CAPÍTULO 91

Palombara desembarcó en Constantinopla abrumado por el peso de la amarga noticia que traía consigo. La escuadra de Carlos de Anjou había zarpado con rumbo a Sicilia, y desde allí se dirigiría a Bizancio. El tiempo que mediaba hasta la invasión podía contarse en semanas.

Volvió a la casa que había compartido con Vicenze. Lo halló ocupado en su estudio, redactando un montón de despachos. Pero, tan reservado como siempre, éste los puso todos boca abajo tan pronto como vio a Palombara en el umbral.

– ¿Habéis tenido una buena travesía? -preguntó, cortés.

– Bastante buena -respondió Palombara, y a continuación le entregó las cartas que le enviaba el Papa, todavía con el sello.

Vicenze las cogió.

– Gracias. -Luego lo miró-. No creo que os hayáis enterado todavía, pero ha muerto Zoé Crysafés. Sufrió una apoplejía, o algo así. El obispo Constantino ofició una misa de réquiem por ella en Santa Sofía, el muy hipócrita. Dijo que se había reconciliado con la Iglesia ortodoxa. ¡Maldito embustero! -Sonrió.

Palombara se quedó atónito. Zoé daba la impresión de que no había nada que pudiera acabar con ella. Se quedó petrificado en mitad de la estancia, abrumado por la sensación de pérdida, como si Bizancio mismo hubiera empezado a morir.

Vicenze aún lo miraba, sin dejar de sonreír. Lo invadió un deseo abrumador de propinarle un puñetazo que le partiera todos los dientes.

– Puede que sea para bien -repuso con toda la calma que le fue posible-. Carlos de Anjou ha zarpado rumbo a Mesina. Por lo menos, Zoé se ha librado de enterarse de esa mala noticia.

Palombara fue a ver a Helena Comnena para darle el pésame. Ella se había mudado a casa de Zoé, y lo recibió en el dormitorio que antes era de su madre. Todo estaba tal como él lo recordaba, pero los colores habían cambiado. Los nuevos tapices eran de tonalidades pálidas y dibujo fino, sin los trazos amplios de los anteriores, y en ellos predominaban los azules y los verdes.

El equilibrio de las facciones de Helena y sus cejas arqueadas, casi como las de su madre, resultaban encantadores. Pero Palombara no percibió en ella aquel fuego interior.

Helena daba la impresión de llevar dentro un apetito carente de toda alegría.

– Me ha afligido mucho la noticia de la muerte de vuestra madre -dijo en tono formal-. Os ruego que aceptéis mis condolencias. -¿Personalmente? -inquirió ella-. ¿O habláis por Roma? Palombara sonrió. -Personalmente.

– ¿En serio? -Helena lo observó con un gesto que era más bien acritud-. No me había dado cuenta de que sentíais aprecio por ella. En realidad suponía lo contrario.

– No sentía aprecio por ella -aceptó Palombara sosteniéndole la mirada-, la admiraba. Me gustaba su inteligencia y su capacidad infinita para apasionarse por todo.

– Así que la admirabais -repitió Helena con curiosidad, como si considerase aquello impropio-. Pero sin duda ella no era una persona que contara con la aprobación de Roma. No era humilde, nunca obedecía nada que no fueran sus propios deseos, y desde luego distaba mucho de demostrar castidad.

A Palombara lo enfurecía que Helena no defendiera a su madre, y además contra Roma, precisamente.

– Estaba más viva que ninguna otra persona que yo haya conocido -dijo.

– Habláis igual que ese médico eunuco, Anastasio -observó Helena en tono agrio-. Él lamenta la pérdida de mi madre, lo cual es una estupidez. Mi madre lo habría destruido sin pensárselo dos veces, si le hubiera merecido la pena tomarse dicha molestia. -En su voz había desprecio, y también un tono afilado que Palombara reconoció con sorpresa: resentimiento.

– Os equivocáis -dijo en tono glacial-. Vuestra madre admiraba profundamente a Anastasio. Aparte de su habilidad como médico, le gustaba su ingenio, su valor, su imaginación, y también el hecho de que no le tuviera miedo a ella ni a la vida. Helena lanzó una carcajada.

– Qué peculiar sois, excelencia. Y cuan terriblemente inocente. No sabéis nada.

Palombara se obligó a sí mismo a sonreír.

