CAPÍTULO 96

Zoé estaba muerta, y tras la desaparición de Constantino y de Palombara Ana sentía una nueva angustia interior, una pena todavía más honda. En Constantinopla el pánico iba en aumento, a la espera de noticias más inmediatas acerca de la invasión. Los rumores se propagaban como un incendio en un bosque, saltaban de calle en calle, se distorsionaban al pasar de una persona a otra.

La gente hacía provisión de alimentos y de armas; los que vivían cerca de las murallas almacenaban brea para prenderle fuego y verterla sobre el enemigo llegado el momento. Todos los días se marchaba alguien, una constante sangría de personas que contaban con medios para viajar y tenían algún sitio al que dirigirse. Como siempre, los que se quedaron fueron los pobres, los enfermos y los viejos.

Los pescadores seguían saliendo a faenar, pero permanecían cerca de la costa y regresaban al caer la noche. Dejaban los botes atracados o varados en la playa, vigilados para que no se los robasen.

Ana continuó atendiendo a los enfermos, muchos de los cuales presentaban lesiones debidas a torpezas cometidas a causa del miedo y del descuido, porque tenían los músculos agarrotados y la atención en otra parte. La gente, ocupada en vigilar constantemente y en mantenerse alerta por si llegaba la noticia del desastre, no acababa de conciliar el sueño. Ana podía procurar cierto alivio a los sufrimientos físicos, pero no tenía ningún remedio para la realidad de lo que se avecinaba. Tan sólo centrando la atención todo el tiempo en las pequeñas responsabilidades cotidianas lograba no hacer mucho caso de las realidades de mayor importancia.

Actualmente ya eran muy pocas las personas cuya suerte le preocupaba. Nicéforo tenía la intención de quedarse en Constantinopla todo el tiempo que se quedara el emperador; para ellos resultaba impensable huir. Ana también habló con Leo:

– Cuando llegue la flota de los cruzados, ya será demasiado tarde -le dijo con voz serena una noche, mientras tomaban una cena a base de pescado y verduras-. Por Justiniano ya hemos hecho todo lo que estaba en nuestra mano. Y yo sé cuidarme sola. Me quedaré más tranquila sabiendo que tú estás a salvo.

Leo dejó el tenedor y la miró con una expresión cargada de reproche.

– ¿Eso es lo que esperas que haga? -preguntó.

– Es que me preocupo por ti, Leo. Quiero que no te pase nada. Me sentiré terriblemente culpable si te veo sufrir por haberte traído a Constantinopla.

– Vine por voluntad propia -replicó Leo.

Ana levantó la vista y lo miró a los ojos.

– Está bien, entonces me afligiré muchísimo si te ocurre algo.

– ¿Y Simonis? -inquirió Leo en voz baja. Todavía seguía yendo a la casa dos o tres veces por semana, pero elegía horas en las que Ana estaba ausente. Era casi como si estuviera vigilando la calle y esperando la oportunidad.

Ana vio compasión y angustia en sus ojos, y se avergonzó de no haber pensado antes en la soledad que debía de sentir. Simonis y él habían vivido y trabajado en la misma casa a lo largo de toda su vida de adultos. Discrepaban en multitud de cosas, y Leo deploraba lo que Simonis le había dicho a Ana respecto de Justiniano. Él siempre había opinado que se equivocaba al preferir a Justiniano, pero también reconocía que el favoritismo que sentía él hacia Ana era igual de reprochable. Leo debía de echar de menos a Simonis, incluso la familiaridad de aquellas peleas. Más que eso, ahora él temía por ella.

– Perdona -dijo Ana con voz queda-. Si tiene lugar una invasión… cuando… debería estar con nosotros. Te pido que le preguntes si desea volver… -Dejó la frase sin terminar.

– ¿Qué sucede? -la apremió Leo.

– Si está más segura en donde se encuentra ahora, no le digas nada -concluyó Ana.

Leo negó con la cabeza.

– La seguridad es estar con tu propio pueblo -dijo-. Cuando eres viejo es mejor morir con tu familia que escapar y vivir con extraños.

De repente, sin previo aviso, a Ana se le inundaron los ojos de lágrimas.

– Pregúntaselo… te lo ruego.


Simonis volvió tres días después, nerviosa, desafiante, decidida a que Ana hablase primero. Ana se sorprendió al advertir lo delgada que estaba y la expresión de dolor que mostraba su rostro. Habían transcurrido meses, pero parecía muy cansada, como si sufriera una rigidez en los miembros.

