Que Zoé Crysafés hiciera indagaciones era excelente, pero no era lo único que podía hacer Giuliano. También investigó en los otros barrios en busca de alguien que supiera qué familias se habían marchado durante el largo exilio. Aquella tarea debía llevarla a cabo en el tiempo que le sobrara después de cumplir con sus obligaciones con Venecia, y ya estaba acercándose el final del mes que le había fijado Zoé para que volviera, cuando un día subió a la colina desde la que Anastasio le había comentado que se veía en todas direcciones.
No le fue difícil encontrar el lugar exacto, y la vista resultó tan espectacular como él se la había descrito. Además, aquel punto estaba resguardado del viento del oeste y en el aire flotaba un cierto bálsamo. La vegetación que había a sus pies se hallaba en flor y desprendía un perfume suave y delicado. Tardó unos instantes en darse cuenta de que era por la suavidad de la luz reflejada en el mar, que le recordaba el hogar. Levantó la vista, entornando los ojos, hacia las nubes, y vio que también eran las mismas: pequeñas y rizadas, como las escamas de un pez, cirros deshilachados semejantes a una fina gasa que se dirigían hacia el noreste filtrando los rayos del sol como los dedos de una mano.
Regresó al día siguiente y esta vez encontró allí a Anastasio. El médico se volvió y sonrió, pero dejó pasar varios minutos sin decir nada, como si el mar que se extendía ante él ya fuera bastante elocuente.
– Es un sitio perfecto -dijo Giuliano por fin-. Pero tal vez sea un error convertirlo en propiedad de una sola persona.
Anastasio sonrió.
– No se me había ocurrido eso. Tenéis razón, debería quedarse aquí para que lo contemple todo el mundo, y no para un ignorante incapaz de apreciarlo. -Luego movió la cabeza en un gesto negativo-.
Estoy hablando con demasiada dureza. He pasado todo el día tratando con necios, y estoy irritable. Disculpadme.
Giuliano se sintió extrañamente complacido al descubrir que Anastasio era falible. En la ocasión anterior le había resultado un tanto amedrentador, aunque se diera cuenta ahora.
Le sonrió a su vez.
– ¿Conocisteis en Nicea a una familia de apellido Agallón? -Formuló la pregunta sin pensar.
Anastasio reflexionó unos momentos.
– Recuerdo que mi padre mencionó una vez ese apellido. Trataba a mucha gente.
– ¿También era médico?
Anastasio fijó la mirada en el mar.
– Sí. Me enseñó la mayor parte de lo que sé.
Se había interrumpido, pero Giuliano percibió que había más, un recuerdo íntimo, tan dulce que resultaba doloroso reavivarlo ahora que la realidad era otra.
– ¿Y vos aprendisteis por voluntad propia? -preguntó.
– ¡Por supuesto! -De pronto a Anastasio se le iluminó el semblante, le brillaron los ojos, entreabrió los labios-. Me encantaba. Hasta donde me alcanza la memoria. Cuando nací no demostró mucho interés hacia mí, pero cuando aprendí a hablar me enseñó toda clase de cosas. Recuerdo que lo ayudaba en el huerto -siguió diciendo-. Por lo menos yo creía que lo ayudaba. Supongo que en realidad para él era una molestia, pero nunca me lo dijo. Cuidábamos juntos de las hierbas medicinales, y yo me las aprendí todas, cómo eran, a qué olían, qué parte de ellas había que utilizar, si la raíz o la hoja o la flor, cómo recogerlas y preservarlas para que no se estropearan.
Giuliano visualizó mentalmente la escena, el padre enseñando al hijo, repitiéndole las cosas una y otra vez, sin perder la paciencia.
– A mí también me enseñó mi padre -dijo rápidamente, en un súbito recuerdo-. Todas las islas de Venecia, los canales, el puerto, dónde estaban los astilleros. Me llevaba a ver trabajar a los obreros, a ver cómo disponían las grandes quillas y ensamblaban las cuadernas y las planchas de madera, y después el calafateado, y los mástiles.
Era lo mismo, un hombre enseñando a su hijo las cosas que amaba, el oficio del que vivía. Lo recordaba con total nitidez, siempre su padre, nunca su madre.
