A Giuliano Dandolo le gustó encontrarse de nuevo en Constantinopla. La vitalidad de aquella ciudad le infundía vigor; la tolerancia y la amplitud de miras que se respiraban allí eran como un viento que soplara del océano. Cada vez que la veía sentía que lo llamaba más y más.
Esta vez regresaba obedeciendo órdenes de Contarini, para observar por sí mismo, en vez de depender de rumores, si Bizancio por fin estaba cumpliendo las normas de la unión con Roma o, como antes, las cumplía sólo de boquilla y continuaba actuando a su antojo.
Lo que había visto hasta el momento debería haberlo complacido ante la perspectiva de que pasara por allí una nueva cruzada que arrasara la ciudad, y con miras al provecho que sacaría Venecia. Pero Giuliano no podía regocijarse en ello. Cuando le informaron de la fuerza que oponía la resistencia, tuvo un profundo presentimiento. No sólo los jefes de dicha oposición habían sido cegados, mutilados o desterrados, además muchos habían huido a estados bizantinos separatistas. Las prisiones estaban abarrotadas, y lo que era más penoso para Miguel, muchos de sus parientes participaban activamente en conspiraciones contra él. Por lo visto, los ataques le venían de frente, y estaba acosado por todos lados.
El palacio Blanquerna era muy bello, aunque no pudiera compararse con las glorias de Venecia. Aún conservaba las marcas del fuego y del pillaje, y no poseía en absoluto la elegancia del mármol blanco ni los infinitos reflejos de la luz a los que él estaba acostumbrado.
Mientras se encontraba cara a cara con Miguel, Giuliano vio a un hombre de notable compostura. En el rostro del emperador había hastío, pero ni un punto de miedo. Lo recibió con cortesía e incluso una chispa de humor. Giuliano, en contra de su voluntad, sintió por él lástima y admiración al mismo tiempo. Si algo le faltaba a Miguel, no era coraje.
– Y por supuesto está Oriente -le dijo un eunuco a Giuliano mientras lo guiaba hacia la salida una vez finalizada la audiencia. Se llamaba Nicéforo.
Giuliano hizo un esfuerzo para centrarse mientras recorrían un pasillo de techo abovedado y suelo de mosaico.
– Todo cambia constantemente -añadió Nicéforo escogiendo las palabras con cuidado-. En estos momentos da la impresión de que la mayor amenaza que se cierne sobre nosotros es la que proviene de Occidente, de la próxima cruzada, pero francamente yo soy de la opinión de que tenemos lo mismo que temer, si no más, de Oriente. Simplemente ocurre que Occidente llegará primero, si no encontramos la manera de alcanzar un acuerdo con Roma, por más que la odiemos. En cambio, con Oriente no hay forma de alcanzar acuerdo alguno.
Miró a Giuliano.
– Hay muchos asuntos que equilibrar, y cuesta trabajo decidir por qué lado empezar.
Giuliano deseaba decir algo inteligente y solidario sin traicionar a Venecia y sin parecer condescendiente, pero no se le ocurría nada.
– He empezado a creer que la política de Venecia es relativamente simple -dijo en voz baja-. Es como echar al mar un barco que tiene diez vías de agua diferentes.
– Una buena analogía -concordó Nicéforo con aprecio-. Pero sabemos manejarnos muy bien. Hemos tenido mucha práctica.
Giuliano aún estaba en la escalinata, saliendo del palacio, cuando llegó al pie de la misma otro eunuco que por lo visto también se iba. Se trataba de una persona considerablemente más menuda y medio palmo más baja que el propio Giuliano, y de constitución más delicada. Cuando volvió la cabeza, hubo en sus ojos grises oscuros un destello que indicaba que lo había reconocido, y Giuliano se acordó de haberlo visto en Santa Sofía. Era el mismo hombre que lo había observado mientras limpiaba la tumba de Enrico Dandolo y cuyo semblante había mostrado tanta compasión y tanta pena.
– Buenos días -se apresuró a decir Giuliano; al momento pensó que quizá se había precipitado al dirigirse a él, un gesto que podía interpretarse como un exceso de familiaridad-. Giuliano Dandolo, embajador del dux de Venecia -se presentó.
El eunuco sonrió. Tenía un rostro afeminado, pero desde luego no le faltaba carácter, y Giuliano percibió una vez más la ardiente inteligencia que había notado en el interior de Santa Sofía.
– Anastasio Zarides -respondió el eunuco-. Médico ocasional del emperador Miguel Paleólogo.
