Por supuesto Helena había informado a Zoé del regreso de Alejandría de Gregorio Vatatzés. Se había presentado en el centro de la espléndida estancia que daba al mar y lo había dicho con toda naturalidad, como si dicho asunto no tuviera mayor interés que el precio de algún artículo de lujo nuevo en el mercado. Divertido pero intrascendente. ¿Hasta dónde sabía Helena, o, peor aún, había algo que Zoé no sabía?
Contempló la majestuosa cruz de oro. Pobre Irene, había buscado refugiarse en su inteligencia y en su cólera, en lugar de servirse de ambas cosas para obtener lo que deseaba.
Y Gregorio venía de regreso a casa por fin. Llegaría cualquier día. Lo recordaba con la misma nitidez que si se hubiera ido una semana antes, como si no hubieran pasado más años de los que deseaba contar. A lo mejor el cabello se le había vuelto gris. Pero aún sería igual de alto, incluso más que ella.
Tal vez fuera mejor que no se hubieran casado. Podría haberse desvanecido la tensión del peligro, podrían haber terminado aburridos el uno del otro.
Arsenio era primo de Gregorio por parte de una rama más antigua de la familia. Se había quedado con el dinero y con los magníficos iconos robados y no había compartido nada, de manera que su pecado no había llegado a salpicar a Gregorio. De hecho, éste lo odiaba por dicho motivo. Si no fuera así, Zoé no habría podido amarlo de ningún modo.
Pero Gregorio seguía siendo primo de Arsenio, y estaría preocupado por su muerte y naturalmente por la caída en desgracia de su hija y la muerte de su hijo, que Zoé había orquestado de forma tan brillante. ¿Llegaría a deducir lo que había sucedido y de qué modo lo había provocado ella? Siempre había sido tan inteligente como ella, o casi.
Se estremeció aunque el aire que penetraba por la ventana aún era tibio. ¿Buscaría venganza Gregorio? No sentía afecto alguno por Arsenio, pero la familia era importante, el orgullo de la estirpe.
Un día Zoé se vistió de azul oscuro, al siguiente de topacio y carmesí, utilizó aceites y ungüentos, se aplicó perfumes, ordenó a Tomáis que le cepillase el pelo hasta que reluciera lanzando destellos bronceados y dorados al moverse, como el entramado de la seda.
Transcurrieron los días. Se propaló el rumor de que Gregorio estaba en casa. Se lo dijeron los criados, y también Helena. Gregorio iba a venir a verla, no podría resistirse. Y ella podía hacerlo esperar hasta el último momento, siempre había sabido hacerlo, costara lo que costase. Paseó nerviosa por la estancia, perdió los nervios con Tomáis y le arrojó un plato que le acertó en la mejilla. Al ver brotar súbitamente la sangre, un reguero escarlata que resbalaba por la piel negra, mandó llamar a Anastasio para que le cosiera la herida, pero no le explicó nada.
Cuando por fin llegó Gregorio, de todos modos la tomó por sorpresa. Todas las ideas que se había formado se quedaron cortas ante la conmoción que le causó verlo entrar en la habitación. Zoé había estado leyendo con todas las antorchas encendidas para poder ver bien, y ya era demasiado tarde para atenuarlas.
Gregorio entró andando despacio. Su cabello tenía numerosas hebras grises pero seguía siendo abundante, su rostro alargado se veía un poco hundido debajo de los pómulos, sus ojos eran negros como el alquitrán. Pero era su voz lo que siempre había calado en Zoé hasta lo más hondo, aquella dicción meticulosa, como si le gustase el sonido de las palabras, aquella resonancia en tonos graves.
– No veo todo esto muy distinto -dijo con voz suave, paseando la mirada por la sala antes de posarla en Zoé-. Y tú sigues vistiendo los mismos colores. Me alegro. Hay cosas que no deben cambiar nunca.
Zoé experimentó un aleteo por dentro, como un pájaro enjaulado. Le vino a la memoria Arsenio agonizando en el suelo, escupiendo sangre, los ojos brillantes de odio.
– Hola, Gregorio -dijo con naturalidad, y dio uno o dos pasos en dirección a él-. Aún pareces bizantino, pese a los años que has pasado en Egipto. ¿Has tenido una buena travesía?
– Ha sido tediosa -repuso él con una leve sonrisa-. Pero segura.
– Encontrarás Constantinopla cambiada.
– Desde luego. Se ha reconstruido mucho, pero no todo. Las murallas de la costa han sido reparadas en gran medida, pero no tenéis juegos ni carreras de cuadrigas en el hipódromo -observó-. Y Arsenio ha muerto.
– Lo sé. -Se había preparado para aquel momento-. Lamento tu pérdida. Pero Irene se encuentra bien, y también Demetrio, aunque sé que te han echado de menos. -Aquello era una formalidad.
Gregorio se encogió de hombros.
– Tal vez -aceptó, desechando el tema-. Demetrio habla mucho de Helena. -Una tenue sonrisa rozó sus labios-. Ya imaginaba yo que se cansaría de Besarión. De hecho, ha tardado más tiempo del que yo había calculado.