Ana tenía pensado lo que iba a decirle, pero ahora lo único que veía era una mujer solitaria y entrada en años que había perdido a todos sus seres queridos, y el discurso que tenía preparado se esfumó totalmente.

– Ya sé que es pedirte mucho que te quedes -le dijo en tono suave-, y entenderé que no quieras, dado que…

– Me quedo -la interrumpió Simonis con un brillo acerado en sus ojos negros-. No pienso huir porque se acerque una batalla.

– No es una batalla -señaló Ana-, sino la muerte.

Simonis se encogió de hombros.

– Da igual, no tenía pensado vivir eternamente. -La voz le tembló un poco y aquello marcó el fin de la conversación.

Ana se tomó un breve respiro en la atención a los enfermos para ir de nuevo a Santa Sofía, no tanto para asistir a misa como para disfrutar de su singular belleza mientras continuara en pie.

Mientras recorría los pasillos exteriores y veía el oro de los mosaicos, las exquisitas madonas de ojos lánguidos y gesto pensativo y las figuras de Cristo y los apóstoles, pensó en Zoé y experimentó un sentimiento de pena mucho más profundo de lo que habría esperado. Bizancio sin ella era menos. La vida misma era más gris.

– ¿No termináis de decidir si preferís la sección de los hombres o la de las mujeres, Anastasio?

Se volvió y descubrió a Helena, a poca distancia de ella. Iba magníficamente vestida, con una túnica de color rojo oscuro y una dalmática de un azul tan intenso que casi parecía púrpura, demasiado atrevimiento para una persona que no perteneciera a la casa imperial. Los ribetes dorados y los reflejos que emitía el rojo obligaban a mirar dos veces para asegurarse.

Ana sintió el impulso de responder con alguna réplica cortante, pero dicho pensamiento quedó borrado por completo al ver que detrás de Helena había un hombre. Ana reconoció su rostro, aunque hacía por lo menos dos años que no lo veía. Era Isaías, el otro hombre, aparte de Demetrio, que había salido ileso de la conspiración de asesinato.

¿Por qué estaba allí, en Santa Sofía, con Helena, y por qué iba ella vestida casi de púrpura? Helena Comnena, hija de Zoé y del emperador. No se había casado con Demetrio; si lo único que quería de él era el apellido imperial, ya no había razón para ello. En cuestión de semanas el trono estaría en las manos de Carlos de Anjou, el cual podría entregárselo a quien se le antojara, algún títere que gobernaría moviendo él los hilos.

Nicéforo había dado por sentado que dicho títere iba a ser el yerno de Carlos, pero era posible que no. ¿Tendría pensado algo distinto, algo que sofrenara a una hija ambiciosa, recompensara a un lugarteniente más digno de su confianza y al mismo tiempo comprara un poco de paz a un pueblo levantisco, sirviéndose de una reina renegada de la familia de los Paleólogos? ¡Qué traición tan refinada!

No debía permitir que Helena leyera en sus ojos lo que estaba pensando. Debía decir algo enseguida, no una contestación de cortesía que Helena sospechase que pudiera enmascarar otra verdad.

– Estaba pensando en vuestra madre -dijo por fin, sonriendo muy levemente-. Al acordarme de cuando vi a Giuliano Dandolo limpiando la tumba de su bisabuelo. Ésa fue la única venganza que no se cobró.

La expresión de Helena se quedó petrificada.

– Fue todo una pérdida de tiempo -dijo en tono glacial-. Mi madre era una anciana que vivía en el pasado. Yo vivo para el futuro, pero es que tengo un futuro. Ella no lo tenía. ¿Y qué me decís de vos, Anastasia… porque así es como os llamáis, no?

– No.

Helena se encogió de hombros.

– En fin, da lo mismo. Os llaméis como os llaméis, aquí ya no hay sitio para vos. No sé qué fantasía os trajo, de entrada.

Ana se habría sentido herida si su cerebro no estuviera pensando a toda velocidad tratando de dilucidar qué estaría haciendo Isaías con Helena. Recordó el papel que había desempeñado en la conspiración original; fue él quien cortejó al joven Andrónico con la intención de asesinarlo también.