– Si conserváis los papeles de vuestra madre, me atrevería a decir que conocéis muchas cosas que desconocen otras personas. Algunas serán muy peligrosas. Pero supongo que eso ya lo sabéis.

– Desde luego, muy peligrosas -repuso Helena en poco más de un susurro-. Pero es una necedad por vuestra parte fingir que lo sabéis, excelencia. -Esbozó una sonrisa radiante, dura-. No lo sabéis.

¿Qué era lo que obviamente la complacía tanto? Helena lo miraba regodeándose. ¿Por qué?

– Eso parece -convino Palombara, bajando los ojos como si se hubiera desinflado.

Helena prorrumpió en una carcajada estridente y cruel.

– Ya veo que mi madre no os lo contó -observó-. Pero no tenía por qué, es una información demasiado exquisita para desperdiciarla. Descubrió que vuestro preciado eunuco, al cual vos admiráis tanto, ¡en realidad es un mentiroso redomado! Su vida entera, todo lo que tiene que ver con él es una mentira.

Palombara se puso tenso, sintiendo cómo crecía la furia en su interior.

Helena le dirigió una mirada burlona.

– O, para ser exacta, debería decir «todo lo que tiene que ver con ella». Ana Zarides es tan mujer como yo. O por lo menos lo es legalmente. Sin duda encierra un secreto lo bastante repulsivo para haber pasado todos estos años fingiendo ser un hombre, ¿no os parece? ¿No diríais que eso es pecado? En vuestra opinión, ¿qué debería hacer yo, obispo Palombara? ¿Debería contribuir a dicha compostura? ¿Está bien moralmente?

Palombara se había quedado tan estupefacto que apenas podía pronunciar palabra. Sin embargo, a medida que Helena iba diciendo todo aquello no le costó trabajo creerlo. La miró a la cara, que resplandecía de rencor, y sintió odio hacia ella.

Luego sonrió. La envidia que sentía Helena se percibía totalmente a las claras. Ahora que Zoé ya no estaba, ella no podía saborear plenamente su victoria. Sin estar Zoé para verla, resultaba insípida. Pero por lo menos podía destruir la victoria de Anastasio, la hija que había preferido Zoé.

Palombara la miró a los ojos y vio rabia en ellos.

– Mi más sincero pésame -dijo, y a continuación se excusó y se fue.

Ya en la calle, la sensación de triunfo se disipó en cuestión de momentos y fue sustituida por el miedo. Si efectivamente Anastasio era una mujer y Helena lo sabía, corría un peligro gravísimo. Si Helena decidía desvelar su secreto, no sabía qué castigo podría esperar a Anastasio, pero sería despiadado.

Zoé lo sabía, y no traicionó el secreto de Anastasio. Aquello también constituía un misterio. A su manera, Zoé debió de sentir un gran respeto hacia ella, incluso un cierto afecto.

Caminó por la calle abarrotada de público rodeado por el ir y venir de la gente. La noticia de que la flota de Anjou se dirigía a Mesina había llegado a Constantinopla con el barco en que había viajado él. El pánico se extendió igual que un incendio avivado por el viento, peligroso, histérico casi, presto a desatar la violencia ahora que la amenaza había dejado de ser un mal sueño y se había transformado súbitamente en una realidad.

Apretó el paso avanzando contra el viento. Cuanto más reflexionaba sobre lo que había dicho Helena, mayor temor lo embargaba. ¿Debería él buscar a Ana Zarides y advertirle? Pero ¿de qué iba a servir? No había nada que ella pudiera hacer, excepto tal vez huir, como tantos otros. Pero ¿huiría? Aquello lo llevó a la cuestión de por qué había elegido de entrada actuar de manera tan desesperada. Vestida de mujer estaría muy bella. ¿Por qué no había aprovechado aquello? ¿Qué pudo empujarla a hacer algo así, y por espacio de varios años? ¿Quién o qué la preocupaba tanto como pagar aquel precio?

Para averiguarlo, empezó por un hombre que conocía bastante bien y que llevaba un tiempo siendo paciente de Anastasia. Por él Palombara se enteró de que había gente a la que ella había atendido de forma gratuita cuando estuvo trabajando con el obispo Constantino.

