CAPÍTULO 01

Ana Zarides, de pie en el embarcadero de piedra, contemplaba las aguas oscuras del Bósforo en dirección al faro de Constantinopla. Su fuego iluminaba el firmamento con un majestuoso haz de luz que se recortaba contra las pálidas estrellas del mes de marzo. Era una vista muy hermosa, pero ella estaba esperando a que el amanecer le mostrara los tejados y, uno por uno, los maravillosos palacios, las iglesias y las torres que sabía que estaban allí.

Las olas, cuyas crestas eran apenas visibles, traían un viento frío. Las oía chocar y sisear contra los guijarros. Allá a lo lejos, en el promontorio, los primeros rayos del sol tocaron una cúpula gigantesca, de cien, doscientos pies de altura. Al cabo de unos instantes pareció adquirir un suave resplandor rojo, como si la iluminara un fuego interno. Tenía que ser Santa Sofía, la iglesia más grandiosa del mundo, que no sólo era la más bella, sino el corazón y el alma de la fe cristiana.

Ana la contempló mientras la luz diurna se iba intensificando. Comenzaron a distinguirse otros tejados, una maraña de ángulos, torres y cúpulas. A la izquierda de Santa Sofía vio cuatro columnas altas y esbeltas, recortadas como agujas contra el horizonte. Sabía lo que eran: monumentos a algunos de los más grandes emperadores del pasado. Allí debían de encontrarse también los palacios imperiales, y el hipódromo, pero lo único que se veía eran sombras, reflejos blancos de mármol aquí y allá, más árboles y los interminables tejados de una ciudad más grande que Roma o que Alejandría, Jerusalén y Atenas.

Ahora veía con claridad la estrecha franja del Bósforo, que ya comenzaba a llenarse de embarcaciones. Haciendo un esfuerzo logró distinguir la enorme muralla que recorría la costa y parte de los puertos que había a sus pies, atestados de cascos y mástiles imposibles de discernir, todos navegando por la superficie calma dentro de las escolleras.

El sol iba elevándose en un cielo pálido, una bóveda luminiscente inyectada de fuego. Al norte, el tramo curvo del Cuerno de Oro mostraba una tonalidad de bronce fundido entre sus orillas.

La primera barca de pasajeros del día se dirigía hacia ellos. Preocupada una vez más por cómo la verían los extranjeros, Ana se acercó al borde del embarcadero y observó las tranquilas aguas que se mecían al abrigo de la piedra. Vio su imagen reflejada, sus serenos ojos grises, su rostro fuerte pero vulnerable, sus pómulos salientes y su boca suave. El brillante cabello le caía a la altura del mentón, sin los arreglos ni los adornos propios de las mujeres, y sin ningún velo que lo ocultara.

La barca se encontraba ya a menos de cien pasos. Era una embarcación ligera, de madera, suficiente para transportar a media docena de pasajeros. El remero luchaba contra la fuerte brisa y las tenaces corrientes, que allí, donde Europa se encontraba con Asia, resultaban muy traicioneras. Ana respiró hondo, y al hacerlo notó los fuertes vendajes que le apretaban el pecho y el ligero relleno en la cintura que disimulaba sus formas de mujer. A pesar de toda su experiencia, todavía le resultaba incómodo. Sintió un escalofrío, y se ciñó un poco más la capa.

– No -dijo Leo a su espalda.

– ¿Qué ocurre? -Se volvió para mirarlo. Era alto, de hombros esbeltos y cara redondeada, con las mejillas barbilampiñas. Tenía la frente fruncida por el nerviosismo.

– Ese gesto -contestó el eunuco con delicadeza-. No te rindas al frío como haría una mujer.

Ella se volvió con un gesto brusco, furiosa consigo misma por haber cometido un error tan tonto. Estaba poniéndolos a todos en peligro.

– ¿Todavía estás segura? -preguntó Simonis con voz quebradiza-. No es demasiado tarde para… para cambiar de idea.