Si de verdad Helena estaba planeando una alianza de algún tipo con Carlos de Anjou, ¿era Isaías el que se encargaba de llevar y traer la información? Helena no sería tan tonta como para poner en papel nada condenatorio, y tampoco viajaría de un lado para otro. Además, seguramente no se fiaba de ninguno de los hombres de su madre. Helena estaba esperando una respuesta.

– De todos modos ya se ha acabado -repuso Ana en voz baja. Sabía que Justiniano era culpable de la muerte de Besarión, en un acto de lealtad a Bizancio, y dentro de pocas semanas, incluso días, ya no iba a tener la menor importancia.

Helena irguió un poco más la cabeza y se fue. Isaías, vestido de tonos rojos oscuros y flamígeros, se apresuró a ir tras ella.

Ana entró despacio en una de las capillas laterales e inclinó la cabeza en actitud reflexiva, casi orante.

Levantó la mirada hacia el oscuro rostro de la Madona que colgaba por encima de ella, rodeada por un millón de minúsculas teselas de oro. Si pudiera informar a Miguel de algo que él desconociera, algo que a su parecer todavía importaba, quizá lograra persuadirlo de que perdonase a Justiniano. Una carta del emperador todavía era ley para los monjes del Sinaí.

¿Qué pruebas serían necesarias para que Miguel quedara convencido? En aquella época de tinieblas, ¿estaría más dispuesto que antaño a realizar un último acto de clemencia? Quizás aún pudiera obtener su propósito.

Cerró los ojos.

– Santa María, Madre de Dios, perdóname por rendirme demasiado pronto. Te lo ruego. Puede que no puedas salvar Constantinopla y que tengamos que salvarnos solos, pero ayúdame a liberar a Justiniano…, te lo suplico.

Contempló largamente aquel bello rostro de fuertes líneas.

– No sé si somos merecedores de tu ayuda, es posible que no, pero la necesitamos.

Seguidamente giró sobre sus talones y se dirigió deprisa y sin hacer ruido en pos de Helena, para poder seguir a Isaías una vez que finalizara la misa. Necesitaba averiguar sobre él todo lo que le fuera posible.


Se lo contó a Leo y a Simonis porque necesitaba que la ayudaran.

– ¿Qué quieres que haga? -le preguntó Leo, confuso. Estaban tomando una cena temprana.

– Necesito saber si ha viajado -contestó-. No puedo demostrar adonde ha ido, pero me haré una idea si descubro en qué barcos ha navegado.

– Yo averiguaré en qué fechas -interrumpió Simonis.

Los dos se volvieron sorprendidos hacia ella.

– Los criados saben muchas cosas -replicó ella, impaciente-. Por el amor de Dios, ¿no es suficientemente claro? La comida, los objetos personales, la ropa para el viaje, ¡hasta puede que cerrase una parte de la casa! A lo mejor trajo objetos para sí mismo o para su casa, ropa nueva. Seguro que los criados saben adónde se fue, y alguno de ellos lo habrá acompañado. Y desde luego que sabrán cuánto tiempo estuvo fuera.

Leo miró a Ana para preguntarle:

– Y cuando averigüemos todo eso, ¿qué vas a hacer tú? -Lo dijo en tono grave, con el semblante muy serio y una profunda tristeza en los ojos.

– Comunicárselo al emperador -respondió.

– Y él ejecutará a Helena -dijo Simonis con satisfacción.

– Lo más probable es que ordene que la asesinen en privado -añadió Leo, y a continuación se volvió hacia Ana-. Pero eso no ocurrirá antes de que ella le haya contado al emperador todo lo que sabe de ti, incluido el hecho de que eres una mujer y que lo has engañado a lo largo de todos estos años. Y que le has procurado atención médica personalmente… muy personalmente. De ésa no vas a salir sin pagar de algún modo, puede que con tu vida. ¿Estás dispuesta a comprar la libertad de Justiniano a cambio de la tuya? -le preguntó con un hilo de voz-. No estoy seguro de querer ayudarte a hacer tal cosa.

Simonis parpadeó, vaciló, miró primero a Ana y después a Leo.

– Ni yo tampoco -dijo por fin.

– ¿Acaso no deseáis impedir a Helena que actúe, si eso es lo que piensa hacer? -preguntó Ana.

Al no recibir respuesta, Ana probó de nuevo.

– Puede que cuando conquisten esta ciudad terminemos muertos de todos modos. Obtened esa información para mí -pidió Ana.