Surgió en su mente el retrato de una mujer consagrada a la medicina, absorbida por su oficio pero también fascinada por los detalles del mismo, su arte, sus curiosidades y los infinitos conocimientos que proporcionaba. No obstante, no carecía de defectos. Cometía errores de criterio, tenía mal genio. Palombara cada vez fue teniendo más claro que ella se sentía culpable de algo, aunque no sabía cuál podía ser el motivo.

Cuanta más información iba recabando, más fascinado se sentía por aquella mujer y más se intensificaba el impulso de protegerla.

Un detalle que se repetía continuamente era que Ana Zarides hacía muchas preguntas acerca del asesinato de Besarión Comneno. ¿Habría tenido alguna relación con él? En cambio, anteriormente no había estado en Constantinopla, y Besarión no había salido nunca desde que regresó del exilio, casi veinte años atrás. Debía de tratarse de otra persona. La más obvia era Justiniano Láscaris, el hombre al que habían desterrado por asesinar a Besarión.

Justiniano Láscaris se encontraba exiliado no muy lejos de Jerusalén, aquello sí se lo habían dicho. ¿Sería su esposo? En tal caso ella también era una Láscaris, al menos por matrimonio, pertenecía a una de las familias imperiales que tenían una venganza pendiente con los Paleólogos. ¿O sería su hermano?

Era imperativo ver a Ana Zarides en un lugar desconocido para Vicenze; éste poseía una curiosidad cruel, sin límites, y todavía actuaba movido por el deseo de vengarse por la sustitución del icono de la Virgen por aquella pintura sucia y obscena. De modo que Palombara llevó a cabo sus indagaciones de manera indirecta, como si fueran interesantes más que importantes, y dejó pasar tres días antes de presentarse en casa de Ana.

A Palombara no le pasó inadvertido el cansancio que revelaba su rostro: tenía unas finas arrugas alrededor de los ojos y la tez muy pálida. Sin duda era mucho más consciente que él del pánico que inundaba la ciudad y del escaso tiempo que restaba para el final.

– ¿En qué puedo serviros, obispo Palombara? -le preguntó observando su mirada, su semblante y su actitud general. No podía ver en él signos de enfermedad, porque no los había.

– Me ha afligido profundamente la noticia de la muerte de Zoé Crysafés -respondió. Al instante vio la reacción de ella, una tristeza más acentuada de lo que él habría esperado, y aquello le agradó-. He ido a transmitir mi solidaridad a Helena Comnena.

– Es una atención por vuestra parte -dijo-. ¿Ha repercutido de algún modo en vuestra salud?

– No. -Palombara mantuvo la mirada firme-. Helena me ha dicho que en los papeles de su madre descubrió algo… sorprendente. Es una información que me temo que utilizará en beneficio suyo, a menos que alguien se lo impida.

Se veía a las claras que Ana no tenía idea de a qué estaba refiriéndose. Odió tener que hacer lo que iba a hacer, pero es que el desconocimiento de la situación por parte de Ana lo empujaba a actuar.

– ¿Justiniano Láscaris es vuestro esposo o vuestro hermano? -preguntó directamente.

Ella permaneció totalmente inmóvil y su rostro perdió todo color.

– Es mi hermano -dijo ella por fin-. Mi hermano mellizo.

– He venido a advertiros, no a amenazaros -repuso Palombara en tono suave-. Quizás os convendría abandonar la ciudad.

Por el semblante de Ana cruzó la sombra de una sonrisa.

– No me cabe duda de que cuando Constantinopla caiga habrá trabajo de sobra para un médico. -Hablaba con la voz ronca a causa de la emoción, como si le costara trabajo decir aquello.

– Helena os odia -dijo en tono perentorio-. Desde la muerte de Zoé ha cambiado, es casi como si ese hecho la hubiera liberado. Estoy seguro de que está planeando algo. Si tiene acceso a los documentos de su madre, es posible que haya asumido de nuevo la tarea de apoyar económicamente la rebelión contra Carlos en Occidente.

Ana sonrió.

– Estoy segura de que tiene algo planeado -confirmó con ironía.

– ¡Entonces huid! -razonó Palombara-. Mientras podáis.

– ¿Yo, que soy bizantina, debería huir cuando vos, un sacerdote romano, pretendéis quedaros? -preguntó.

Palombara no contestó. Tal vez, al final, no hubiera nada más que decir.

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