– Lo voy a hacer bien -dijo Ana con firmeza.

– No puedes permitirte el lujo de cometer errores, Anastasio. -Leo utilizó deliberadamente el nombre que ella había decidido adoptar-. Te castigarían por hacerte pasar por un hombre, aunque sea un eunuco.

– En ese caso, no deben descubrirme -repuso ella con sencillez. Siempre había sabido que iba a ser difícil. Pero por lo menos había una mujer que lo había logrado en el pasado. Se llamaba Marina, y había ingresado en un monasterio como eunuco. Nadie descubrió el engaño hasta después de su muerte.

Estuvo a punto de preguntarle a Leo si quería regresar, pero sería como insultarlo, y él no se merecía tal cosa. De todas maneras, necesitaba observarlo e imitarlo.

La barca llegó al muelle y el remero se puso en pie con esa soltura peculiar de quienes están acostumbrados al mar. Era joven y bien parecido. Lanzó una maroma alrededor del puntal y acto seguido, sonriente, saltó a los tablones del embarcadero.

Ana estuvo a punto de devolverle la sonrisa, pero justo a tiempo se acordó de no hacerlo. Soltó la capa, dejando que el viento la helara, y el barquero la dejó a un lado para ir a ofrecer su ayuda a Simonis, que era mayor, más gruesa y obviamente una mujer. Ana los siguió y ocupó su asiento en la barca. Por último embarcó Leo, con los escasos bultos que contenían las preciadas medicinas, hierbas y el instrumental de Ana. El remero se sentó de nuevo en su sitio y se incorporó a la corriente.

Ana no miró atrás. Había abandonado todo lo que le era familiar y no tenía idea de cuándo volvería a verlo, pero lo único que importaba era la misión que tenía por delante.

Ya estaban muy adentrados en la corriente. Ante ellos fueron surgiendo, igual que un acantilado, los restos del malecón destruido por los cruzados latinos que habían saqueado e incendiado la ciudad setenta años antes y habían conducido a sus habitantes al exilio. Contempló su estado actual, cómo se erguía en toda su envergadura, como si no hubiera sido construido por el hombre sino por la naturaleza, y se preguntó cómo era posible que alguien se hubiera atrevido a atacarlo, y además lo hubiera conseguido.

Ana se agarró de la borda y se giró en su asiento para mirar a derecha e izquierda y apreciar la magnitud de la ciudad. Parecía abarcar toda superficie rocosa, todo brazo de mar, toda ladera. Los tejados estaban tan apretados que daban la impresión de que era posible saltar a pie de uno a otro.

El remero sonreía, divertido por su expresión maravillada. Ana sintió que se sonrojaba por su propia ingenuidad y volvió el rostro.

Ya estaban lo bastante cerca de la ciudad como para distinguir las piedras rotas, los parches de vegetación que las surcaban y las oscuras cicatrices dejadas por el fuego. Ana se sorprendió del aspecto salvaje que tenían, aunque ya habían transcurrido once años desde 1262, fecha en que Miguel Paleólogo hizo volver a Constantinopla a las gentes de las provincias a las que habían sido expulsadas.

Ahora también Ana estaba allí, por primera vez en su vida, y por motivos totalmente inadecuados.

El remero se mantuvo firme para resistir la ola que los meció al paso de una trirreme que se dirigía a mar abierto. Era una nave alta de casco, con tres hileras de remos que, en su constante subir y bajar, dejaban escapar brillantes regueros de agua de sus palas. Más allá, había otras dos embarcaciones casi redondas en las que unos hombres se afanaban en recoger las velas y amarrarlas con rapidez para poder echar el ancla exactamente en el lugar apropiado. Ana se preguntó si vendrían del mar Negro y qué traerían para vender o comerciar.

Al amparo del rompeolas, el mar estaba calmo. En algún sitio, alguien rio, y aquella risa se propagó por el agua, por encima del chapoteo de las olas y de los graznidos de las gaviotas.

