CAPÍTULO 92

Constantino estaba desesperado. Habían transcurrido tres semanas desde que mató a Zoé Crysafés, y unos pocos días menos desde que ofició el funeral por ella en Santa Sofía. Dijo misa y al final de la misma pronunció una apología casi digna de un santo.

Ahora, en la quietud de su patio, se esfumó la euforia y comenzaron a asediarle las pesadillas. Ayunó y rezó, pero el tormento no cesaba. Por descontado, que él la hubiera destruido era obra de Dios. La única vez que se había aliado con ella fue con motivo de la conspiración urdida para derrocar a Miguel, a fin de que Besarión, un verdadero hijo de la Iglesia, pudiera desafiar la unión con Roma y salvar la fe.

Y entonces Besarión fue asesinado por Justiniano Láscaris, de modo que su alianza no llegó a dar fruto. ¿Había obrado bien llegando a un acuerdo con Miguel para ayudar a Justiniano a eludir la muerte? A lo mejor Justiniano estaba en lo cierto y Besarión no iba a poseer nunca la pasión ni la habilidad necesarias para defender al pueblo, o por otra parte, ¿podía ser que Justiniano tuviera la intención de asumir él mismo el trono?

Constantino no había suplicado por la vida de Justiniano, ni mucho menos; temía que si conservaba la vida decidiera traicionarlos a todos. Pero Miguel quería salvarlo, y para ello se había servido de él diciendo que había cedido a sus súplicas de clemencia.

Pero ahora Zoé seguía atormentándolo en sueños: tendida de espaldas, con el pecho en todo su esplendor y los muslos separados, como una burla hacia la carencia de él. Era una humillación, una obscenidad; sin embargo no era capaz de apartar la vista.

Todo empezaba a desbocarse. El emperador había traicionado a la nación entera vendiéndose a Roma, y, lo que era aún peor, lo había hecho de manera tan pública que costaba encontrar en toda Constantinopla a un hombre, una mujer o incluso un chiquillo que no estuviera enterado.

Había llegado el momento de que se obrase un milagro. Si transcurría un mes más, dos, ya sería demasiado tarde.

Con todo, Constantino se sorprendió cuando su criado le informó de que había llegado el obispo Vicenze y deseaba hablar con él. Aquel hombre le desagradaba en grado sumo, no sólo por su obsesión de socavar la Iglesia de Bizancio y por el hecho de que viniera de Roma, sino también en el plano personal. Pero él había rezado pidiendo un milagro, de modo que no debía poner trabas a que se produjera, si es que de algún modo Vicenze formaba parte de ello.

Dejó a un lado el texto que estaba leyendo y se puso de pie.

– Hazlo pasar -ordenó.

Vicenze venía vestido con sencillez, casi como si pretendiera pasar inadvertido, cuando por lo general actuaba dándose importancia.

Intercambiaron los saludos formales, Constantino con gesto reservado, Vicenze con una soltura nada característica en él, como si estuviera deseoso de abordar el objeto de su visita.

Constantino le ofreció vino y fruta, y también frutos secos. Vicenze aceptó su hospitalidad y conversó de temas de poca importancia hasta que el sirviente los dejó solos. Entonces, ignorando los platos, se volvió de frente a Constantino con los ojos brillantes.

– La situación reinante en la ciudad es muy grave -dijo en tono tajante-. Cada día se extiende más el pánico, y nos encontramos al borde de una revuelta civil, que sería desastrosa para el bienestar de los pobres y de los más vulnerables.

– Ya lo sé -confirmó Constantino al tiempo que cogía un puñado de almendras del delicado plato de pórfido-. A la gente la aterroriza el ejército que traerá Carlos de Anjou. Todos oyeron en su infancia las historias de los asesinatos y la destrucción que causaron los cruzados. -No pudo resistirse a decir aquello, con lo cual le recordó a Vicenze que, como era romano, había tenido parte en dicha atrocidad.

– El pueblo necesita algo que le devuelva la fe en Dios y en la Virgen -dijo Vicenze con firmeza-. La fe vale más que todo el miedo del mundo. Ha habido hombres valientes, gigantes en la causa de Cristo, que se han enfrentado a la crucifixión, a los leones, al fuego de la tortura, y no han flaqueado. Fueron al martirio porque su fe era perfecta. Al pueblo no le pedimos eso, sino únicamente fe, para que

Dios pueda obrar el milagro que salve no sólo sus almas, sino también su cuerpo físico, incluso sus hogares y su ciudad. ¿No es posible? ¿Acaso no lo hizo ya la Santísima Virgen en otra ocasión, cuando el pueblo confió en ella?

A pesar de lo mucho que aborrecía a aquel hombre, Constantino se dejó arrastrar hacia su manera de pensar. Vicenze expresaba la verdad, pura y bella, como la primera luz del día en un cielo inmaculado.