– ¡Tú debes vivir! -exclamó Simonis con enfado y lágrimas en la cara-. Eres un médico. Piensa en todo el esfuerzo que hizo tu padre para enseñarte.

– Haced esas averiguaciones, o de lo contrario tendré que hacerlas yo -dijo Ana-. Además, se os dará mejor a vosotros que a mí. -¿Me estás dando una orden? -preguntó Simonis.

– ¿No da lo mismo? Porque si significa algo, sí, es una orden. Simonis no dijo nada, pero Ana sabía que iba a obedecer, y además con valor y dedicación.

– Te lo agradezco mucho -dijo con una sonrisa. Simonis se puso de pie y salió de la habitación.


Fue unos días más tarde cuando Ana ya tuvo suficiente información recopilada para tener la certeza de que Isaías había viajado a Palermo y a Nápoles en nombre de Helena, y ésta, como mínimo, estaba convencida de contar con la promesa del rey de las Dos Sicilias de que sería ella la que gobernaría Bizancio, como consorte del emperador títere que él iba a colocar en el trono. Su ascendencia Comnena y Paleóloga legitimaría la sucesión a los ojos del pueblo. Sería emperatriz, una hazaña que Zoé no podría haber logrado jamás.

Ana fue al palacio Blanquerna para hablar con Nicéforo. Decidió actuar de inmediato, antes de que perdiera el valor o permitiera que Leo o Simonis lograran disuadirla.

Subió la escalinata y penetró en la enorme estancia con el visto bueno de la guardia varega, que la conocía muy bien. ¿Cuántas veces más iba a poder hacer aquello mismo? ¿Podría ser aquella tarde la última oportunidad, ahora que el ocaso teñía Asia de púrpura y el postrer resplandor del día reverberaba sobre las aguas del Bósforo?

Solicitó ver a Nicéforo, le dijo a su sirviente que era urgente.

El criado estaba acostumbrado a sus visitas, y no cuestionó nada. Diez minutos más tarde estaba a solas con Nicéforo en la habitación de éste. La estancia estaba exactamente igual que la primera vez que entró allí. Lo único que había cambiado era el propio Nicéforo. Tenía cara de cansado y parecía mucho más viejo. Lucía unas profundas ojeras y sus manos se veían surcadas de venas azuladas.

– ¿Has venido a despedirte? -preguntó sin hacer ningún intento de sonreír-. No hay necesidad de que te quedes, ya lo sabes. Yo voy a quedarme aquí, con el emperador, pero no es necesario que tú hagas lo mismo. Las heridas que estamos a punto de recibir no pueden ser curadas por nadie, excepto por Dios. Me gustaría pensar que tú estás a salvo, ése es un regalo que podrías hacerme.

– Tal vez esto sea una despedida. -A Ana le estaba resultando más difícil de lo que había previsto. Se le quebró la voz y tuvo que hacer un esfuerzo para dominarla-. Pero no he venido por eso. He venido porque tengo una información respecto de Helena Comnena que deberías conocer.

Nicéforo se encogió ligeramente de hombros.

– ¿Y qué más da ya?

– Tengo pruebas de que ha estado comunicándose con Carlos de Anjou con el fin de llegar a un acuerdo con él. Nicéforo estaba estupefacto. -¿Y qué podría ofrecerle ella?

– Una cierta legitimidad. Una esposa del linaje de los Paleólogos para el títere que él vaya a sentar en el trono de Bizancio.

– Ninguna de las hijas de Miguel sería capaz de traicionarlo haciendo algo así -replicó Nicéforo al instante.

– No me refiero a una hija legítima, sino a una ilegítima.

Nicéforo abrió los ojos con una incredulidad que enseguida dio paso al horror.

– ¿Estás segura? -jadeó.

– Sí. Me lo dijo Irene Vatatzés. Y Gregorio lo sabía por Zoé. No tiene importancia que sea cierto o no, aunque yo estoy convencida de que lo es. Lo importante es que Helena lo cree, y que Carlos de Anjou podría decidir creerlo también.

– ¿Por qué medio se ha comunicado Helena con Carlos? ¿Por carta? ¿Tienes esas cartas en tu poder?

