CAPÍTULO 22

Ana continuó observando y escuchando, pero la respuesta era siempre la misma. Necesitaba más información sobre las personas que rodearon a Besarión en los últimos años de su vida. Quizá las mujeres que él había conocido podrían revelarle más información que nadie, y ella, a su vez, las comprendería mejor, de eso no cabía duda. Naturalmente, no le dijo nada de esto a Zoé cuando fue a visitarla para ofrecerle alguna hierba nueva e interesante, pero sí solicitó su ayuda para ampliar su clientela.

La recompensa le llegó una semana más tarde, a comienzos de julio, cuando Zoé la hizo llamar nuevamente. Esta vez la condujeron a una estancia que no era en la que solía ser recibida. Ésta era más formal y poseía una belleza más acorde con las tradiciones. Aquí no había rojos, ni tapices, ni ninguna fastuosa cruz de oro. Los dos iconos presentes eran pequeños y encantadores, de santos de ojos de gacela. Aquí no había nada que desvelase la personalidad de Zoé, como si en esta parte de la casa recibiera a personas con las que prefería mantener cierta distancia.

Allí se encontraba Helena, exquisitamente vestida en color rojo oscuro, con joyas incrustadas. Lucía adornos en el pelo, que relucía como si fuera de seda negra. Se notaba a las claras que ya no estaba de luto. Observó a Ana con un interés desprovisto de toda amabilidad.

También había otra mujer presente, una mujer de más edad y gesto autoritario, completamente distinta de Zoé. Tenía una estatura que apenas llegaba a la media y era de una fealdad singular. La dalmática verdiazul que llevaba, de carísimo bordado, no lograba ocultar sus hombros anchos, huesudos, casi masculinos, ni el escuálido pecho. Tenía una nariz ancha, demasiado fuerte para su rostro. En sus ojos claros brillaba la inteligencia y su boca era delicada, pero carente de sensualidad.

Zoé la presentó como Irene Vatatzés, y sólo entonces, cuando sonrió proyectó una imagen de encanto que desapareció al momento.

La acompañaba un joven de gran estatura. Poseía un rostro oscuro y alargado que no resultaba atractivo, pero que albergaba la promesa de un poder considerable que estaba por venir, tal vez en el plazo de diez años, cuando se hallara al final de la cuarentena. Contrastaba vivamente con Irene, y Ana se sorprendió cuando se lo presentaron como el hijo de ésta, Demetrio.

Hablaron educadamente de temas triviales, hasta que por fin Zoé mencionó que había sufrido graves quemaduras en un accidente y que Anastasio la había curado. Extendió el brazo para mostrar la piel limpia de cicatrices para que Irene pudiera apreciar el mérito. También dirigió a Helena una fugaz mirada burlona que a Ana no le costó interpretar.

A partir de aquel momento la conversación resultó menos cómoda. Helena estaba alterada, paseaba por la estancia haciendo movimientos sinuosos y exagerados, como si pretendiera exhibir su juventud delante de las otras dos mujeres, mayores que ella. Ni siquiera miró a Demetrio, pero habría dado igual que lo hubiera perforado con la mirada. Aquello lo estaba haciendo para él, estaba claro que no le importaba lo más mínimo lo que Ana pudiera pensar de ella. Pasó por su lado como si no existiera.

De pronto Ana se dijo que los azules apagados de su propia túnica y la necesidad de adoptar los amaneramientos de un eunuco le resultaban más esclavizantes de lo normal. Tenía la sensación de estar en la periferia de aquella estancia como un cero a la izquierda, mientras pasaban por delante de ella todos los diálogos, los callados y los expresados en voz alta. ¿Se sentirían así todos los eunucos? ¿Tendría una sensación similar una mujer tan poco atractiva como Irene Vatatzés?

Vio que Zoé la miraba con los ojos brillantes, llenos de inteligencia. Entendía demasiadas cosas.

