Zoé estaba frente a la ventana abierta, contemplando cómo se reflejaba la luz en el mar, a lo lejos. El viento marino que le hormigueaba la cara todavía transportaba el aroma de los hielos del este, pero ya casi estaban en marzo y por lo tanto contenía la promesa de la primavera. Los planes de Zoé iban madurando adecuadamente. Tenía el dinero, si bien conseguido con amargas protestas. El día anterior habían capitulado los Skleros. Y había exigido un precio adicional, sólo por seguridad, para que dejaran de oponerse a la unión con Roma. Constantinopla necesitaba hasta el último fragmento de poder o de influencia que tuviera en Occidente. La supervivencia dependía de ello.
Y todo aquello iba a frustrar los planes de Helena, que resultaban triviales en comparación con la supervivencia de Bizancio, pero desbaratarlos producía un perverso placer.
En eso apareció Tomáis en la puerta con expresión de pánico.
– Ha venido a veros el obispo Constantino, mi señora. Está muy enfadado.
Zoé esperaba que Constantino estuviera furioso.
– Que espere unos minutos -repuso-, y después hazlo pasar.
Tomáis puso cara de preocupación.
– ¿Os encontráis mal? -preguntó-. ¿Queréis que os traiga una infusión de camomila? Puedo decir al obispo que vuelva otro día.
Zoé sonrió ante la idea. Casi merecía la pena ordenárselo, sólo por darse la satisfacción de hacerlo. Aún estaba estudiando qué respuesta dar cuando de pronto vio en el pasillo, detrás de Tomáis, la enorme figura de Constantino, de magníficos ropajes, obviamente con la intención de entrar, con permiso o sin él.
Tomáis se dio la vuelta.
– Apártate de mi camino, mujer -ordenó él.
Traía el semblante pálido y los ojos llameantes. Ahora que lo tenía más cerca, Zoé se fijó en cómo relucía la seda de su dalmática a pesar de las inclemencias del tiempo, cómo ondeaba a su alrededor y se ensanchaba con el movimiento dándole la apariencia de ser más corpulento todavía.
Semejante arrogancia le resultaba intolerable. Se le ocurrió la idea descabellada de esperar a que Tomáis se hubiera retirado y hubiera cerrado la puerta para a continuación quitarse la túnica y quedar desnuda delante del obispo; éste se sentiría tan horrorizado que jamás volvería a actuar con tanta prepotencia. Y resultaría divertido.
Tomáis estaba esperando a que su señora diera la orden.
– Dile a Sabas que espere junto a la puerta -le dijo Zoé-. Dudo que su excelencia persista en estos malos modales, pero si ése fuera el caso me gustaría que Sabas y tú vinierais al momento.
Tomáis obedeció. Constantino pasó al interior de la sala y cerró la puerta. A punto estuvo de trabarse la túnica entre ésta y el marco.
– Por lo que se ve, habéis perdido el dominio de vos mismo -observó Zoé con frialdad-. Os ofrecería vino, pero al parecer ya habéis bebido más que suficiente. ¿Qué deseáis?
– Habéis traicionado a la Iglesia ortodoxa -dijo Constantino con los dientes apretados y tensando los músculos de su mandíbula lisa y sin barba.
Con toda probabilidad se lo había dicho Teodosia Skleros, que sin duda había vuelto a pedirle la absolución por los pecados de sus hermanos.
– Habéis abjurado de la profesión de fe que hicisteis, y habéis infringido lo pactado en vuestro bautizo. -A Constantino le relampagueaban los ojos con una furia fanática y tenía la frente perlada de sudor. Además, le temblaba la voz-. Habéis abandonado la fe, blasfemado contra Dios y contra la Santísima Virgen, y estáis excomulgada de la comunidad de Cristo. Ya no sois uno de nosotros. -Lanzó el brazo y la señaló con los dedos como si pretendiera acuchillarla-. Se os niega el cuerpo y la sangre de Cristo. Caerán sobre vos los pecados que habéis cometido, y en el Día del Juicio Dios no los expiará. La Santísima Virgen no intercederá por vos ante Dios, sus plegarias no incluirán vuestro nombre, ni oirá vuestros ruegos en la hora de vuestra muerte. Ya no existís en la compañía de los santos.
Zoé lo miró fijamente. No podía ser cierto. Constantino se hallaba de pie bajo la luz, en solitario, el resto de la estancia quedaba difuminado y no se veía. Sintió un zumbido extraño y confuso en los oídos. Intentó hablar, decirle que se equivocaba, pero no le salió la voz, y el dolor de cabeza se le hacía insoportable.
Alzó las manos para apartarlo de sí, y de pronto se vio en el suelo. La oscuridad y la luz se destruyeron la una a la otra en un silencio total e incomprensible. Y después vino la nada.
Constantino se la quedó mirando. Ya esperaba que Zoé fuera presa del terror, puesto que había cometido el pecado mayor de todos. Pero no pensaba que fuera a afectarla tanto como para quedar privada del habla y desplomarse en el suelo sin poder moverse.
La observó atentamente. Tenía los ojos semi cerrados, pero al parecer no veía nada. ¿Estaría muerta? Se aproximó un poco más y la miró. Advirtió que el pecho subía y bajaba al respirar. No, no la había matado. Mejor aún, estaba ciega y muda, pero todavía vivía para darse cuenta.
Lo invadió un sentimiento de victoria que lo transportó, de pronto se sintió flotar.
Giró sobre sus talones y se encaminó hacia la puerta. Al abrirla de un tirón vio allí a los criados, acurrucados. Hizo una inspiración profunda y exhaló el aire muy despacio.
– Quedáis advertidos -dijo midiendo cada palabra-. La Santa Iglesia de Cristo no consiente que se mofen de ella. Vuestra señora se tomó sus juramentos a la ligera e incumplió lo que había prometido. Le he entregado el mensaje divino, y Dios ha hecho caer su cólera sobre ella. -Indicó con un gesto el lugar en que yacía Zoé-. Llamad a un médico si queréis, pero no podrá deshacer la obra de Dios, y sería un necio si lo intentara.