– Helena no iba a ser tan tonta. Se ha servido de mensajes de palabra, un anillo de sello, un relicario, objetos cuyo significado está claro sólo cuando uno ya sabe qué está ocurriendo. Todo eso por medio de Isaías Glabas. Participó en la conspiración original para asesinar al emperador, que mi hermano desarticuló. Es el único que queda, aparte de Demetrio Vatatzés, que no tiene ninguna otra utilidad para Helena.

– ¿Y has venido a decírselo al emperador?

Ana tenía las manos apretadas con tal fuerza que le dolían los músculos, y además jadeaba.

– Quiero una cosa a cambio, porque Helena va a denunciarme ante Miguel, y él no me perdonará por haberlo engañado.

Nicéforo se mordió el labio y compuso un gesto sombrío.

– Eso es verdad. ¿Y qué quieres, Ana? ¿La libertad de tu hermano?

– Así es. Bastará con una carta de perdón. Te lo ruego.

Nicéforo sonrió.

– Supongo que eso sería posible, pero no debes mentir al emperador, en nada. Ya es demasiado tarde.

Debes decirle que eres una mujer y que lo has engañado para averiguar la verdad y demostrar la inocencia de Justiniano.

Ella sintió de pronto frío. Le costaba introducir aire en los pulmones.

– No puedo. No va a creerse que también te he engañado a ti. No te lo perdonará, porque deberías haberlo informado y haber dado la orden de que a mí me encarcelaran… como mínimo.

– Debería haberlo informado -admitió Nicéforo-, pero no creo que ahora nos mande ejecutar. Estamos viviendo nuestros últimos días, y yo llevo a su servicio desde mi niñez. En la medida de lo posible, somos amigos. No creo que pueda permitirse apartar de sí a un amigo en estos momentos últimos que quedan para la noche de nuestro imperio.

– Entonces… lo mejor es que lo hagamos -dijo Ana con la voz quebrada por la emoción.

Nicéforo la miró fijamente por espacio de unos segundos, y al ver que ella no desviaba los ojos cogió una campanilla de oro y esmalte y la agitó.

De forma casi instantánea se presentó un miembro de la guardia varega. Nicéforo le dio la orden de que trajera a Helena Comnena a la presencia del emperador, inmediatamente, so pena de muerte.

El guardia, sobresaltado y con una palidez mortal, se apresuró a obedecer.

– Ana -dijo Nicéforo-, tenemos muchas cosas que decir antes de que llegue Helena.

La condujo por los familiares corredores en los que aún reposaban las estatuas antiguas. Ana se dio cuenta de que estaba temblando y de que estaba ridículamente a punto de echarse a llorar al pensar que a no mucho tardar todas aquellas cosas quedarían destrozadas nuevamente, pisoteadas por personas que no las amaban, que ni siquiera imaginaban la belleza intelectual y espiritual de que eran reflejo.

Antes de lo que hubiese querido llegó a la sala en la que el emperador recibía a sus súbditos. Nicéforo entró por delante de ella, y luego volvió sobre sus pasos para hacerla pasar.

Ana lo siguió con la cabeza inclinada, sin mirar al emperador a los ojos hasta que así se lo ordenaran. Cuando Miguel habló, ella levantó la vista. Y lo que vio le causó un escalofrío. Miguel Paleólogo aún no había cumplido los sesenta, pero ya era un anciano. Tenía esa mirada hundida de los hombres cuyos días están contados.

– ¿Qué sucede, Anastasio? -preguntó, estudiando despacio el semblante de Ana-. ¿Venís a decirme algo que no sepa ya?

– No lo tengo tan seguro, majestad -repuso ella. Estaba temblando y las palabras se le agolpaban en la garganta y casi le impedían respirar.

Rápidamente, Nicéforo intervino en su ayuda.

– Majestad, Anastasio ha tenido noticia de un acto de traición que vos tal vez tengáis a bien permitir, o acaso evitar. De todas formas, es posible que no llegue a nada.

– ¿Qué traición, Anastasio? ¿Creéis que puede tener importancia a estas alturas?

– Sí, majestad. -Le temblaba la voz y notaba el cuerpo frío-. Helena Comnena ha estado en comunicación con Carlos de Anjou.

– ¿En serio? ¿Y qué le ha comunicado? ¿Le ha dicho cómo invadir nuestra ciudad? ¿O cómo derribar las murallas para que los cruzados del Papa puedan pasarnos otra vez por el fuego y la espada, en nombre de Cristo?