– Sí… lo hizo, cuando parecía imposible -afirmó.

– Los invasores van a llegar por mar -prosiguió Vicenze-. ¿Acaso no tiene poder Dios sobre el viento y las olas? ¿No fue Cristo capaz de caminar sobre las aguas y calmar la tormenta… o provocar otra?

Constantino sintió que se le aceleraba la respiración.

– Por supuesto. Los dos lo sabemos. Pero sería un milagro. Nosotros no poseemos una fe tan ardiente como para provocar que ocurra algo así.

– ¡Entonces debemos obtenerla! -exclamó Vicenze con los ojos llameantes-. Al pueblo puede salvarlo la fe, y sin duda no existe ninguna otra cosa que tenga el mismo poder.

– Pero ¿qué podemos hacer? -dijo Constantino con un hilo de voz-. El pueblo está demasiado asustado para continuar creyendo.

Lo único que necesitan es ver la mano de Dios en algo, y volverán a creer -contestó Vicenze-. Debéis obrar un milagro para ellos, no sólo para salvar sus vidas, esta ciudad y todo lo que significa en el mundo, sino también para salvar sus almas. Ésa es vuestra misión, vuestra sagrada responsabilidad.

– Creía que vos deseabais que fueran leales a Roma-replicó Constantino.

Vicenze esbozó algo parecido a una sonrisa.

– Muertos no nos servirán de nada a todos nosotros. Y a lo mejor no se os ha ocurrido, pero tampoco quiero que las almas de los cruzados queden manchadas de sangre cristiana.

Constantino le creyó.

– ¿Qué podemos hacer? -preguntó.

Vicenze respiró hondo.

– Sé de un hombre honrado y bondadoso que ha ayudado a su prójimo, que ha repartido sus bienes con los pobres y cuenta con el profundo cariño de todos los que lo conocen. Es un veneciano que vive aquí, y se llama Andrea Mocenigo. Conoce perfectamente la situación, que estamos al borde de la destrucción, y nos prestará su ayuda.

– ¿Cómo? ¿Qué puede hacer él? -Constantino no alcanzaba a entender.

– Todo el mundo sabe que está enfermo -respondió Vicenze-. Está preparado para beberse un veneno que le provocará un colapso. Yo llevaré el antídoto, y cuando vos os acerquéis para darle la bendición en el nombre de Dios y de la Santísima Virgen, se lo administraré de forma discreta y se recuperará. La gente verá en ello un milagro. Creedme, resultará espectacular e inconfundible. Se correrá la voz, y volverá a surgir la fe como una llamarada. Y renacerá la esperanza. -No añadió que Constantino se convertiría en un héroe, incluso un santo.

De pronto, a Constantino lo aguijoneó una duda:

– Entonces, ¿por qué no lo hacéis vos mismo? Así el pueblo concedería el mérito a Roma.

Los labios de Vicenze se curvaron en las comisuras.

– El pueblo no confía en mí-dijo simplemente-. Esto debe hacerlo alguien a quien hayan visto al servicio de Dios durante toda su vida. Y no conozco en toda Constantinopla a ninguna otra persona que goce de esa reputación.

Todo aquello era cierto, Constantino lo sabía muy bien. Era lo que había esperado toda su vida, para lo que había trabajado tanto.

– Quién sabe, a lo mejor Dios os concede un milagro auténtico -seguía diciendo Vicenze-. ¿No es ése el objetivo que habéis perseguido durante toda vuestra vida?

Lo era. Con independencia de lo que hiciera Vicenze y de lo que le dijera aquel odioso Palombara, Constantino se mantendría inquebrantable, libre de dudas y miedos, con la mente tan despejada como una llama viva. No fracasaría.

Pero de todas maneras haría uso de su intelecto, su experiencia y sus propias salvaguardias. De aquello no iba a decirle nada a Vicenze, que, por muy útil que le estuviera resultando sin saberlo, seguía siendo el enemigo.


– ¡No quiero tener un debate teológico sobre esta cuestión! -exclamó colérico Constantino cuando, tras solicitar ayuda a Anastasio, éste le contestó en cambio con una apasionada argumentación en contra de todo aquel plan-. Lo que quiero es que acudáis como médico a atender a Mocenigo, por si no se fiara de Vicenze.

– Por supuesto que no es de fiar -dijo Anastasio en tono irónico-. ¿Y qué demonios puedo hacer yo?

– Llevar otra dosis del antídoto, naturalmente -replicó Constantino-. A eso no podéis negaros. Si os negáis, estaréis dando la espalda a Mocenigo y al pueblo.

Anastasio dejó escapar un suspiro. Estaba atrapado, y ambos lo sabían. Si se manifestara públicamente en contra, o si revelara su verdadera naturaleza a la gente, haría pedazos la fe a la que se aferraba el pueblo y tal vez incluso provocase la ola de pánico definitiva que los aplastaría a todos.

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