Giuliano se llevó una sorpresa. No había imaginado que aquel hombre fuera médico. Pero aquel hecho sirvió precisamente para recordarle cuan extraño le resultaba Bizancio. Se dio prisa en añadir algo más:
– Vivo en el barrio veneciano -hizo un vago ademán con la mano en dirección al mar-, pero estoy empezando a pensar que tal vez eso me esté impidiendo conocer mejor la ciudad. -Calló unos instantes para perder la mirada más allá de los tejados. A sus pies se extendía el Cuerno de Oro, reluciente bajo el sol matinal y punteado de embarcaciones venidas de todos los rincones del Mediterráneo. El aire era tibio, y Giuliano se imaginaba sin esfuerzo los aromas a sal y a especias que debían emanar del puerto.
– Yo, si pudiera elegir-dijo Anastasio pensativo, siguiendo su mirada-, viviría donde pudiera ver salir y ponerse el sol sobre el Bósforo, y para eso se necesita estar muy alto. Esos sitios son caros. -Se rio ligeramente de sí mismo-. Para poder pagar algo así, tendría que salvar la vida al hombre más rico de Bizancio, y afortunadamente para él, aunque menos para mí, goza de una salud excelente.
Giuliano lo miró divertido.
– Y si estuviera enfermo, ¿os mandaría llamar a vos? -preguntó. Anastasio se encogió de hombros.
– Todavía no, pero para cuando esté enfermo, puede que sí. -Estaba bromeando ligeramente.
– Entretanto, os limitáis a curar sólo al emperador, ¿dónde vivís? -Giuliano siguió hablando en tono desenfadado.
Anastasio señaló un punto colina abajo.
– Allí, pasados aquellos árboles. Con todo, tengo una buena vista, aunque sólo hacia el norte. Pero a cien pasos hay un lugar excelente, el que más me gusta de toda la ciudad. Es el que se encuentra justo en la punta, desde allí se abarca con la vista casi un círculo completo. Y reina el silencio. Al parecer, hay muy pocas personas que van allí. Es posible que yo sea el único que dispone de tiempo para pasar un rato contemplando el paisaje.
De pronto a Giuliano se le ocurrió pensar que quizás el eunuco se refería en realidad a pasar un rato soñando, pero que la timidez le había impedido decirlo.
– ¿Nacisteis aquí? -preguntó a toda prisa.
Anastasio pareció sorprenderse.
– No. Mis padres se encontraban en el exilio. Yo nací en Tesalónica y me crie en Nicea. Pero éste es nuestro hogar ancestral, el corazón de nuestra cultura, y supongo que también de nuestra fe.
Giuliano se sintió idiota. Pues claro que había nacido en otra parte. Se le había olvidado igual que, en aquella ciudad, casi todo aquel con el que hablase sin duda había nacido durante el exilio, por consiguiente en otro lugar. Hasta su propia madre.
– Mi madre nació en Nicea -dijo en voz alta, y al instante se preguntó por qué. Apartó la mirada y mantuvo el rostro de perfil. Anastasio, como si hubiera percibido una especie de retirada, cambió de tema.
– Dicen que Venecia se parece un poco a Constantinopla. ¿Es esto cierto?
– En parte, sí-contestó Giuliano-. Sobre todo en los lugares en que hay mosaicos. Hay uno en particular que yo aprecio mucho, en una iglesia muy similar a una que hay aquí. -De pronto recordó que en 1204 se habían robado muchas obras de arte bizantinas de entre las ruinas, y notó que le ardía la cara de vergüenza-. Y las lonjas de los cambistas, por supuesto, y el… -Se interrumpió. El comercio de la seda había sido antaño puramente bizantino, pero en la actualidad el trabajo artístico, el oficio de tejerla y hasta los colores eran venecianos-. Hemos aprendido mucho de vosotros -dijo con cierta torpeza.
Anastasio sonrió y encogió levemente los hombros.
– Lo sé. Quizá no debiera haber preguntado. He abierto la puerta a una respuesta sincera.
Giuliano estaba atónito. Aquélla era una contestación más elegante de la que había esperado, o tal vez merecido. Le devolvió la sonrisa.
– Estamos aprendiendo, pero aquí se respira una vitalidad, una complejidad de pensamiento que nosotros posiblemente no tendremos nunca.
Anastasio inclinó la cabeza a modo de agradecimiento. Acto seguido se excusó con naturalidad, como si existiera la posibilidad de que volvieran a verse con el mismo interés.