– No, majestad. Para que, cuando nos haya conquistado y haya dado muerte a todos los que son leales a vos, al imperio y a la Iglesia, pueda coronar a un emperador nuevo que os sustituya y cuya esposa pueda afirmar poseer dos apellidos de la realeza y un linaje suficiente que le proporcione a él autoridad para poder exigir obediencia al pueblo.

Miguel se inclinó hacia delante en su sillón. La luz de las lámparas destacó la palidez de su rostro y las hebras de color blanco del cabello y de la barba.

– ¿Qué estáis diciendo, Anastasio? Mirad bien a quién acusáis. Aún no hemos caído. Puede que sólo sea cuestión de días, incluso de horas, pero en Bizancio todavía soy yo quien tiene poder para decidir quién vive o quién muere.

Ana temblaba violentamente.

– Lo sé perfectamente, majestad. Helena es la viuda de Besarión Comneno y… y también es la hija ilegítima que vos engendrasteis de Zoé Crysafés. Ella no lo supo hasta que murió Irene Vatatzés, su madre no se lo dijo nunca.

Miguel permaneció inmóvil durante largo rato, tanto que Ana temió que hubiera sufrido alguna clase de ataque.

– ¿Cómo ha llegado a vos esa información, Anastasio? -preguntó Miguel finalmente.

– Me lo dijo Irene -respondió ella en un susurro-. La atendí en su lecho de muerte. Ella deseaba que Helena lo supiera, para así vengarse de Zoé porque Gregorio la amaba.

– Eso no es difícil de creer -dijo Miguel-. ¿Y por qué me lo decís precisamente ahora, en vísperas de nuestra destrucción?

– Porque no sabía nada del plan que tramaba Helena hasta que la vi en Santa Sofía, vestida de un tono azul que era casi púrpura, y entonces me puse a recabar pruebas. -Tragó saliva-. Y ahora las tengo. Si me permitierais, majestad, desearía suplicaros un último gesto de clemencia, mientras aún podáis concedérmelo, dado que poseéis el poder de decidir quién vive y quién muere. Os ruego que redactéis una carta de perdón para mi hermano, Justiniano Láscaris, que está preso en el monasterio de Santa Catalina, en el Sinaí, por haber tomado parte en el asesinato de Besarión Comneno.

– Está preso por haber participado en la conspiración urdida para usurpar el trono -la corrigió Miguel.

– Esa conspiración fracasó porque él no logró disuadir a los conspiradores, por ese motivo mató a Besarión -arguyó Ana. Ya tenía poco que perder.

El emperador extendió ligeramente las manos.

– Así que Justiniano es hermano vuestro. Siendo así, ¿por qué os hacéis llamar Zarides? ¿Tan peligroso os resulta el apellido Láscaris? ¿Os avergonzáis de él?

Miró en cambio a Miguel, a los ojos, y comprendió que no iba a perdonarla.

– No es por culpa de Justiniano -susurró Ana-. Él no sabía nada.

– ¿De qué?

Miguel estaba esperando. Dentro de pocos días era posible que todos estuvieran muertos, y entonces sería demasiado tarde. Pensó en Giuliano, al que no volvería a ver nunca. Quizá fuera mejor así, él tampoco iba a perdonarla.

– Soy un buen médico, majestad, pero no soy eunuco -dijo Ana con voz ronca.

El emperador no entendió.

– Soy una mujer. Zarides era el apellido de mi marido, de modo que es el mío. Al nacer mi nombre era Ana Láscaris, un nombre al que renuncié, aunque con renuencia. -Notó el fuerte escozor de las lágrimas en los ojos y un nudo tan grande en la garganta que casi le impedía respirar.

En la sala se hizo un silencio tan profundo que cuando un miembro de la guardia varega situado al fondo cambió el peso de un pie a otro, el roce fue audible para todos.

Miguel se recostó en su sillón sin dejar de mirar a Ana. Entonces, de improviso, estalló en carcajadas de puro regocijo. Reía sin parar, disfrutando verdaderamente.

A Ana le costaba trabajo creerlo.

La guardia varega del fondo, obediente como siempre, también rompió a reír.

Luego se sumó Nicéforo, con una nota de alivio rayana en la histeria.

A Ana sé le saltaron las lágrimas y rio también, aunque en su caso era más bien llanto. Reía únicamente por obligación. Si el emperador ríe, todo el mundo debe imitarlo.

