hablar nuevamente con ella. Acto seguido, todavía temblando a resultas del horror y el miedo, todavía asaltada por las náuseas y empapada en un sudor frío, emprendió el largo camino de regreso colina arriba, en dirección a su casa.

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