El verano de 1278 en Constantinopla fue caluroso y tranquilo. Palombara estaba otra vez de visita, rodeado por aquella vivida mezcla de sonidos y colores, ideas turbulentas y apasionados debates religiosos.
Lamentablemente, una vez más venía acompañado de Niccolo Vicenze. El Santo Padre le había dicho que Vicenze no sabía nada de la verdadera misión que tenía Palombara, y que consistía en apoyar al emperador por todos los medios para que obligara a su pueblo a obedecer al pie de la letra lo establecido en el acta de unión con Roma. Y naturalmente preservar la vida y el poder del emperador, en caso de que se vieran amenazados. Quedaba entendido de manera implícita que Palombara debía procurar estar al tanto de dichas amenazas, provinieran de quien provinieran.
Naturalmente, lo que el Santo Padre le había dicho en realidad a Vicenze podía ser completamente distinto. Aquello no debía olvidarse en ningún momento.
En aquel momento la prioridad consistía en tratar con el obispo Constantino. Éste gozaba de una importancia capital entre quienes se oponían de forma irrevocable a la unión. Discutir con él resultaba inútil. Había que derrotarlo. Era una idea repugnante, pero había demasiadas vidas en juego para andarse con delicadezas. La cuestión eran los medios que emplear.
Al lado de Constantino, en medio del hambre y la enfermedad, había estado aquel médico, Anastasio. Si había alguien que conociera sus puntos débiles, era él. Y Palombara estaba igualmente seguro de que Anastasio jamás traicionaría voluntariamente a su pueblo, y mucho menos para entregarlo a Roma. Engañar a Anastasio no era algo que tuviera pensado hacer Palombara.
De repente se le ocurrió una idea, sutil y peligrosa. Si él estuviera en el lugar de Constantino, empeñado a toda costa en salvar la libertad de la Iglesia ortodoxa, el único hombre por encima de todos los demás que le supondría un obstáculo sería el propio Miguel. Si el emperador fuera eliminado y se pusiera en su lugar a un creyente ortodoxo que careciera de su inteligencia o de su firmeza, todas las demás maniobras resultarían innecesarias.
Su urgencia por ver a Anastasio se duplicó. Le vinieron a la memoria fragmentos de conversaciones sobre antiguas conspiraciones y asesinatos, apellidos imperiales como Láscaris y Comneno, la intimidad de aquel médico con Zoé Crysafés, la más bizantina de todas las mujeres, y el hecho de que había atendido al emperador.
Transcurrió más de una semana antes de que se presentara la oportunidad sin necesidad de forzarla. Había intentado cruzarse por casualidad con Anastasio, hasta que por fin se encontraron en el promontorio que se elevaba por encima de los muelles. Él acababa de llegar en una barca para transporte de pasajeros y Anastasio estaba paseando. Era media tarde, el sol pendía bajo y perezoso, un bálsamo para las cicatrices de la pobreza y la violencia, pues éstas quedaban cubiertas de una pátina dorada.
– Es el momento que más me gusta del día -comentó Palombara en tono informal, como si fuera algo natural que ambos se vieran de nuevo después de un período de tiempo tan prolongado.
– Ah, ¿sí? -contestó Ana-. ¿Deseáis que caiga la noche?
– No. -Palombara permaneció inmóvil, y la cortesía exigía que Anastasio hiciera lo propio-. Me refería únicamente a estos momentos, no a lo que ocurre antes ni después.
En la mirada de Anastasio había una chispa de interés. Palombara sabía que tenía los ojos de color gris oscuro, pero de cara al sol como estaba podrían parecer marrones.
– Las sombras poseen cierta ternura -siguió diciendo Palombara-, una compasión que no tiene el duro resplandor de la mañana.
– ¿Os gusta la compasión, señor? -preguntó Anastasio con curiosidad.
– Me gusta la belleza -lo corrigió Palombara-. Me gusta la irrealidad de la luz tenue, la licencia para soñar.
Anastasio sonrió. Fue un gesto cálido y efímero que iluminó su semblante. De pronto Palombara pensó que era un ser bello; ni hombre ni mujer, pero tampoco una distorsión del uno ni del otro.
– Yo necesito soñar -explicó rápidamente-. La realidad es dura y sus frutos llegan muy deprisa.