El barquero los guió hacia el costado del muelle hasta chocar suavemente contra las rocas. Ana le pagó cuatro follis de cobre sosteniéndole la mirada apenas un momento, y a continuación se levantó y saltó a tierra mientras él ayudaba a Simonis.

Debían contratar un transporte para los bultos, y después encontrar una posada donde les procurasen comida y refugio hasta que ella pudiera buscar una casa que alquilar y en la que instalar su consulta. Aquí no iba a recibir ninguna ayuda, no iba a contar con las recomendaciones que habría obtenido gracias a la buena reputación de su padre en su hogar de Nicea, la antigua y magnífica capital de Bitinia, situada al otro lado del Bósforo, hacia el sureste. Estaba sólo a un día a caballo y Constantinopla era un mundo nuevo para ella. Aparte de Leo y de Simonis, estaba sola. La lealtad de ellos era absoluta. Aun conociendo la verdad habían querido acompañarla.

Ana echó a andar por el gastado empedrado del muelle abriéndose camino por entre balas de lana, fardos de alfombras y seda salvaje, pilas de vajillas de loza, losas de mármol y maderas exóticas, y unas bolsas más pequeñas que desprendían un olor a especias. También flotaban en el aire otros olores menos gratos, los del pescado, las pieles, el sudor humano y los excrementos de animales.

Giró la cabeza dos veces para cerciorarse de que Leo y Simonis seguían a su lado.

Ella había llegado a la edad adulta sabiendo que Constantinopla era el centro del mundo, el cruce de caminos entre Europa y Asia, y se sentía orgullosa de ello, pero ahora la abrumaba aquella babel de voces extrañas entreveradas con el griego de los nativos bizantinos y el incesante y anónimo ajetreo que la rodeaba.

Un hombre de pecho desnudo y piel reluciente con un saco al hombro que lo obligaba a caminar encorvado chocó de pronto con ella y antes de proseguir su camino musitó algo. Luego se cruzó con un calderero cargado de pucheros y sartenes que soltó una estridente carcajada y escupió en el suelo. Después se topó con un musulmán ataviado con turbante y túnica de seda negra que pasó por su lado sin decir nada.

Ana dejó atrás el desigual empedrado y cruzó la calle, seguida de cerca por Leo y Simonis. Los edificios de la parte de tierra tenían cuatro o cinco plantas de altura y los callejones que discurrían entre ellos eran más angostos de lo que había esperado. El fuerte olor a sal y a vino rancio resultaba desagradable, y el ruido que había por todas partes, incluso allí, dificultaba el hablar. Tomó el camino cuesta arriba, a fin de alejarse un poco más del muelle.

Había tiendas a izquierda y derecha que también servían de viviendas, a juzgar por la ropa que colgaba de las ventanas. Unos cien pasos hacia el interior, había más silencio. Pasaron por delante de una panadería, y el aroma a pan recién hecho le trajo a Ana el recuerdo de su casa.

Aún seguían subiendo, y le dolían los brazos de cargar con el material médico. Leo debía de estar más agotado todavía, porque él llevaba las cajas de más peso, y Simonis una bolsa que contenía ropa.

Ana hizo un alto y dejó un momento su carga en el suelo.

– Hemos de buscar un lugar para pasar la noche. Por lo menos para dejar nuestras pertenencias. Y necesitamos comer. Han pasado más de cinco horas desde que desayunamos.

– Seis -señaló Simonis-. Jamás en mi vida había visto tanta gente.

– ¿Quieres que te lleve eso? -ofreció Leo, pero su semblante revelaba cansancio, y ya cargaba mucho más peso que Simonis y Ana.

A modo de respuesta, Simonis recogió su bulto y reemprendió la marcha.

Un centenar de pasos más adelante, encontraron una posada excelente en la que servían de comer y que contaba con buenos colchones rellenos de plumas de ganso y provistos de sábanas de lino. Cada habitación tenía una bañera bastante grande y una letrina con un desagüe de azulejos. Costaba ocho follis por persona y por noche, sin incluir las comidas. Era bastante cara, pero Ana dudó de que hubiera otras mucho más baratas.

