Giuliano se fue con Giuseppe y con los demás hombres. Salieron de Palermo y viajaron deprisa, a menudo de noche. Para mediados de abril ya se había rebelado la isla entera y sólo se perdonó la vida a un gobernador francés, en respeto a la humanidad que había mostrado con sus súbditos. Todas las demás guarniciones fueron tomadas y los ocupantes de las mismas fueron pasados por la espada.
Para finales de mes, Giuliano y Giuseppe llegaron a Mesina. Juntos en la falda de la colina que daba al puerto, contemplaron la ingente flota de Carlos de Anjou, compuesta por naves de todo tamaño y aparejo que él conociera y en un número no inferior a doscientos, todas tan juntas entre sí que oscurecían el mar y apenas quedaba espacio para que otras pudieran permanecer ancladas sin tocarse.
¿Cuántas catapultas llevarían a bordo? ¿Cuántas torres de asalto para atacar las murallas de la ciudad? ¿Cuánto fuego griego para destruir y quemar?
– Por lo que se ve, están desiertas -comentó Giuseppe en voz baja, entrecerrando los ojos a causa del sol.
– Y probablemente así sea, únicamente habrán dejado una guardia -contestó Giuliano. Dos días antes, Mesina también se había levantado contra los franceses, los cuales se habían replegado hacia el magnífico castillo de granito de Mategriffon, pero carecían de la fuerza necesaria para tomar posesión de él-. Sin embargo, todavía suponen una amenaza para Bizancio. La flota veneciana traerá más hombres, más barcos, más armas. Las máquinas de asalto siguen aquí, y los caballos siempre se pueden robar de nuevo.
Giuseppe lo miró fijamente.
– ¿Qué es lo que pretendes? ¿Hundir las naves?
Giuliano sabría que si hacía tal cosa rompería el juramento que le había hecho a Tiépolo, a saber, que jamás traicionaría los intereses de Venecia. Pero el mundo ya no era el mismo que cuando murió Tiépolo. Venecia ya no era la misma, y desde luego Roma tampoco.
– Quemarlas -respondió en tono sereno-. Con brea. Empleando embarcaciones pequeñas que podamos remolcar detrás de un bote de remos. Lo haremos cuando tengamos el viento adecuado y la corriente…
– ¿Estás dispuesto a hacer eso? ¿Siendo veneciano? -dijo Giuseppe en tono calmo.
– Medio veneciano -lo corrigió Giuliano-. Mi madre era bizantina. Pero eso no tiene nada que ver… por lo menos no lo es todo. No está bien. Conquistar Bizancio no está bien. No tiene nada de cristiano. Poco importa quiénes son ellos ni cuáles son sus creencias; de lo que se trata es de que nunca debería importar quiénes seamos.
Giuseppe se lo quedó mirando.
– Eres un hombre extraño, Giuliano. Pero estoy contigo. -Extendió la mano, ofreciéndola.
Giuliano la tomó y la estrechó con fuerza durante largos instantes.
Juntos reunieron aliados entre los sicilianos que habían perdido familiares, amigos o hermanos a manos de los franceses. Encontraron las embarcaciones que necesitaban, y también la brea. No era tanta como a Giuliano le habría gustado, pero no podían correr el riesgo de esperar más.
A solas en el muelle, contempló el sol que se ponía por el oeste, sulfuroso, iluminando la panza de unas nubes que dentro de poco traerían oscuridad y ocultarían la luna. Ya no era capaz de contemplar el cielo sin que le viniese a la memoria el recuerdo de Anastasio. Las serenas conversaciones que habían compartido regresaban a su mente de la forma más inesperada.
Además, había sido Anastasio el que le había aportado la paz con su madre, el que había curado su herida más honda.
¿Qué papel tenía aquello en el terrible plan que Giuliano estaba pensando ejecutar? Giuseppe, Stefano y otros lo estaban ayudando, pero moralmente la decisión la había tomado él. Eran muchos barcos, y algunos de ellos todavía tenían hombres a bordo. Sintió deseos de destruirlos todos para que no pudieran llevar la guerra a Bizancio.
¿Importaba algo que tampoco lograran reconquistar Jerusalén? ¿Iban a conseguir los caballeros cruzados mejorar de alguna manera la situación de aquella atormentada ciudad, iban a convertirla en un lugar más seguro o más bondadoso de lo que era actualmente?
Ya era demasiado tarde para cambiar de decisión, aunque quisiera. Sabía que en lo más recóndito de sí tenía miedo del fracaso, del horror que estaba a punto de desatar, pero no albergaba ninguna duda.
