CAPÍTULO 21

Ana guardó las hierbas medicinales en el estuche, le dio unos cuantos consejos al paciente y se despidió.

– Os estoy agradecido -dijo Nicéforo con sinceridad cuando Ana salió al pasillo. La estaba esperando-. ¿Melecio se recuperará? -Se le notaba la inquietud en la ligera tensión de la voz. Últimamente la mandaba llamar cada vez con mayor frecuencia.

– Claro que sí -respondió Ana con seguridad, rezando para no equivocarse-. La fiebre ya ha cedido. Simplemente, dadle de beber y después empezad a darle alimento pronto, tal vez mañana.

Se veía a las claras que Nicéforo se sentía aliviado. Ana había descubierto que era a la vez compasivo y muy inteligente. Y también había ido advirtiendo cada vez más en él una soledad nacida del hecho de no poder compartir con nadie las alegrías de sus conocimientos. No sólo coleccionaba obras de arte, sobre todo de la Antigüedad, además sentía un aprecio aún mayor por los tesoros del intelecto y ansiaba compartirlos.

Pasaron de la antesala a una de las majestuosas galerías.

Nicéforo guio a Ana un poco hacia la izquierda.

– ¿Conocéis a Juan Becco, el nuevo patriarca? -le preguntó.

– No. -Aquello despertó el interés de Ana, y se le notó en la voz. Era la visita que deseaba Constantino, aunque estaba obligado a ocultarlo.

– En estos momentos está con el emperador. Si aguardáis unos instantes, os lo presentaré -se ofreció Nicéforo.

– Os lo agradezco -se apresuró a aceptar Ana. Iniciaron una conversación sobre arte, después pasaron a la historia y a los sucesos que habían inspirado determinados estilos, y de ahí a la filosofía y a la religión. A Ana, sus opiniones le resultaron más liberales de lo que esperaba, y estimularon su mente con ideas nuevas y más amplias.

– Precisamente acabo de leer las obras de un inglés llamado Roger Bacon -dijo Nicéforo con gran entusiasmo-. Nunca había visto una mente como la suya. Escribe de matemáticas, óptica, alquimia y la fabricación de un fino polvo negro capaz de explotar -separó las manos de golpe para hacer la demostración- con gran fuerza cuando se le prende fuego. Es una idea emocionante y aterradora. Podría emplearse para hacer un bien inmenso, pero puede que también para un mal aún mayor. -Observó el rostro de Ana para juzgar si apreciaba lo que él había dicho, si experimentaba un puro goce intelectual.

– ¿Y decís que es inglés? -repitió Ana-. ¿Esa sustancia la ha descubierto, o la ha inventado?

– No lo sé. ¿Por qué? -Al momento comprendió y dijo rápidamente-: Es un franciscano, no un cruzado. Tiene muchas ideas prácticas, como por ejemplo cómo amolar las lentes y después ensamblarlas en una máquina de forma que los objetos más diminutos parezcan enormes y puedan verse con bastante nitidez. -Una vez más elevó el tono, emocionado con el conocimiento-. Y otras lentes que sirven para que los objetos que están situados a millas de distancia den la impresión de encontrarse a sólo unos pasos. Pensad en la utilidad que podrían tener para los viajeros, sobre todo en el mar. O es uno de los genios más grandes del mundo, o vive en la felicidad de la locura.

Ana bajó la vista. Aborrecía lo que estaba pensando.

– Puede que sea un genio y que pueda ver todas esas cosas, pero ¿es sensato? No es lo mismo.

– No tengo la menor idea -respondió Nicéforo con serenidad-. ¿Qué es lo que os inquieta? ¿Que sea malo ver las cosas lejanas con más claridad? Bacon escribe que es posible encajar esas lentes en un artilugio construido para poder llevarlo encima de la nariz, y que los que no pueden ver podrán leer. -Una vez más, la emoción lo hizo elevar el tono-. Y también estudia el tamaño, la posición y la trayectoria de los cuerpos celestes. Ha inventado grandiosas teorías sobre el movimiento del agua y el modo de utilizarla en máquinas para levantar y transportar cosas, y para crear un ingenio que transforme el vapor en fuerza capaz de empujar los barcos en el mar, ¡haya viento o no! Imaginadlo.

– ¿Podemos fabricar esas cosas que explotan? -preguntó Ana en tono relajado-. ¿Máquinas que crean vapor para empujar los barcos sin viento en las velas ni hombres a los remos? -No lograba desembarazarse del temor que provocaban aquellos artilugios, el poder que proporcionarían a la nación que los poseyera.

– Eso espero. -Nicéforo frunció levemente el ceño, como si lo hubiera rozado una ráfaga de aire helado-. Así no tendremos que ser esclavos del viento.

Ana lo miró a los ojos.

– Los reyes y príncipes de Inglaterra preparan una cruzada, ¿no es así? -Era una afirmación. Todo el mundo conocía a Ricardo, conocido por el sobrenombre de Corazón de León, y naturalmente al príncipe Eduardo.

– ¿Vos creéis que pueden emplear esos artefactos para la guerra? -Nicéforo había palidecido, su entusiasmo se había esfumado y había dejado un intenso horror, como una herida abierta.

– ¿Confiaríais vos en que no los emplearan? -replicó Ana.

