CAPÍTULO 59

Tras hacer una breve escala en Famagusta, en la costa oriental de Chipre, atravesaron una zona de mar agitado, contra el viento y avanzando con dificultad. Las enormes velas latinas pesaban mucho y crujían al flamear, para después coger viento e hincharse de nuevo. En todas aquellas ocasiones, Ana se maravillaba de la destreza de los hombres, cerraba los puños al ver con qué precisión calculaban y actuaban, consciente de lo fácil que podría ser que se partiera un mástil.

Fueron avanzando trabajosamente con rumbo sur, siguiendo la costa de Palestina, tocaron tierra en Tiro, después en Sidón y finalmente en Acre, un puerto amplio que bullía de actividad. Abarcaba desde las altas y majestuosas murallas construidas por los cruzados hasta los barrios de los mercaderes: pisanos, genoveses y por supuesto venecianos, y contaba con unos muelles atestados de gente y unas aguas salpicadas de embarcaciones.

Aquélla era la puerta de entrada a Tierra Santa y el punto de partida del viaje de entre seis y diez días para llegar a Jerusalén. Ana se quedó a bordo mientras Giuliano saltaba a tierra, para supervisar el desembarco del cargamento y obtener otro para el viaje de vuelta.

Ana permaneció en cubierta, contemplando el paisaje soleado, los muelles y los embarcaderos, y el resplandor del agua. Se dio cuenta de que Giuliano examinaría todo aquello con ojo de militar, tal como habían hecho varias generaciones de hombres venidos de todos los rincones cristianos del mundo, pensando en conquistar aquella tierra… ¿para qué? ¿Para Dios? ¿Para Cristo? Algunos, puede que sí. Pero más probablemente para obtener gloria.

Aquélla era una tierra de leche y miel, quizá, pero también de sangre.

Al tercer día bajó a tierra con Giuliano. Éste había dado la orden de que el barco navegara con el cargamento siguiendo la costa y que regresara al cabo de dos meses, cuando Anastasio y él volverían a embarcar allí. Si se retrasaran, el barco debía conseguir el mejor cargamento que pudiera y esperarlos.

Los dos iban vestidos con el atuendo característico de los peregrinos: cogulla gris, escarcela y esclavina, una cruz roja en el hombro, un ancho cinturón al que iba sujeto un rosario y una calabaza con agua. Cada uno llevaba un sombrero de ala ancha, con el borde levantado por delante, y cargaba al hombro un zurrón. Ana portaba también un pequeño estuche de utensilios médicos: cuchillo, aguja e hilo de seda, unas cuantas hierbas y un tarro de ungüento. Se sentía desaseada, anónima e incómoda. Se alegró de no tener ningún espejo en que verse.

Miró a Giuliano. A primera vista era igual que cualquier otro, gris, uno de tantos peregrinos cansados, de pies doloridos y un poco locos, con un brillo especial en los ojos y cánticos repetitivos en los labios. Pero cuando se movía, continuaba teniendo aquellos andares fluidos, aquel ligero bamboleo de los marinos.

A Ana le habría gustado quedarse varios días en Acre para poder pasear por las callejuelas de aquel baluarte del reino cristiano de Jerusalén y ver dónde habían vivido las gentes del pasado, cruzados, caballeros, reyes y hasta reinas, pero sabía que no había tiempo.

– Hemos de sumarnos a otros -dijo Ana-. Necesitamos guías.

– Ahí delante -señaló Giuliano-. Partiremos en poco más de una hora. Va a ser muy duro. Y teniendo en cuenta la época del año en que estamos, vamos a pasar frío. Por lo general, los peregrinos eligen el otoño o la primavera. A nosotros se nos ha hecho tarde para una estación y aún es pronto para la otra.

Formaron un grupo de unos veinte peregrinos, la mayoría de ellos vestidos de gris, igual que Ana y Giuliano. Más de la mitad eran hombres, pero Ana se sorprendió al ver también a un buen número de mujeres, seis por lo menos. Había una anciana de rostro curtido por la intemperie y manos nudosas que aferraba un bastón que le servía de apoyo. En ningún momento dejaba de musitar los nombres de todos los lugares sagrados en los que había estado, como un ensalmo: Canterbury, Walsingham, Lourdes, Compostela y ahora el más importante de todos, Jerusalén. Todos presentaban la palidez típica tras haber realizado un largo viaje por mar apiñados en naves que apenas les ofrecían espacio suficiente para tumbarse y ninguna intimidad.

Un soldado daba la impresión de ser el jefe natural del grupo, y fue él quien se adelantó para hablar con el árabe de piel oscura que se ofreció como guía. Era un hombrecillo de mirada feroz, rasgos de halcón y dentadura mellada. Ana no entendió lo que dijo, pero el significado estaba claro. Estaban regateando acerca del precio y las condiciones. Ambos hombres fueron alzando la voz cada vez más. El árabe mostraba desconcierto, el soldado insistía. Hubo un revuelo de insultos por ambas partes. El soldado no quería ceder en su postura, pero finalmente ambos sonrieron. Todo el mundo aportó el dinero correspondiente.

Partieron al mediodía a paso regular. Ana no quería intimar con ninguno de los otros peregrinos, ya que debía ocultar su identidad en todo momento. Se encontraba en la extraña posición de no ser ni hombre ni mujer, pero no pudo evitar mirarlos con curiosidad y oír de vez en cuando su conversación.

La mayoría había llegado por mar vía Venecia, que era el punto de encuentro de los peregrinos procedentes de otras partes de Europa.