– ¿Os referís a algo concreto? -Anastasio dirigió la vista hacia un lado, a una torre en ruinas. Un costado se había desmoronado y aún no habían retirado los escombros-. ¿Seguís aquí intentando convencernos de que nos unamos a Roma de corazón, además de por el tratado?
– Carlos de Anjou busca cualquier excusa para tomar Constantinopla de nuevo. Y el emperador está al corriente -dijo Palombara a modo de respuesta.
– Por supuesto -convino Anastasio-. Difícilmente aceptaría unirse con Roma para defenderse de una amenaza de menor envergadura.
Palombara hizo una mueca de dolor.
– Qué duro. ¿Acaso no debería estar unida la cristiandad? El islam está avanzando por el este, cada año cobra más fuerza.
– Ya lo sé -dijo Anastasio con voz queda-. Pero ¿se combate una tiniebla abrazando otra?
Palombara se estremeció. Se preguntó si Anastasio lo consideraba así en realidad.
– ¿Qué diferencias tan importantes hay entre Roma y Bizancio para que vos opinéis que una es la luz y la otra una tiniebla? -inquirió.
Anastasio guardó silencio durante largo rato.
– Todo es mucho más sutil, entre una y otra hay un millón de matices -dijo por fin-. Yo quiero una iglesia que enseñe compasión y dulzura, paciencia, esperanza, tolerancia con la santurronería, pero que deje sitio para la pasión, la diversión y los sueños.
– Queréis mucho -repuso Palombara amablemente-. ¿Esperáis también que los ancianos de la Iglesia aprueben todas esas cosas?
– Lo único que necesito es una iglesia que no se entrometa -replicó Anastasio-. Yo creo que enseñar, ofrecer nuestra amistad y finalmente crear, ésa es la finalidad del todo. Terminar siendo como Dios, de igual modo que todos los niños sueñan con ser como sus padres.
Palombara examinó el rostro de Anastasio, la esperanza que irradiaba, el ansia y la capacidad de ser herido. No se había equivocado: era una idea bella, pero también turbulenta, intensamente viva.
Palombara ni por un instante creyó que la Iglesia bizantina ni la romana aceptarían jamás dicha idea. Pintaba algo de un asombro y una belleza demasiado ilimitados para que pudieran concebirlo las personas corrientes. Para soñar algo MÍ, sería necesario vislumbrar incluso el alma de Dios.
Pero a lo mejor Anastasio la había vislumbrado, y Palombara sintió envidia de él.
Ambos permanecieron envueltos en el paisaje, que iba sumiéndose en la noche, con las luces de los muelles a la espalda. Durante largo rato no dijo nada ninguno de los dos. Palombara temía que Anastasio se fuera, con lo cual él perdería aquella oportunidad.
Finalmente, se decidió a hablar.
– El emperador está decidido a salvar Constantinopla de Carlos de Anjou declarando la unión con Roma, pero no puede obligar a sus súbditos a que abandonen la antigua fe, ni siquiera para guardar las apariencias ante el Papa.
Anastasio no respondió. A lo mejor sabía que no se trataba de una pregunta.
– Vos hacéis muchas preguntas acerca del asesinato de Besarión Comneno, perpetrado hace varios años -presionó Palombara-. ¿Fue un intento frustrado de usurpar el trono, para después luchar por conservar la independencia religiosa?
Anastasio se volvió ligeramente hacia él.
– ¿Por qué os preocupa, obispo Palombara? Eso fracasó. Besarión está muerto. Y también los que conspiraron con él.
– ¿Así que vos sabéis quiénes eran?
Anastasio hizo una inspiración lenta y profunda.
– Sólo conozco a dos. Pero sin el resto y sin el propio Besarión, ¿qué pueden hacer?
– Ésa es la cuestión que me preocupa -contestó Palombara-. Cualquier intento que se llevara a cabo ahora suscitaría una venganza terrible. La mutilación de los monjes parecería trivial en comparación. Y el único hombre que saldría ganando sería Carlos de Anjou.
– Y el Papa -agregó Anastasio, cuyos ojos destellaron a la luz del farol de un carro que pasaba-. Pero sería una victoria amarga, excelencia. Y la sangre que se derramara en ella no serviría para lavaros las manos a vos.