– Bacon es un hombre de ciencia, un inventor, un descubridor de los milagros realizados por Dios en el universo -dijo Nicéforo negando con la cabeza-, no un hombre de guerra. Su religión trata de lo maravilloso, de la conquista de la ignorancia, no de la conquista de territorios.

– Y es posible que piense que todos los demás hombres son como él -dijo Ana en tono irónico, con un leve acento de sarcasmo-. Yo no opino así; ¿y vos?

Nicéforo estaba a punto de responder cuando de repente se abrió la puerta y por ella apareció Juan Becco, que venía de ver al emperador. Era un hombre imponente, de gesto adusto y cara afilada. Llevaba con elegancia sus magníficos ropajes, la túnica de seda y la gruesa y larga dalmática. Pero mucho más impresionante que su mera presencia física era la fuerza emocional que emanaba, y que exigía atención.

Tras saludar a Ana, miró a Nicéforo.

– Tenemos una ingente tarea por delante -dijo casi como si fuera una orden-. No ha de haber más disturbios, como ese último que hemos sufrido. Al parecer, Constantino no es capaz de controlar a sus seguidores. Personalmente, tengo dudas acerca de cuáles serán sus propias lealtades. -Frunció el entrecejo-. Debemos persuadirlo, o de lo contrario silenciarlo. La unión ha de seguir adelante. ¿Me entendéis? La independencia ya no es un lujo que podamos permitirnos. Hemos de pagar un precio para evitar tener que pagar todo. ¿No resulta suficientemente claro? De ello depende la supervivencia de la

Iglesia y del Estado. -Hizo un ademán salvaje con su mano, de grandes nudillos-. Si Carlos de Anjou nos invade, y no os confundáis, si nos separamos de Roma, nos invadirá, será el fin de Bizancio. Nuestro pueblo será diezmado, enviado al destierro o quién sabe adónde. Y sin nuestras iglesias, nuestra ciudad, nuestra cultura… ¿cómo va a sobrevivir la fe?

– Lo sé perfectamente, excelencia -contestó Nicéforo con gravedad y la cara pálida-. O cedemos algo ahora, o lo cederemos todo más tarde. He hablado con el obispo Constantino, pero él opina que nuestro mejor escudo es la fe, y no puedo sacarlo de esa convicción.

Una sombra cruzó el semblante de Juan Becco, y también un destello de arrogancia.

– Por fortuna, el emperador ve los riesgos aún con más claridad que yo -repuso-. Y ahorrará hasta el más mínimo ápice, con independencia de que nuestras órdenes religiosas más ingenuas lo entiendan o no. -Hizo la señal de la cruz de forma somera y seguidamente se marchó con un revuelo de vestiduras enjoyadas que iban lanzando destellos como de fuego a la luz de las antorchas.


Ana salió del palacio y comenzó a bajar la cuesta en dirección a su casa, sintiendo el viento en la cara. Iba reflexionando sobre las pasiones y las conversaciones que había presenciado, tanto las de Nicéforo como las del nuevo patriarca.

Había hallado en Juan Becco una actitud implacable que no esperaba, y en cambio se daba cuenta de que si careciera de ella sería un hombre que no serviría de nada. ¿Habría sido ella demasiado emocional y simplista en su manera de juzgarlo? Era posible que Constantino, para lograr sus metas, tuviera la necesidad de ser igual de taimado, estar igual de dispuesto a hacer uso de todas las armas que tuviera a su alcance.

¿Y qué pensar de aquel inglés que era capaz de ver a millas de distancia, empujar los barcos sin viento ni remos, y, tal vez lo peor de todo, crear un polvo que explotaba? ¿En qué manos podían caer aquellos ingenios? ¿En las de Carlos de Anjou? ¿Quién más, aparte de Nicéforo, estaba al tanto de aquello?

Ahora el asesinato ya no parecía tan improbable, librarse al mismo tiempo de Besarión y Justiniano asesinando al primero y conspirando para que declarasen culpable al segundo. La presencia de Antonino pudo ser accidental, no debía de figurar como víctima en los planes. Ana sintió un escalofrío al comprender que era más probable que el autor de aquello, ya fuera una persona o varias, en realidad tenía la intención de que el ejecutado fuera Justiniano.

Cuando averiguase un poco más, debía buscar un modo de preguntar a Nicéforo por el juicio de Justiniano y Antonino. Él tenía que saber algo, siendo uno de los consejeros más íntimos del emperador. No existía el cargo de acusador; se consideraba que el emperador mismo era la «ley viviente» y su palabra era definitiva, tanto para expresar un veredicto como para aplicar el castigo. Miguel había decidido ejecutar a un hombre y simplemente exiliar al otro.

El hecho de castigar a Justiniano y a Antonino no sólo serviría para hacerlos desaparecer de la escena, sino que también asustaría y confundiría a cualquiera que estuviera conspirando contra la unión, y quedarían únicamente Constantino y las masas sin líder que se oponían a toda alteración y cambio.

¿Quién habría sido el verdadero asesino? ¿Un traidor que caminaba entre ellos, un infiltrado, un intruso? ¿Incluso un agente provocador que actuaba en nombre de Miguel? Sería comprensible; el emperador libraba batallas en todos los frentes, estaba rodeado por la ambición, la intolerancia, el fanatismo religioso. Y, sin embargo, él era el único responsable de tomar las decisiones definitivas para la supervivencia de su pueblo, no sólo en el mundo, sino acaso también en el cielo.

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