CAPÍTULO 90

Ana entró en la habitación y se quedó mirando fijamente el cuerpo de Zoé. Reparó en el tinte azulado del rostro, el labio mordido y la sangre que había en él. Se agachó a su lado y le apartó el pelo de la frente. Le levantó delicadamente un párpado. Vio las minúsculas mocitas rojas y supo lo que había ocurrido. Se incorporó muy despacio y se dirigió a Tomáis.

– Llévatela de aquí-le ordenó-. Ocúpate de embellecerla. -Se le quebró la voz en la garganta. Zoé no era la única que estaba muerta, también estaba muerto Constantino, y de un modo infinitamente más terrible.

Ana salió al exterior de la casa. El viento había arreciado y caían las primeras gotas de lluvia. Fue andando sola hasta donde vivía Helena para darle la noticia. No sentía el menor deseo de hacerlo, así que procuró darse prisa. Ahora notaba cada vez más el profundo calado de lo que había dicho Constantino. Éste afirmaría que Zoé se había retractado de haber apoyado la unión con Roma y había muerto en el seno de la Iglesia. Y además lo pregonaría a bombo y platillo.

Helena tardó mucho en aparecer. Los criados dejaron pasar a Ana con gran renuencia, pero ella les dijo cuál era el motivo de su visita, y ninguno de ellos quiso comunicar personalmente a Helena la noticia del fallecimiento de Zoé. Ana aguardó, agradecida por el pan y el vino que le ofrecieron; el frío le calaba los huesos y le dolían los ojos a causa del cansancio y de la tristeza.

Por fin salió Helena a su encuentro, y se puso en pie.

– ¿Qué diablos tenéis que decirme que no pueda esperar hasta mañana? -dijo Helena en tono de irritación.

– Lamento profundamente deciros que ha muerto vuestra madre -contestó Ana.

Los ojos oscuros de Helena se agrandaron momentáneamente en un gesto de incredulidad.

– ¿Ha muerto?

– Sí.

– ¿De verdad? Por fin.

Helena irguió la espalda y levantó un poco más la cabeza. Una sonrisa muy ligera le rozó la comisura de los labios, y cualquiera habría supuesto que era un indicativo de entereza y dignidad supremas frente a una pérdida. Pero Ana tuvo la desagradable sensación de que era un intento de reprimir el sentimiento de victoria.

Sintió en sus propios ojos el escozor de las lágrimas por la muerte de Zoé. Había desaparecido una parte de Bizancio. Lo que se había ido era más que una época; era una pasión, una furia, un amor por la vida, y al irse se llevó consigo una pieza irreemplazable del mundo.

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