– Son miles -le dijo Giuliano cuando hicieron un corto descanso-. Los cambistas de Rialto ganan una fortuna. De eso es de lo que se están quejando esos de ahí -indicó un grupo de peregrinos situados a unos pasos de ellos-. Y de la travesía por mar. Ha sido muy agitada y viajaban muy apretados.

– Hace falta mucha fe para venir hasta aquí -dijo Ana con respeto.

– O no tener nada que dejar atrás -añadió él. Entonces se fijó en la expresión de Ana-. Lo siento, pero ésa es la verdad. Si sobreviven y consiguen regresar a su hogar, podrán llevar la palma en el sombrero durante el resto de su vida. Es una enseña de honor. Les serán perdonados sus pecados y gozarán del respeto de sus familiares, sus vecinos y sus amigos. Y desde luego que se lo habrán ganado. -Se percató de que Ana ponía cara de desconcierto-. ¿Que cómo lo sé? Porque soy veneciano. Llevo toda la vida viéndolos ir y venir llenos de esperanza, piedad, orgullo. -Se mordió el labio-. Los venecianos les damos la bienvenida a todos, les vendemos reliquias sagradas auténticas y otras falsas, les proporcionamos hospitalidad, orientación, consejo, un pasaje para Acre o para Jaffa, y los despojamos de la mayor parte del dinero que tienen.

Ana se pasó la mano por el pelo, que ya estaba cubierto de polvo, y sonrió. Lo que acababa de hacer Giuliano era reconocer que su ciudad de origen, además de poseer ingenio y belleza, tenía también un lado corrupto. No dijo que se sintiera avergonzado de ello, pero Ana sabía que sí.

Ana no estaba acostumbrada a pasar el día entero caminando. Le salieron ampollas en los pies, y la espalda y las piernas le dolían de tal manera que comenzó a sentirse invadida por un cansancio abrumador. Se daba cuenta, con cierto resentimiento, de que Giuliano tenía mucha más fuerza que ella, pero no se atrevía a pedirle que la ayudara, ni siquiera cuando él se ofreció con verdadera preocupación.

Al anochecer de la primera jornada se detuvieron en una posada. Ana se sintió tremendamente aliviada de poder sentarse, y sólo cuando todos hubieron cenado alrededor de un amplio tablero de madera, se dio cuenta de que también se alegraba de disfrutar de un poco de calor. Fuera hacía más frío de lo que había esperado, y la capa gris de peregrino que llevaba no la abrigaba tanto como su dalmática de lana.


A lo largo de las jornadas que siguieron, Ana tuvo que hacer un esfuerzo para seguir caminando, aunque le sangraran los pies. Estaba tan débil que cada vez se tambaleaba más y con frecuencia perdía el equilibrio y tropezaba, pero siempre volvía a levantarse. Insistía en disfrutar de un poco de intimidad para satisfacer las necesidades del cuerpo, pero como era eunuco dicha intimidad le era concedida, aunque fuera por razones del todo erróneas. Nadie deseaba ponerla en evidencia por los órganos que acertadamente suponían que le faltaban.

Todos tenían las mismas ampollas y sufrían por el frío, el viento y la lluvia del mes de enero, por lo áspero del camino que iban pisando, por el dolor de huesos tras pasar las noches tendidos en duras tablas y durmiendo demasiado poco. El terreno era duro, formado por rocas y tierra, y los escasos árboles que había estaban descarnados por el viento. Atravesaban largos trechos en los que no había agua, a excepción de la que ellos mismos llevaban encima. La lluvia era helada y embarraba el camino, pero el lodo suponía un alivio para los pies destrozados.

Ana procuró no mirar a Giuliano. Se vio obligada a reconocer que comprendía con toda exactitud por qué el dux había enviado un hombre y no sólo lo había hecho navegar hasta Acre, sino también recorrer a pie aquella ruta, la misma por la que iba a tener que pasar el ejército de los cruzados. Él vería las fortificaciones de Jerusalén con la mirada de un soldado, se fijaría en los puntos fuertes y en los débiles, en todo lo que pudiera haber cambiado desde la última vez que estuvieron allí los caballeros venidos de Occidente. Todo el provecho que podía sacar Venecia dependía del éxito obtenido en dicha empresa.

Ana no quiso saber si a Giuliano aquel pensamiento le resultaba tan amargo como a ella. Él era veneciano, por lo tanto debía de juzgar la situación de diferente manera. Pensó en los primeros soldados romanos, avanzando con sus legiones para conquistar a los díscolos judíos. ¿Podría el más audaz de ellos haber imaginado siquiera que un hombre de Judea iba a cambiar el mundo para siempre? Más de mil años después, el camino de Jerusalén estaba ya desgastado a causa de las muchedumbres que lo recorrían tanto en invierno como en verano, convencidas de que de alguna manera estaban siguiendo los pasos de Jesús.

¿Era así en realidad? ¿Servía para algo lo que hacían? Sin haber tenido la intención, dirigió una mirada fugaz a Giuliano y se encontró con que éste la estaba mirando fijamente. El veneciano le sonrió, y en aquel gesto Ana percibió una intensa dulzura. Durante un terrible instante pensó que él comprendía la verdadera razón de su debilidad física, pero enseguida se dio cuenta de que lo que lo conmovía era la confusión que veía en su semblante.

Ana le devolvió la sonrisa y se sorprendió al comprobar hasta qué punto se le levantaba el ánimo sólo con saber que Giuliano estaba allí.

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