Ana temía salir por si cometía otro error: otro gesto femenino, otra expresión de mujer, o incluso una falta de reacción de algún tipo. Bastaría una única metedura de pata para que la gente se fijara en ella y tal vez viera lo que la diferenciaba de un eunuco auténtico.

En una taberna tomaron un almuerzo a base de mújoles frescos y pan de trigo, y formularon unas cuantas preguntas discretas acerca de alojamientos más baratos.

– Ah, más hacia el interior -les dijo en tono jovial un comensal de otra mesa. Era un individuo menudo y de pelo gris, vestido con una túnica gastada que no le llegaba más allá de las rodillas. Llevaba las piernas vendadas con tela a modo de abrigo, pero dicho vendaje no le estorbaba para trabajar-. Cuanto más hacia el oeste, más baratos son los alojamientos. ¿Sois extranjeros aquí?

No había motivo para negarlo.

– De Nicea -le respondió Ana.

– Yo soy de Sestos -repuso el hombre con una sonrisa desdentada-. Pero todo el mundo termina viniendo aquí, tarde o temprano.

Ana le dio las gracias, y al día siguiente alquilaron un asno para transportar los bultos y se mudaron a una posada más barata, situada muy cerca del borde occidental de la ciudad, junto a las murallas, no lejos de la puerta de Carisio.

Aquella noche, Ana se tendió en su cama escuchando los sonidos desconocidos de la ciudad que la rodeaba. Aquello era Constantinopla, el corazón de Bizancio. A lo largo de toda su vida había oído contar historias acerca de ella, a sus padres y a sus abuelos, pero ahora que se encontraba aquí le resultaba extraña y demasiado grande para abarcarla con la imaginación.

Pero no iba a conseguir nada quedándose en su alojamiento. La supervivencia exigía que al día siguiente saliera y comenzara a buscar una casa donde pudiese ejercer.

Pese al cansancio, el sueño no le vino fácilmente, y sus pesadillas estuvieron pobladas de caras desconocidas y del miedo de perderse.

Por las historias que le había contado su padre, sabía que Constantinopla estaba rodeada de agua por tres de sus costados y que la calle principal, que se llamaba Mese, tenía forma de Y. Los dos brazos de la misma convergían en el foro de Amastro y continuaban en dirección este, hacia el mar. Todos los grandiosos edificios de los que había oído hablar se encontraban en aquel tramo: Santa Sofía, el foro de Constantino, el hipódromo, los antiguos palacios imperiales y por supuesto tiendas de objetos exquisitos, sedas, especias y gemas.

Salieron de mañana, a paso vivo. El aire era fresco. Las tiendas de comida estaban abiertas y prácticamente en cada esquina había panaderías abarrotadas de gente, pero no disponían de tiempo para concederse ningún capricho. Aún estaban dentro de la telaraña de callejuelas que recorrían la ciudad entera, desde las tranquilas aguas del Cuerno de Oro al norte hasta el mar de Mármara al sur. Varias veces tuvieron que hacerse a un lado para permitir el paso a carros tirados por asnos y atestados de mercancías destinadas al mercado, en su mayoría fruta y verdura.

Llegaron al tramo ancho de la calle Mese justo en el momento en que pasaba junto a ellos un camello bamboleándose, con la cabeza alta y la expresión agria, y un hombre que venía a toda prisa detrás de él, doblado bajo el peso de una bala de algodón. La calzada era un hervidero de gente. Entre los nativos griegos Ana vio musulmanes con turbante, búlgaros de pelo cortado al rape, egipcios de piel oscura, escandinavos de ojos azules y mongoles de pómulos pronunciados. Le habría gustado saber si ellos se sentían tan raros como se sentía ella, tan asombrados por el tamaño, la vitalidad, la selva de vibrantes colores en las ropas, en los toldos de las tiendas, morados y escarlatas, azules y dorados, y diversas tonalidades de aguamarina, rojo vino y rosa allí donde mirara.