Stefano, el remero más fuerte y que mejor conocía la bahía de Mesina, fue el que zarpó el primero, a los remos de un bote y remolcando el otro, en el que llevaba la brea y el aceite.
A continuación salió Giuseppe, una vez que calcularon que Stefano se encontraba ya a medio camino, aunque no alcanzaban a verlo por culpa de aquel bosque de naves ancladas. Daría la impresión de ser una especie de bote de suministros; llevando a remolque un segundo bote sin tripulación, nadie lo confundiría con un pescador.
– Buena suerte -dijo Giuliano en voz baja, agachado en la orilla, mientras empujaba la popa con Giuseppe inclinado sobre los remos.
Giuseppe se despidió de él sin hacer ruido y en cuestión de pocos momentos estaba ya a veinte pies del muelle, sumergiendo los remos con un movimiento silencioso, rítmico, cortando las olas que iban lamiendo los costados del bote. Tuvo que hacer un esfuerzo para no ser arrastrado a tierra por la corriente.
Giuliano aguardó hasta que casi se perdió de vista y acto seguido se metió en el agua, subió a su propio bote y aferró los remos. Estaba acostumbrado al mar abierto y a dar órdenes más que a doblar él mismo la espalda, pero en esta ocasión lo impulsaba la urgencia y sentía una profunda emoción en el pecho, casi en la garganta, al notar la fuerza del viento y la resistencia del agua.
Hacía mucho que no remaba, con lo cual enseguida empezaron a dolerle los hombros. Además, estaba seguro de que antes de que terminara la noche le saldrían ampollas en las manos. Debía situarse a barlovento del barco más al este, para a continuación prender fuego a la brea y soltar las amarras. El primero sería Stefano. Giuseppe, que iba en el segundo bote, al ver iniciarse el fuego prendería el suyo, y por último Giuliano. Los tres tendrían que huir remando en dirección al mar, contra el viento y la corriente, para no verse atrapados ellos mismos en las llamas.
Miró atrás y aguzó la vista en la oscuridad para captar la chispa en cuanto apareciera. Al igual que los otros, disponía de yesca, aceite y varias teas para cerciorarse de que el fuego cobrara fuerza antes de cortar las amarras del barco incendiado. Si huía demasiado pronto y las llamas se apagaban, todo aquello no habría servido de nada.
Llegó al punto indicado con la máxima exactitud que pudo calcular, pero tuvo que mantener las manos en los remos para evitar derivar hacia el interior de la flota. Entonces giró lentamente con el fin de que el bote que transportaba el material incendiario quedara a su espalda y él mirando hacia el oeste, hacia el otro extremo de la dársena. ¿Dónde estaban los demás?
El agua golpeaba con fuerza contra los costados del bote. Tuvo que inclinarse sobre los remos con todo su peso para mantener la distancia respecto de la nave que tenía más cerca. La corriente tiraba con fuerza y el viento estaba arreciando. Le dolía la espalda y le crujían los músculos de los hombros.
Se esforzó por ver algo. Y de pronto apareció, una lengua de luz que fue aumentando de tamaño, luego una llama amarilla, cada vez más grande. Después apareció otra más cerca de su posición, al principio minúscula pero que enseguida comenzó a crecer y agitarse en la oscuridad.
Dejó los remos y buscó la yesca, operación que le llevó unos instantes, hasta que la encontró en la oscuridad, en el fondo del bote. Seguidamente buscó a tientas las antorchas, encontró la primera, luego la segunda, y una tercera de seguridad. La yesca no quiso prenderse. Estaba derivando hacia la nave de guerra, el mar lo estaba dominando cada vez más deprisa. Notaba los dedos torpes. Debía tranquilizarse. ¡Sólo tenía una oportunidad!
De pronto la yesca se prendió y la chispa encendió la antorcha, que enseguida emitió una llamarada. Con ella prendió la segunda. Las dos ardieron con fuerza. Entonces arrojó la primera al interior del bote que contenía la brea y el aceite. Las llamas se atenuaron un instante, pero a continuación se elevaron violentamente. Encendió la tercera antorcha con la segunda y las lanzó también. El incendio ya era de una magnitud considerable. Debía cortar la amarra, o de lo contrario se vería arrastrado por ella. En dirección oeste, las llamas iban aumentando de tamaño a medida que los botes incendiarios entraban en contacto con las naves ancladas.
La maroma era gruesa y estaba mojada. Se le antojó que tardaba una eternidad en cortarla. ¿Por qué no habría traído una hoja más afilada? ¡Paciencia! Finalmente logró rebanarla y la dejó caer al agua.