De repente Miguel recuperó el tono serio, y todos callaron al instante. Miró fijamente a Nicéforo y lo interpeló:

– ¿Tú estabas enterado de esto, Nicéforo?

– Sí, majestad. -El eunuco se ruborizó intensamente-. Al principio, no. Cuando lo supe, supe también que Ana no tenía intención de perjudicaros. Ciertamente me fiaba de ella más que de ningún otro médico, tanto por su destreza, que es grande, como por su lealtad, en la cual yo sabía que podía confiar.

– Ya me lo imagino -dijo Miguel-. Es una suerte para ti que yo posea este humor de desesperación, de lo contrario quizás esto no me resultara tan gracioso.

– Os estoy agradecido, majestad.

– ¿Por qué me lo dices, Nicéforo? Si no hubieras dicho nada, yo no me habría enterado. ¿Para qué correr el riesgo de enfurecerme?

– Lo sabe Helena Comnena, majestad. Y como represalia por el hecho de que Ana Láscaris os haya informado de sus planes, comprensiblemente, con el tiempo, terminará por revelaros el secreto de Ana.

– Entiendo. -Volvió a reclinarse en su asiento-. Desde luego que lo hará.

Miguel se volvió hacia Ana con una expresión fascinada en sus ojos negros.

– Seríais una mujer muy hermosa. Comprendo que Helena os odie. A Zoé le gustabais, ¿lo sabíais? ¿Sabía que erais una mujer?

– Sí, majestad.

– Eso explica muchas cosas que me resultaban curiosas. Cuan bizantina… -De pronto se quedó sin voz y no pudo decir nada más.

Ana desvió el rostro. Era una indiscreción mirarlo en aquel momento. Pero permaneció en su sitio, ya que no había recibido permiso para irse; sin embargo, mantuvo la vista baja.

En eso, se oyó movimiento en el exterior de la sala y se abrió la puerta. Entraron dos miembros de la guardia varega, con Helena en medio. Igual que en Santa Sofía, Helena vestía un tono azul que se acercaba mucho al púrpura.

– ¡Entrad! -ordenó Miguel.

La guardia varega obligó a Helena a caminar, medio a rastras, a trompicones. Se detuvieron delante mismo del emperador sujetando a Helena de las muñecas. Ésta tenía el rostro arrebolado y el cabello medio suelto del complicado recogido, como si hubiera forcejeado. Por una vez, en su furia, recordaba vagamente la magnificencia de su madre.

Uno de los guardias abrió el puño y dejó caer en el regazo del emperador un anillo, un relicario y una cajita.

El semblante de Helena perdió toda su calma.

– Has pactado con Carlos de Anjou -dijo Miguel sin alterarse.

Helena contrajo el rostro en una sonrisa de burla.

– ¿Creéis lo que os dice esa… embustera? -Indicó con un gesto de cabeza a Ana, pero su impulso quedó frenado por los guardias que le sujetaban las muñecas-. ¡Ese médico vuestro es una mujer, majestad! ¿Lo sabíais? Tan mujer como yo, que no ha tenido reparos en hurgar y manosear vuestro cuerpo, sin vergüenza alguna. ¿Y creéis en su palabra antes que en la mía?

Miguel la miró de arriba abajo.

– ¿Estás segura de que es una mujer? -preguntó en tono de curiosidad.

Helena respondió con una carcajada que sonó como un ladrido.

– Por supuesto que sí. ¡Desgarradle la túnica y lo veréis!

– ¿Cuánto tiempo hace que lo sabes?

– ¡Años!

– ¿Y no se te ha ocurrido decírmelo hasta hoy? ¿Por qué motivo, Helena Paleóloga?

Demasiado tarde se percató de su error. Los ojos le relampagueaban, igual que los de un animal que huele la sangre y la muerte.

– Estoy enterado -continuó Miguel-. Es Ana Láscaris. Posee sangre imperial, como tú… o como yo. Ella misma me lo ha dicho. Pero es un médico excelente, y eso es lo que yo le exijo. Eso… y lealtad.

Helena tomó aire como si fuera a decir algo, pero comprendió que con ello no iba a cambiar nada, de modo que volvió a expulsarlo sin hacer ruido.

Miguel hizo un ademán leve y rápido con la mano, y al instante los dos miembros de la guardia varega sujetaron a Helena con renovado empeño y se la llevaron. Ella se hundió, como si le faltara fuerza en las piernas y tuviera dificultades para sostenerse en pie.