– Conocía todos los puertos que había desde Génova hasta Alejandría -continuó Giuliano-. Y lo bueno y malo que tenía cada uno.
– ¿Os llevó consigo? -preguntó Anastasio-. ¿Visteis todos esos lugares?
– Algunos. -Giuliano se acordó del estrecho espacio que había en los barcos, del mareo y la sensación de encierro, pero también de la extrañeza y la emoción que le produjo Alejandría, el calor y los rostros de los árabes, aquella lengua que no entendía-. Era aterrador y maravilloso -dijo con una sonrisa triste-. Creo que me pasé la mitad del tiempo tieso de miedo, pero preferiría haber muerto antes que confesarlo. ¿Adónde os llevó vuestro padre a vos?
– No a muchos sitios -repuso Anastasio-. Principalmente a ver a ancianos que sufrían congestión en el pecho y tenían el corazón débil. Pero me acuerdo del primero que murió.
Giuliano abrió unos ojos como platos.
– ¡Un muerto! ¿Qué edad teníais?
– Unos ocho años. Si uno quiere ser médico no puede ser aprensivo con la muerte. Mi padre fue delicado, muy amable, pero en esa visita me hizo fijarme en lo que había ocasionado la muerte a aquel hombre. -Se interrumpió.
– ¿Y qué fue? -insistió Giuliano intentando imaginarse a un niño que tenía los solemnes ojos grises de Anastasio y su complexión delicada, su boca tierna.
Anastasio sonrió.
– El hombre estaba persiguiendo un perro que le había robado la cena, y se cayó. Se rompió el cuello.
– ¡Os lo estáis inventando! -lo acusó Giuliano.
– Nada de eso. Fue el principio de una lección de anatomía. Mi padre me mostró todos los músculos de la espalda y los huesos de la columna.
Giuliano estaba asombrado.
– ¿Se os permite hacer tal cosa? Era un cuerpo humano.
– No -dijo Anastasio con una sonrisa-, pero yo no lo olvidé jamás. Me aterrorizaba que pudieran apresarlo. Hice un dibujo de todo para no tener que repetir la operación. -De repente su voz se volvió triste.
– ¿Fuisteis hijo único? -quiso saber Giuliano. Anastasio quedó desconcertado por un instante. -No. Tuve un hermano… tengo un hermano. Aún vive, creo. -Parecía aturdido, irritado consigo mismo, como si no hubiera tenido la intención de decir aquello. -Desvió la mirada-. Llevo un tiempo sin saber nada de él.
Giuliano no deseaba meter el dedo en la llaga.
– Vuestro padre debe de estar orgulloso de vuestra habilidad, dado que tratáis al emperador. -Lo dijo como una simple observación, no con ánimo de adular.
Anastasio se relajó.
– Lo estaría. -Hizo una inspiración profunda y exhaló el aire despacio. Guardó silencio durante un rato y después se volvió dando la espalda al mar. -¿Los Agallón forman parte de vuestra familia? ¿Por eso los estáis buscando?
– Sí. -Giuliano no tenía intención de mentir-. Mi madre era bizantina. -Al momento advirtió en la expresión de Anastasio que éste comprendía el conflicto que sufría-. He estado investigando un poco. Hay personas que tal vez puedan decirme algo.
Anastasio debió de notar su actitud reacia. No dijo nada más al respecto, pero empezó a señalar varios puntos destacados del oscuro perfil de la costa de enfrente, detrás de la cual se encontraba Nicea.
Giuliano continuó buscando datos que apuntaran a la probabilidad de que llegara una cruzada por mar que se detuviera allí a fin de hacer acopio de provisiones y recabar apoyos, en vez de llegar por tierra, una opción que aún contemplaba la posibilidad de pasar por Constantinopla antes de cruzar a Asia y al sur.
¡Ojalá Miguel pudiera persuadir a su pueblo de que cediera ante Roma! ¡Ningún cruzado se atrevería a atacar el reino soberano de un emperador católico! Ningún cruzado ni peregrino obtendría la absolución de semejante acto, por muchos lugares sagrados que visitara después.