La conversación giró hacia la religión, lo que terminaba ocurriendo tarde o temprano con todas las conversaciones que tenían lugar en Bizancio. Helena no tenía una fe especial, lo cual resultaba evidente tanto en su conducta como en lo que decía. Era muy hermosa, físicamente muy próxima, pero carecía de alma. Ana lo veía sin dificultad, pero ¿le sería invisible a un hombre?

Escuchó lo que decían desviando ligeramente la mirada para no llamar la atención.

– Muy tedioso -decía Zoé con un encogimiento de hombros-, pero al final todo se reduce a dinero. -Estaba mirando a Irene.

Helena pasó la vista de su madre a Irene, y después a su madre otra vez.

– Con Besarión era la fe, pura y simple -replicó.

El rostro de Irene se contrajo apenas por la impaciencia, pero consiguió dominarse.

– Para organizar una fe y mantenerla viva se necesita una iglesia, y para mantener una iglesia se necesita dinero, querida. -Hablaba de forma tranquila, incluso afectuosa, pero el tono de voz era condescendiente, el de los que son sumamente inteligentes hacia los que cuentan con escasa profundidad intelectual-. Y para defender una ciudad necesitamos tanto fe como armas. Desde que los venecianos nos robaron nuestras reliquias recibimos cada vez menos peregrinos, ni siquiera desde que regresamos, en 1262. Y la mayor parte del comercio de la seda se ha trasladado a Arabia, Egipto y Venecia. Puede que el comercio os resulte tedioso, y quizá también para muchos de los que compran los objetos, los juegos y los tejidos. Puede que la sangre os resulte sucia: huele mal, mancha la tela, atrae a las moscas… pero probad a vivir sin ella.

Helena arrugó la nariz, ligeramente asqueada por el símil, pero no se atrevió a discutir.

Los ojos de Zoé llamearon divertidos.

– Irene entiende de dinero mucho más que la mayoría de los hombres -observó, no del todo amable-. De hecho, a veces me he preguntado si el que gobierna el Tesoro es Teodoro Ducas o en realidad sois vos, más discretamente, por supuesto.

Irene sonrió, con un leve rubor en sus ajadas mejillas. Ana tuvo la súbita idea de que había mucho de verdad en la observación de Zoé, y el hecho de que ésta tuviera tanta perspicacia no disgustaba del todo a Irene.

Helena guardó silencio.

Ana se dio cuenta de que Zoé estaba mirándola, con una media sonrisa.

– ¿Os aburrimos con nuestra conversación acerca de doctrina y política? -le preguntó Zoé-. Tal vez deberíamos pedir a Demetrio que nos relatara alguna anécdota de la guardia varega. Son hombres llamativos, venidos de lugares bárbaros, tierras en las que en verano el sol sigue brillando durante la noche y en invierno es de noche todo el tiempo.

– Uno o dos de ellos -confirmó Demetrio-. Otros proceden de Kiev, o de Bulgaria, o de los principados del Danubio o el Rin.

Zoé se encogió de hombros.

– ¿Lo veis?

Ana sintió que se ruborizaba. No había estado escuchando.

– Estaba pensando -mintió-. Me doy cuenta de que en política aún me queda mucho que aprender.

– Pues si habéis comprendido eso, supongo que ya es un logro por vuestra parte -contestó Helena, mordaz.

Zoé no disimuló su regocijo, pero cuando se dirigió a Helena habló en tono glacial.

– Tienes la lengua más afilada que la mente, querida -le dijo con calma-. Anastasio sabe disimular y enmascarar su inteligencia con humildad. Harías bien en aprender ese truco; no siempre es sensato parecer más lista. -Parpadeó-. Incluso si lo fueras.

Irene sonrió, pero al instante desvió la mirada. Un momento más tarde Ana advirtió que tenía los ojos clavados en ella, luminosos y despejados, con una expresión de curiosidad e interés.