Entonces se sentó de nuevo en la bancada y aferró los remos empujando con todo su peso, una vez, dos, tres. Estaba demasiado cerca de las naves de guerra; oía hombres gritando, presas del pánico. Hacia el oeste el fuego resplandecía y rugía con gran estruendo. El primer barco estaba envuelto en llamas que lamían sus mástiles y se elevaban cada vez más alto.
Tiró con todas sus fuerzas para hundir bien los remos en el agua. Debía bogar de manera uniforme con ambos brazos. Si se desgarrase un músculo terminaría ardiendo con los barcos. Debía alejarse de allí y regresar a tierra. ¿Se encontrarían bien Giuseppe y Stefano? ¿Habrían tenido fuerzas para alcanzar la orilla? Debería haberle dicho a Giuseppe que cuando estuviera en medio de la bahía se dirigiese a la orilla más alejada, que no intentara volver al este yendo en contra del viento.
No, era una tontería; ¡no hacía falta decirle nada!
El resplandor era cada vez más intenso a medida que el barco situado en el centro de la ensenada ardía con más violencia. La lona de las velas, que estaban recogidas, era pasto de las llamas. De repente explotó el fuego griego en una llamarada blanca, como el interior de un horno, que lanzó por los aires un montón de astillas ardiendo. Giuliano se apoyó en los remos y contuvo la respiración al ver una estela ardiente que surcaba el cielo e iba a aterrizar en otra nave, para inmediatamente prender fuego a la madera seca de la misma. Otros pedazos cayeron al mar. Contempló la belleza y el horror de la escena: una nave tras otra iban siendo devoradas por las llamas, hasta que la bahía entera se transformó en una especie de visión del mismísimo infierno.
En eso, explotó otra nave que llevaba fuego griego y provocó otra lluvia de escombros. El rugido que produjo fue ensordecedor, y el calor que despidió llegó a sentirlo Giuliano en la piel, pese a la distancia a la que se encontraba.
De pronto, muy cerca de él cayó un tablón ardiendo que se hundió en el agua. Agarró los remos y se sirvió de todo su cuerpo para hacer fuerza sobre ellos y salir disparado hacia delante.
Al cabo de quince minutos llegó a la orilla este, a un centenar de pies del punto del que había partido inicialmente. Permaneció allí unos momentos, contemplando cómo una de las naves de guerra se escoraba y se hundía un poco más en el agua. Para cuando amaneciera, ya no quedaría gran cosa de la flota de Carlos. El hecho de que él, un veneciano, hubiera sido el que había prendido el fuego que acabó con ella tal vez representara una pequeña dosis de redención para Venecia por el feroz saqueo de Bizancio que había perpetrado setenta años antes.
Se volvió lentamente y echó a andar en dirección a la ciudad. El resplandor del incendio le resultó muy útil para alumbrarle el camino. Las llamas se elevaban hacia el cielo iluminando el conjunto de naves destrozadas y a la deriva. El agua de la bahía parecía de latón entre los esqueletos ennegrecidos de los barcos. El fuego teñía de rojo y amarillo las fachadas de las casas, y Giuliano se fijó en los cristales de sus ventanas, luminosos entrepaños de oro liso que formaban un fuerte contraste con la oscuridad de la piedra.
La gente comenzó a salir a la calle para contemplar la escena con asombro y horror. Algunos se abrazaban cuando una nueva explosión desgarraba el aire; otros se quedaban paralizados, sin poder creerlo.
Giuliano avivó el paso y alargó la zancada. Giuseppe y Stefano regresarían a las montañas, en dirección al Etna, donde jamás los encontrarían los hombres de Carlos, pero él necesitaba ir a Bizancio. Debía llevar la noticia.
Ante él se irguieron los macizos contrafuertes de Mategriffon, en cuyas almenas se habían apiñado muchos hombres para contemplar el infierno en que se había transformado el mar. El resplandor de las llamas convertía sus caras en efigies de cobre. Giuliano levantó la vista y por un momento vio a Carlos en persona, con las facciones contorsionadas por la furia y empezando a comprender lo que le había ocurrido al sueño más preciado de su vida.
Carlos bajó un instante la mirada, tal vez porque captó algo familiar en la forma de andar de Giuliano o en el oscuro contorno de su figura al pasar junto a un muro iluminado por el fuego. Y se puso tenso al reconocerlo. Giuliano alzó el brazo a modo de saludo y a pesar del cansancio y las magulladuras que tenía por todo el cuerpo, de nuevo apretó el paso. Debía desaparecer antes de que acudieran los arqueros o se diera orden a los soldados de que lo capturasen.