– Besarión ha muerto.
– ¿De veras? Era joven, al menos para morir. -Lo asesinaron -le dijo Zoé en tono sereno. Por el semblante de Gregorio cruzó brevemente una expresión divertida que se esfumó con la misma rapidez. -¿En serio? ¿Quién?
Zoé lo miró a los ojos. No había sido su intención, pero el impulso le resultó irresistible. En ellos vio brillar el fuego de la inteligencia, así como una comprensión sin límites. Desviar la mirada equivaldría a una derrota.
– Un joven llamado Antonino, tengo entendido, ayudado por un amigo, Justiniano Láscaris. Éste fue el que se deshizo del cadáver. Gregorio parecía sorprendido.
– ¿Por qué? Si alguna vez ha existido un hombre totalmente inútil, ése era Besarión. No sería por Helena, ¿no? A Besarión no le habría importado lo más mínimo que su esposa tuviera aventuras, siempre que fuera discreta.
– Por supuesto que no fue por Helena -dijo Zoé en tono áspero-. Estaba al frente de la lucha contra la unión con Roma. Se ganó una fama considerable de héroe religioso.
– Qué interesante. -Gregorio lo dijo como si lo sintiera de verdad-. Y esos otros hombres, Antonino y Justiniano, ¿estaban a favor de la unión?
– En absoluto, sobre todo Justiniano -contestó Zoé-. Estaban profundamente en contra. Ésa es la parte que no encaja.
– Esto es interesante de verdad -murmuró Gregorio-. ¿Y Helena? ¿Deseaba ser la esposa de un héroe? ¿O le iba mejor el papel de viuda de un héroe? Por lo que dices, Besarión debía de ser terriblemente aburrido.
– Y lo era. Ya intentaron matarlo antes de que lo lograra Antonino. En tres ocasiones. Dos veces con veneno, y otra en la calle, con un cuchillo.
– ¿Y no fue Antonino?
– Desde luego que no. No era un incompetente. En absoluto. Y Justiniano Láscaris menos aún.
– Entonces, puede que después de todo le interesara Helena -dijo Gregorio, pensativo-. ¿Has dicho «Láscaris»? Un buen apellido.
Zoé no respondió. Sentía cómo le retumbaba el corazón en el pecho y le costaba respirar.
Gregorio sonrió. Seguía teniendo los dientes blancos y fuertes.
– Eso es algo que tú no has hecho nunca, Zoé. -Lo dijo en voz baja, como si la elogiara-. Si tuvieras que deshacerte de alguien, lo matarías tú misma. Sería más eficiente y más seguro. Porque, aunque se haga con el mayor de los cuidados, en el mayor de los secretos, siempre hay una manera de averiguarlo.
– Pero no de demostrarlo -replicó ella con un levísimo temblor en el aliento.
Gregorio había avanzado otro paso más y había salvado la distancia que había entre ambos. Tocó la mejilla de Zoé con los dedos y a continuación la besó, despacio, íntimamente, como si tuviera todo el tiempo del mundo.
Ella decidió atacar. Cuando se duda, lo mejor es atacar. Le respondió con igual intimidad, con los labios, la lengua, el cuerpo. Y fue él quien retrocedió.
– No hace falta que demuestres nada-dijo Gregorio-, si lo que buscas es venganza. Lo único que necesitas es estar segura.
– Entiendo la venganza -le contestó Zoé, acariciando las palabras con la voz-, no por mí misma, porque nadie me ha perjudicado lo suficiente para vengarme, sino por mi ciudad, por haberla visto violada y despojada de sus sagradas reliquias. La entiendo, Gregorio.
– Yo jamás pensaré en Bizancio sin pensar en ti, Zoé. Pero hay otras lealtades, como la de la sangre. Algún día moriremos todos, pero cuando te llegue a ti la hora Bizancio no volverá a ser lo mismo. Habrá desaparecido algo, y yo lo lamentaré profundamente. -Gregorio paseó una vez más la mirada por la sala, y acto seguido giró sobre sus talones y salió.
Zoé permaneció inmóvil. Gregorio sabía que a Arsenio lo había matado ella. Aquello era lo que había venido a decirle. La dejaría esperar, dejaría que especulase qué se proponía hacer él y cómo. Gregorio nunca se precipitaba a la hora de gozar de sus placeres, fueran físicos o emocionales. Zoé lo recordaba bien. Gregorio los paladeaba lentamente, bocado a bocado.
Se quedó de pie en la sala abrazándose la cintura. El rapto de Constantinopla no podía ser perdonado hasta que se hubiera pagado por todo, no iba a quedar relegado a un lugar recóndito del cerebro para que fuera curándose poco a poco.
Entre las personas a las que debía exprimir hasta la última gota se encontraba Giuliano Dandolo, el bisnieto de aquel viejo monstruoso que había dirigido la cruzada.
Zoé fue hasta la ventana y contempló la luna, que se alzaba en el cielo derramando plata sobre el Cuerno de Oro. Comenzó a planificar la destrucción de Gregorio. Lo lamentaba. A lo mejor se acostaba con él una última vez. Lloraría su pérdida, puede que más que Irene.