Helena estaba hablando de nuevo, dirigiéndose a Demetrio.

Tal vez Antonino la amaba porque era el único capaz de encontrar ternura en ella. Ana no tenía ni idea de lo que podían haber compartido ambos, y podría ser que Helena estuviera sufriendo a solas ahora, sin atreverse a revelárselo a nadie, y mucho menos a su madre ni a aquella otra mujer, fea e inteligente, que llevaba tanto sufrimiento pintado en el rostro.

Ana dirigió la vista hacia Helena, que estaba de pie junto a Demetrio. Ella sonreía y él parecía un tanto tímido.

– Está empezando a parecerse físicamente a su padre -observó Zoé mirando de soslayo a Irene y nuevamente a Demetrio-. ¿Habéis tenido noticias de Gregorio últimamente?

– Sí -contestó Irene en tono tajante.

Ana advirtió que se ponía en tensión, que su cuerpo se volvía más anguloso.

Zoé parecía divertida.

– ¿Aún sigue en Alejandría? No veo motivo para que continúe allí. ¿O es que está convencido de que vamos a ser nuevamente diezmados por los latinos? Que yo sepa, nunca le han importado lo más mínimo los entresijos de la religión.

– ¿Vos creéis? -replicó Irene con las cejas levantadas y los ojos brillantes y fríos como el hielo-. Bueno, quizá sea porque no lo conocéis tan bien como pensáis.

El color de las mejillas de Zoé se intensificó.

– Quizá -concedió-. Teníamos conversaciones maravillosas, pero la verdad es que no recuerdo que trataran nunca de religión -Sonrió.

– Difícilmente eran circunstancias proclives a las cuestiones del espíritu -convino Irene, y se volvió de nuevo hacia Demetrio.

– Sí, se parece a su padre -dijo-. Es una lástima que vos no hayáis tenido un hijo varón… de ninguno de vuestros… amantes.

El rostro de Zoé se contrajo como si lo hubieran abofeteado.

– Yo no aconsejaría a Demetrio que admirase demasiado a Helena -dijo en voz baja, poco más que un susurro-. Podría tener consecuencias… lamentables.

Irene perdió la última gota de sangre que tenía bajo la piel. Miró fijamente a Zoé y seguidamente se volvió y lanzó una mirada glacial a Ana.

– Ha sido muy grato conoceros, Anastasio, pero no voy a hacer uso de vuestros servicios. Yo no me aplico pociones en la cara en un desesperado intento de aferrarme a la juventud, y por suerte mi salud es excelente, al igual que mi conciencia. Y si no lo fuera, tengo un médico propio al que consultar. Uno cristiano. Ha llegado a mis oídos que vos utilizáis de vez en cuando remedios judíos. Yo prefiero no usarlos. Estoy segura de que lo entenderéis, sobre todo en estos extraños tiempos de deslealtad.

Y sin esperar a que Ana le respondiera, se despidió de Zoé con un breve gesto de cabeza y salió de la estancia, seguida por Demetrio.

Helena miró a su madre, al parecer estudiando la posibilidad de iniciar una disputa por lo sucedido, pero decidió dejarlo pasar.

– Ya podéis olvidaros de ampliar vuestra clientela -le dijo a Ana-. No sé qué esperanzas teníais, pero, según parece, mi madre las ha frustrado totalmente. -Mostró una sonrisa radiante-. Tendréis que buscar ejercer en otra parte.

Ana se excusó y se fue también.

No había nada que pudiera permitirle decir a modo de represalia, por más que lo deseara.

Pasó toda una tarde preguntándose qué unía a dos personas que al parecer tenían tan poco en común. Ana no podía creer que fuera la fe, pero sí podía ser el odio hacia Roma.