Giuliano bajó por la empinada calle a paso vivo. Anastasio había nacido durante el exilio y, a juzgar por su edad, sus padres también. Ya habían pasado más de setenta años. Eso quería decir, por supuesto, que la propia madre de Giuliano había sido una hija del destierro, aun cuando su ascendencia fuera bizantina pura. Y al haber tenido tan reciente el saqueo de Constantinopla, su odio hacia Venecia debió de ser muy intenso. ¿Cómo diablos se había casado con un veneciano? Más que antes, ahora que había sentido el viento y el sol y que había hablado con tanta franqueza con otro hijo perdido del exilio, diferente, nacido lejos de su hogar espiritual, se sintió empujado a averiguar más cosas sobre la mujer que le había dado la vida.
Comenzó a indagar con diligencia, y las respuestas que halló lo condujeron a muchas personas interesantes, y finalmente a una mujer bien entrada en los setenta que había huido de los ejércitos invasores tras la caída de la ciudad. Debía de haber sido bellísima en su juventud y en su mediana edad, porque incluso ahora poseía una profunda pasión, una individualidad y una personalidad que lo fascinaron. Se llamaba Zoé Crysafés.
Ella le dio la impresión de mostrarse muy dispuesta a hablar de Constantinopla, de su historia, sus leyendas y sus gentes. La estancia en la que recibió a Giuliano estaba orientada hacia el amplio paisaje de tejados de las casas humildes. Zoé, de pie junto a él en la ventana, le habló de los comerciantes que llegaron de Alejandría y del gran río de Egipto que se adentraba serpenteando como una víbora en el desconocido corazón de África.
– Y también llegaron de Tierra Santa -continuó diciendo, al tiempo que extendía el brazo y apuntaba con sus dedos cargados de joyas hacia abajo, cerca del borde del mar-. Persas y sarracenos, y también restos de los ejércitos cruzados del pasado, antiguos reyes de Jerusalén y árabes del desierto.
– ¿Habéis estado allí, en Tierra Santa? -preguntó Giuliano obedeciendo un impulso.
La pregunta la divirtió. Sus ojos dorados relampaguearon animados por algún recuerdo que no deseaba compartir.
– Nunca me he alejado de Bizancio. Bizancio es mi corazón y mi mente, la raíz que me da el sustento. En el exilio, mi familia fue primero a Nicea, luego al norte, a Trebisonda, Samarcanda y las costas del mar Negro. En cierta ocasión pasaron una temporada un poco más lejos, en Georgia. Yo siempre anhelaba regresar a casa.
Giuliano sintió la punzada del viejo sentimiento de culpa por ser veneciano y por el papel que había desempeñado su pueblo al transportar allí el ejército de los cruzados. Parecía una necedad preguntarle a Zoé por qué había ansiado tanto volver al hogar, habiendo pasado tantos años fuera y sin conservar ya ningún pariente. Debía formularle en cambio las preguntas importantes; podía ser que no se le volviera a presentar la oportunidad, y el ansia que lo devoraba era cada vez más acuciante.
– Vos conocéis a todas las familias antiguas -dijo con cierta brusquedad-. ¿Conocisteis a Teódulo Agallón?
Zoé se mantuvo inmóvil.
– Lo he oído nombrar. Ya lleva muchos años muerto. -Sonrió-. Si deseáis saber más, se puede averiguar.
Él volvió el rostro para que no advirtiera la vulnerabilidad que se reflejaba en sus ojos.
– Mi madre se apellidaba Agallón. Tengo interés en saber si existe alguna relación.
– ¿En serio? -Zoé parecía interesada, no inquisitiva-. ¿Cuál era el nombre que le pusieron en la pila bautismal?
– Maddalena. -Incluso el pronunciarlo resultaba doloroso, como si desvelara algo privado que no podía recuperarse ya. Tragó saliva sintiendo un nudo en la garganta. Su madre probablemente había muerto, y, en caso contrario, lo último que deseaba era conocerla. Se volvió para mirar a Zoé buscando una manera de cambiar de opinión.
Ella lo miraba fijamente, sus brillantes ojos pardos se encontraban casi a la misma altura que los suyos.
– Investigaré -prometió Zoé-. Discretamente, desde luego. Es una historia antigua, algo que he oído pero no sé dónde. -Sonrió-. Puede que me lleve un poco de tiempo, pero resultará interesante. Estamos unidos en el amor y en el odio, vuestra ciudad y la mía. -Por un instante su expresión fue impenetrable, como si dentro de ella habitase otra criatura, imposible de conocer e impulsada por el dolor. Pero se esfumó y apareció Zoé de nuevo, sonriente, aún hermosa, aún llena de risas y del ansia irrefrenable de experimentar el sabor, el olor y la textura de la vida-. Volved dentro de un mes y veréis qué he descubierto.