No tenía idea de por dónde empezar. Tendría que indagar y obtener un poco de información acerca de las diferentes zonas residenciales en las que pudiera encontrar una casa.

– Necesitamos un mapa -dijo Leo con el ceño fruncido-. Esta ciudad es demasiado grande para saber dónde estamos sin ayuda de un mapa.

– Necesitamos instalarnos en un buen barrio residencial -agregó Simonis. Probablemente estaba acordándose del hogar que habían dejado en Nicea. Pero ella había deseado venir casi tanto como la propia Ana. Su favorito había sido siempre Justiniano, aunque él y Ana eran mellizos. Cuando Justiniano se fue de Nicea para venir a Constantinopla, Simonis se afligió mucho. Cuando Ana recibió aquella última carta desesperada que hablaba del destierro de su hermano, Simonis no pensó en otra cosa que rescatarlo, a costa de lo que fuera. Fue Leo el que demostró tener la cabeza fría y quiso que antes se trazara un plan, y también el que se preocupó mucho por la seguridad de Ana.

Les llevó varios minutos encontrar una tienda donde vendieran manuscritos, y allí preguntaron.

– Ah, sí-dijo inmediatamente el tendero. Era un hombre bajo y delgado, de pelo blanco y sonrisa fácil. Abrió un cajón que tenía a su espalda y extrajo varios rollos de papel. Desplegó uno de ellos y mostró el dibujo-. ¿Veis? Hay catorce distritos. -Indicó la forma vagamente triangular dibujada con tinta negra-. Ésta es la calle Mese, que va en esta dirección. -Mostró el punto en el mapa-. Aquí está la muralla de Constantino, y al oeste la muralla de Teodosio. Están todos los distritos, excepto el trece, que se encuentra al norte, al otro lado del Cuerno de Oro. Se llama Gálata. Pero ahí no os conviene vivir, es para extranjeros.

El tendero enrolló el papel y se lo entregó a Ana. -Son dos sólidos.

Ella se quedó estupefacta, y un tanto recelosa de que aquel individuo supiera que ella era forastera y por lo tanto estuviera intentando aprovecharse de ella. Sin embargo, le entregó el dinero.

Recorrieron la calle Mese en su totalidad procurando no ir mirando a todas partes como los provincianos que eran. La calle estaba llena de una fila tras otra de puestos de mercaderes bajo la sombra de toldos de todos los colores que cabía imaginar, atados a postes de madera que los sujetaban firmes contra el viento. E incluso así se agitaban sonoramente con cada ráfaga, como si estuvieran vivos y lucharan por liberarse.

En el distrito uno había mercaderes de especias y perfumes. El aire estaba saturado de fragancias, y Ana se puso a inhalar profundamente a fin de saborearlas. No tenía tiempo ni dinero que desperdiciar, pero no pudo evitar contemplar aquellas maravillas y detenerse un momento a admirar su belleza. Ningún otro amarillo tenía la intensidad del azafrán, ningún otro marrón aquella riqueza de tonalidades que poseía la nuez moscada. Conocía el valor medicinal de todas aquellas especias, hasta de las más raras, pero en su hogar de Nicea tenía que pedirlas ex profeso y pagar un importe adicional por su transporte. En cambio aquí estaban expuestas a la vista, como si fueran algo corriente.

– En este barrio hay mucho dinero -observó Simonis con un deje de reprobación.

– Más importante todavía, ya tienen médicos propios -añadió Leo.

Ahora caminaban entre las tiendas de los perfumeros, donde había más mujeres que en las otras zonas. Se notaba a las claras que muchas eran ricas. Tal como requería la costumbre, usaban túnicas y dalmáticas que les llegaban desde el cuello casi hasta el suelo, y llevaban el cabello oculto por tocados y velos. Por su lado pasó una mujer que les sonrió, y Ana se fijó en que se había oscurecido las cejas de manera muy delicada, y puede que también las pestañas. Desde luego, llevaba en los labios arcilla roja, que les daba una tonalidad sumamente vivida.