El día siguiente era domingo, de modo que Ana se encaminó a solas hacia Santa Sofía para asistir a misa. Deseaba estar en un lugar en el que ni Simonis ni Leo pudieran verla ni cuestionar su estado de ánimo. Quizá la majestuosidad del edificio y la fuerza de unas palabras familiares le procurasen consuelo y le recordasen las certidumbres importantes.

Mientras subía los peldaños, ya casi dentro de la sombra que proyectaba la cúpula, se topó con Zoé. Era imposible eludirla sin ser grosera y ligeramente absurda.

– Ah, Anastasio -exclamó Zoé en tono insulso-. ¿Cómo estáis? Os pido disculpas por el extraño comportamiento que tuvo Irene. Es una mujer de modales peculiares. A lo mejor vos podríais curarla de esa afección. La beneficiaría grandemente. -Adaptó su paso al de Ana mientras las dos se dirigían hacia la puerta de Tarso-. Y también a todos los que la rodean -agregó.

Una vez que penetraron en el edificio fue como si Ana hubiera dejado de existir y Zoé estuviera tan envuelta en la intensidad de sus pensamientos como en los pliegues de su túnica. Zoé torció hacia un lado, hacia la tumba del dux Enrico Dandolo. Su semblante adquirió una expresión de ardiente odio, sus ojos se entornaron y sus labios se retorcieron en una mueca feroz. Con todo el cuerpo en tensión, escupió violentamente sobre aquel nombre maldito y a continuación, con la frente bien alta, se alejó de allí.

Sin mirar a izquierda ni derecha, fue derecho hacia una de las columnatas exteriores y encontró un icono de la Virgen. Permaneció unos instantes delante del mismo, con la cabeza inclinada.

Ana se encontraba un poco a su izquierda y le vio la cara: los ojos cerrados, la boca relajada y los labios entreabiertos, como si estuviera aspirando la esencia de un lugar sagrado. Tuvo el convencimiento de que estaba rezando de verdad, vio que repetía varias veces la misma plegaria.

Ana levantó la vista hacia la Madona con el Niño en brazos; su rostro irradiaba una tranquila dicha que brillaba más que el oro del artístico mosaico. Había en él una humanidad sin adulterar, un poder del espíritu del que ella había sido testigo. Ana lo vivió como un anhelo interior de algo perdido para siempre, una aflicción por lo que no podía llegar, y un sentimiento de culpa porque ella misma lo había regalado, no en un acto de generosidad ni de sacrificio, sino de cólera, y en medio de una repugnancia tan desenfrenada que permitió que la dominase. ¿Habría perdón para aquello? Dio media vuelta con los ojos arrasados de lágrimas, un llanto que casi la asfixió.

Al pasar junto a la tumba de Enrico Dandolo en dirección a la salida, vio que había allí un hombre, con un paño en la mano, limpiando con esmero el salivazo con el que Zoé, además de otras personas, había ventilado su odio. El hombre se interrumpió un momento y levantó la vista hacia Ana, clavando en ella sus ojos oscuros y reconociendo el dolor, pero desconcertado.

Junto a ellos pasó otra mujer que, haciendo caso omiso de él, escupió sobre la tumba. Él se acercó y pacientemente comenzó a limpiar de nuevo la piedra.

Ana lo observó sin moverse del sitio. El hombre tenía unas manos muy bellas, fuertes y esbeltas, que trabajaban como si no hubiera ocurrido nada. Ana se fijó en su rostro, sabiendo que él no se percataba de ello, absorto en su tarea. Había fuerza en la línea que trazaban sus miembros, vulnerabilidad en el gesto de su boca. Quería pensar que él era capaz de reír, una risa rápida y fácil, ante un chiste ingenioso, pero en aquel momento no se apreciaba en él nada que indicara que se sentía relajado, todo su ser transmitía una intensa soledad.

Ella también se sintió sola, sintió una angustia que rozaba el límite de lo soportable, porque por fuera no era ni hombre ni mujer, una persona solitaria amada acaso únicamente por Dios, pero que aún no había recibido el perdón.

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