Una vez que el veneciano se hubo marchado, Zoé se quedó sola. Giuliano le había caído bien. Era un hombre apuesto, y se cuidaba mucho, Zoé lo tenía tan claro como si pudiera tocarlo con los dedos.
Pero tenía que odiarlo. Era un Dandolo. Aquélla podía ser la mejor de todas las venganzas que ansiaba. Debía rememorar todo lo peor, lo que más daño había causado en su corazón y en su alma. Deliberadamente, como si se clavase un cuchillo en la carne, volvió a vivirlo todo en su imaginación.
A finales de 1203 los cruzados que asediaban Constantinopla enviaron un mensaje insolente al emperador de entonces, Alejo III. Aquello se hizo a instancias de Enrico Dandolo. Era una amenaza, y el cabecilla de una conspiración contra el emperador, su yerno, incitó una revuelta en Santa Sofía. Hicieron añicos la majestuosa estatua de Atenea que había adornado la Acrópolis de Atenas en su época dorada.
Hubo más disturbios. En el puerto hubo intentos de prender fuego a la flota veneciana. Los sitiadores tuvieron que luchar o morir. Dandolo en representación de los venecianos, acompañado por Bonifacio de Montferrat, Balduino de Flandes y otros caballeros franceses, inició el ataque. A mediados de abril la ciudad estaba en llamas y sus calles invadidas por el pillaje, los robos y los asesinatos.
Se robaron tesoros que había en casas, iglesias y monasterios, los cálices destinados al sacramento de la Eucaristía se utilizaron para servir vino a los borrachos, los iconos se usaron como tableros de juegos, las joyas se arrancaron de sus engastes y el oro y la plata se fundieron. Los monumentos antiguos que llevaban siglos venerándose fueron saqueados y destrozados; las tumbas imperiales, incluso la de
Constantino el Grande, fueron expoliadas, y el cadáver del jurista Justiniano fue profanado. Las monjas fueron violadas.
En la propia Santa Sofía, los soldados destruyeron el altar y despojaron a la iglesia de todo el oro y la plata que tenía. Para cargar el botín metieron caballos y muías, cuyos cascos resbalaban continuamente con los charcos de sangre esparcidos por los suelos de mármol. En el trono del patriarca bailó una prostituta cantando canciones obscenas.
Según se dijo, el valor del tesoro robado ascendió a 400.000 marcos de plata, cuatro veces más de lo que había costado toda la flota. El dux de Venecia, Enrico Dandolo, se quedó personalmente con 50.000 marcos.
Pero eso no fue todo. Los cuatro grandiosos caballos de bronce dorado fueron robados y ahora adornaban la catedral de San Marcos de Venecia. Enrico Dandolo escogió quedarse con los caballos de bronce, y también se llevó la ampolla que contenía varias gotas de la sangre de Cristo, el icono enmarcado en oro que Constantino el Grande había llevado consigo a la batalla, una parte de la cabeza de san Juan Bautista y un clavo de la cruz.
Y por último, y quizá lo peor de todo, el Sudario de Cristo.
La pérdida de todas esas cosas representó mucho más que un sacrilegio cometido contra reliquias sagradas: logró cambiar la personalidad de Constantinopla entera, como si le hubieran arrancado el corazón. Dejaron de afluir peregrinos y viajeros, desapareció el trueque, el comercio del mundo, y se dirigieron a Venecia, Roma o Alejandría. Constantinopla sufría sumida en la pobreza, como un mendigo llamando a las puertas de Europa. Zoé apretó los puños con fuerza hasta que comenzaron a dolerle los huesos y se hizo sangre en las palmas de las manos. Aunque Giuliano muriera un millar de veces, ello no bastaría para pagar su deuda. No iba a haber clemencia, sino sólo sangre y más sangre.