Ana oyó su risa cuando la mujer se encontró con una amiga y juntas se pusieron a probar un perfume tras otro. Las sedas bordadas y brocadas que vestían se agitaban en la brisa como pétalos de flores. Envidió aquella alegría.

Pero tendría que buscar mujeres más corrientes, y también pacientes que fueran varones, o de lo contrario jamás descubriría por qué Justiniano había pasado de ser un favorito de la corte del emperador, para al día siguiente convertirse en un exiliado, y afortunado de haber conservado la vida. ¿Qué habría ocurrido? ¿Qué debía hacer Ana para que se le hiciera justicia?


Al día siguiente, de mutuo acuerdo, dejaron la calle Mese y sus inmediaciones y buscaron más lejos, en las calles adyacentes, las tiendecitas y los distritos residenciales, situados al norte del centro, casi debajo de los descomunales arcos del acueducto de Valente, captando aquí y allá breves vislumbres de la luz que se reflejaba en las aguas del Cuerno de Oro.

Se encontraban en una callejuela, apenas lo bastante ancha para que se cruzaran dos asnos, cuando llegaron a un tramo de escaleras que subía a mano izquierda. Pensando que la altura les permitiría orientarse mejor, comenzaron a ascender. El pasadizo giró hacia un lado, y después hacia el otro. Ana estuvo a punto de tropezar con los escombros que cubrían los peldaños.

De repente, sin previo aviso, el camino se interrumpió bruscamente y se encontraron en un pequeño patio. Ana se quedó atónita al ver lo que la rodeaba. Todos los muros estaban deteriorados, algunos mostraban agujeros allí donde se habían desprendido fragmentos, otros lucían manchones negros causados por el fuego. El mosaico del suelo estaba roto, salpicado de piedras y trozos de azulejo, y los arcos de entrada que había alrededor se veían ahogados por las malas hierbas. La única torre que quedaba en pie estaba muy dañada y oscurecida por el humo. Oyó que Simonis reprimía un sollozo, mientras que Leo permanecía en silencio, con el semblante pálido.

De pronto, la terrible invasión de 1204 se hizo real, como si hubiera tenido lugar sólo unos años antes, en vez de hacía más de medio siglo. Ahora cobraron sentido otras cosas que habían visto, las calles cuyas viviendas continuaban en ruinas, invadidas de hierbajos y medio podridas, los embarcaderos destruidos que había visto Ana desde lo alto, la pobreza existente en una ciudad que a primera vista le había parecido la más rica del mundo. Los habitantes habían regresado hacía más de una década, pero las heridas de la conquista y del destierro continuaban abiertas.

Ana volvió el rostro, al tiempo que el terror imaginado hacía presa en ella y le dejaba el cuerpo helado incluso bajo el fuerte sol primaveral, en aquel lugar al abrigo del viento, donde debía hacer mucho calor.


Al final de aquella semana encontraron por fin una casa en una cómoda zona residencial situada en una ladera al norte de la calle Mese, entre las dos grandes murallas. Desde varias ventanas Ana podía ver la luminosidad del Cuerno de Oro, un retazo de azul entre los tejados que por un instante le proporcionaba el espejismo de algo inacabable, casi como si ella pudiera volar.

Era una casa bastante pequeña, pero en buen estado. Las baldosas de los suelos eran hermosas, y a Ana le gustaron de modo particular el patio, con su sencillo mosaico, y la enredadera que trepaba hasta el tejado.

Simonis se sintió satisfecha con la cocina, aunque hizo algún que otro comentario despectivo acerca de su tamaño, pero Ana vio, por la manera en que hurgaba en todos los rincones y tocaba las superficies de mármol de los muebles, el hondo fregadero y la mesa maciza, que en realidad le gustaba. Había un pequeño cuarto para almacenar cereales y verduras, estantes y cajones para las especias, y, al igual que en las demás zonas lujosas de la ciudad, acceso a abundante agua limpia, aunque un tanto salobre.