Pero mientras observaba, sopesaba y juzgaba, Giuliano se sentía como un hombre que estuviera evaluando los posibles beneficios de una guerra, y se encontraba sumamente cómodo realizando dicha tarea.
Cerca de terminar el mes, Giuliano recibió un recado de Zoé Crysafés que decía que había logrado averiguar algunos datos acerca de Maddalena Agallón. No estaba segura de que él deseara conocerlos, pero en caso afirmativo, sería para ella un placer recibirlo en el plazo de dos días. Por supuesto que acudió. Fuera cual fuera dicha información, sentía el impulso de conocerla.
Cuando llegó a casa de Zoé y los criados lo hicieron pasar, se esforzó por mostrar un aparente dominio de sí mismo. Ella fingió no haberse percatado de nada.
– ¿Habéis conocido un poco mejor la ciudad? -preguntó Zoé en tono informal al tiempo que lo conducía hacia los magníficos ventanales. Eran las últimas horas de la tarde y había una luz suave que difuminaba las líneas más duras.
– Así es -respondió Giuliano-. He dedicado un poco de tiempo a visitar muchos de los lugares de que me hablasteis. He disfrutado de vistas lo bastante cautivadoras para dejarme hechizado. Pero ninguna tan maravillosa como ésta.
– Me aduláis -repuso Zoé.
– No me refería a vos, sino a Constantinopla -se corrigió Giuliano con una sonrisa, pero su tono de voz dejaba ver que la distinción era mínima.
Zoé se volvió para mirarlo.
– Es una crueldad prolongar la espera -dijo con un ligero encogimiento de hombros-. Hay personas que encuentran hermosas a las arañas. Yo, no. El hilo de seda que atrapa las moscas es inteligente, pero desagradable.
Giuliano sintió que el pulso le latía con tanta fuerza, que lo sorprendió que Zoé no lo viera en sus sienes. ¿O sí que lo veía?
– ¿Estáis seguro de que queréis saberlo? -preguntó Zoé en voz queda-. No tenéis necesidad. Si lo preferís, puedo olvidarme de ello y no contárselo a nadie.
A Giuliano se le secó la boca.
– Quiero saberlo.
Al momento dudó de sí mismo, pero ahora sería de cobardes dar marcha atrás.
– Los Agallón eran una familia excelente. Tenían dos hijas -empezó-. Maddalena, vuestra madre, se fugó con un capitán de barco veneciano, Giovanni Dandolo, vuestro padre. Por lo que parece, en aquella época estaban muy enamorados. Pero transcurrido menos de un año, de hecho unos pocos meses, vuestra madre lo abandonó y regresó a Nicea, donde se casó con un bizantino que poseía considerables riquezas.
Giuliano no debería sentirse sorprendido, era lo que esperaba. Sin embargo, el hecho de oírlo expresado con palabras que resonaban tan nítidas en aquella exquisita estancia fue el fin de toda negación anterior, de toda posibilidad de refugiarse en la esperanza.
– Lo siento mucho -dijo Zoé en voz baja. La tenue luz que penetraba por el ventanal suprimía todas las arrugas de su rostro y la mostraba tal como debió de ser en su juventud-. Pero cuando el flamante marido de Magdalena descubrió que ya estaba esperando un hijo, la arrojó a la calle. No estaba dispuesto a criar al hijo de otro, de un veneciano además. Había perdido a sus padres y a un hermano en el saqueo de Constantinopla. -Se le quebró la voz, pero flaqueó sólo un momento-. Ella no deseaba la responsabilidad ni la carga que suponía un niño pequeño, de modo que os regaló. Dicha noticia debió de llegar a vuestro padre, el cual vino, os encontró y os llevó consigo a Venecia. Ojala hubiera podido contaros una historia menos cruel, pero si hubierais persistido en vuestra pesquisa os habríais enterado tarde o temprano. Ahora ya podéis enterrar el asunto y no volver a pensar más en él.
Pero aquello era imposible. Apenas tuvo conciencia de cuándo le dio las gracias a Zoé ni de cómo pasó el resto de la velada. No sabía qué hora era cuando por fin se excusó y salió de aquella casa dando tumbos, para perderse en la noche.