Había habitaciones suficientes para disponer de una alcoba cada uno, un comedor, un vestíbulo donde aguardarían los pacientes y una sala para consulta. Además, había otro cuarto con una puerta pesada a la que Leo podría poner un candado, donde Ana podía guardar hierbas medicinales, pomadas, ungüentos y tinturas, y naturalmente sus cuchillas quirúrgicas, sus agujas y sus hilos de seda. Allí dentro ubicó el armario de madera, con sus decenas de cajones, en los que puso las hierbas medicinales, cada una con su etiqueta, incluida una hoja entera o una raíz para no confundirlas entre sí.

Pero los pacientes no acudirían a ella, a pesar del discreto letrero que colocó en la fachada de la casa y que indicaba su profesión. Debía salir ella a buscarlos, dar a conocer su presencia y sus aptitudes a la gente.

Y, así pues, al mediodía se presentó en una taberna, bajo el intenso sol y el viento. Empujó la puerta y pasó al interior. Avanzó entre los parroquianos y vio una mesa con una silla vacía. Las demás estaban ocupadas por hombres que comían y hablaban animadamente. Por lo menos uno de ellos era un eunuco: más alto, de brazos largos, rostro blando y voz demasiado aguda, con aquel tono extraño, alterado, propio de los de su género.

– ¿Os importa que ocupe este asiento? -preguntó.

Fue el eunuco el que contestó, invitándola a sentarse. A lo mejor se sintió complacido de tener otro igual que él.

Se acercó un tabernero y le ofreció algo de comer: porciones de cerdo asado envueltas en pan de trigo, que ella aceptó.

– Os lo agradezco -dijo-. Acabo de llegar aquí, me he instalado en la casa de la puerta azul, colina arriba. Me llamo Anastasio Zarides, y soy médico.

Uno de los hombres se encogió de hombros y se presentó.

– Si me pongo enfermo, me acordaré -dijo en tono afable-. Si sabéis coser heridas, podríais quedaros por aquí cerca. Habrá trabajo para vos cuando hayamos terminado de pelear.

Ana no supo muy bien cómo responder, no sabía si aquel hombre estaba bromeando o no. Al entrar había oído unas cuantas voces exaltadas.

– Tengo aguja e hilo -ofreció.

Uno de los hombres soltó una carcajada.

– Si nos invaden, vais a necesitar algo más. ¿Qué tal se os da resucitar a los muertos?

– Nunca me he atrevido a intentar algo así-repuso ella con tanta naturalidad como le fue posible-. ¿No es más bien una tarea propia de un sacerdote?

Todos rieron, pero Ana percibió en aquellas carcajadas un matiz duro, amargo, de miedo, y comprendió la fuerza que tenía el trasfondo que apenas había captado hasta aquel momento, en su urgencia por encontrar una casa y comenzar a ejercer.

– ¿Qué clase de sacerdote? -exclamó con aspereza uno de los hombres-. ¿Ortodoxo o romano? ¿De qué lado estáis vos?

– Yo soy ortodoxo -contestó Ana en voz queda, respondiendo porque se sintió impulsada a decir algo. El silencio constituiría un engaño.

– Entonces, más vale que recéis mucho -le dijo el hombre-. Bien sabe Dios que vamos a necesitaros. Bebed un poco de vino.

Ana tendió su vaso y descubrió que le temblaba la mano. Se apresuró a volver a dejarlo en la mesa.

– Gracias. -Cuando el vaso estuvo lleno, lo levantó en alto y se obligó a sí misma a esbozar una sonrisa-. Brindemos por vuestra buena salud… salvo quizás un ligero sarpullido en la piel o alguna que otra urticaria. Se me da muy bien curar esas cosas, y no cobro demasiado.

Todos estallaron de nuevo en carcajadas y alzaron sus vasos.

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