– Nunca me he fiado de Zoé -comentó Miguel con la voz ablandada por la pena-. Pero me gustaba. Era una mujer magnífica, todo fuego y pasión, fiel a su propio código de honor, aunque fuera un código más bien temible. -Acto seguido se volvió hacia Ana-. Tendréis esa carta. Más vale que os deis prisa, antes de que mi autoridad deje de tener valor; cuando Constantinopla caiga, puede que ya no valga nada. -Esbozó una sonrisa triste-. Pero Helena tiene amigos. Os convendría salir de aquí como una mujer, lo mejor para vos sería que crean que Helena y vos entrasteis en palacio… y ninguna de las dos salió de él.

Ana tardó unos momentos en recuperar el habla, y así y todo la voz le salió ronca y un poco temblorosa.

– Sí, majestad. Os lo agradezco mucho.

Nicéforo alargó la mano y tomó a Ana del codo al tiempo que la guiaba hacia la salida, fuera de la presencia de Miguel.

En cuanto estuvieron a solas, en un pasillo apartado del gran salón, Ana le dijo:

– ¿Van a llevarla a prisión? ¿Que sucederá cuando Constantinopla… caiga?

– La guardia varega le partirá el cuello -explicó Nicéforo-. Estando la flota de Carlos en el horizonte, a nadie le importará lo más mínimo. Ven, voy a buscarte ropa de mujer, y mientras te cambias, escribiré la carta y se la llevaré al emperador para que la firme. Después deberás irte. -Sonrió-. Voy a echarte de menos.

Ella le tocó la mano.

– Yo también voy a echarte de menos a ti. No hay ninguna otra persona con la que pueda conversar como he conversado contigo. -Y a continuación desvió la mirada, por si él descubría que la soledad que sufría ella se parecía mucho a la que lo atormentaba a él.


Nicéforo la acompañó hasta el muelle. Hacía una noche de verano cuajada de estrellas, pero ya era demasiado tarde para encontrar una barca de pasajeros. En cambio, la aguardaba una barcaza del emperador para transportarla hasta el Gálata, el barrio situado en la otra orilla del Bósforo. Aquélla era la última vez que pisaría Constantinopla. Se alegró de que fuera demasiado de noche para que Nicéforo pudiera distinguir la aflicción que reflejaba su rostro, el amor que sentía por todo lo que se encontraba a punto de ser destruido.

– Ya no puedes regresar -le advirtió Nicéforo-. Enviaré mensajes a tus sirvientes. Es mejor que ellos se queden aquí unos días más, como mínimo. Los amigos y los aliados de Helena estarán al acecho, Isaías y los que sean, tal vez Demetrio, y otros. Helena se parecía a su madre en una cosa: en que tanto en la victoria como en la desesperanza, en el triunfo o en la derrota, jamás olvidaba una venganza. Tú sí, en ocasiones con demasiada facilidad, y Zoé lo consideraba una debilidad tuya. Para ella, ése era tu único defecto, pero fatal. Impedía que fueras verdaderamente igual que ella.

Ana se sorprendió.

– ¿Igual que ella?

– Desde luego. Ella vio en ti su misma pasión por la vida, pero debilitada por el poder de perdonar. Sin embargo, yo creo que al final comprendió que en realidad era tu punto fuerte. Hacía de ti una persona completa, cosa que ella no era.

¿Sería cierto aquello? La inundó un sentimiento de culpa al pensar que no era digna de aquel elogio. Sí que era verdad que había perdonado muchas cosas, pequeñas y sin importancia. Pero se había guardado las grandes, las afrentas que le habían causado heridas sin curación posible. Nunca había perdonado a su marido Eustacio. Había ocultado el asco que le producía, el sentimiento de culpa por no poder amarlo, por no soportar tener un hijo suyo o por la necesidad que la quemaba por dentro sin hallar satisfacción. Jamás dejó de hacerlo culpable de que ella hubiera sido la que provocó aquella terrible pelea, degradante y mordaz. Más que el dolor físico y que la sangre, lo que mejor recordaba era la vergüenza. ¿Le reprochaba a Eustacio haber permitido que toda aquella frustración, aquella rabia nacida de la impotencia, la confusión y la derrota, explotara en una acción violenta? ¿O era culpa suya, porque en realidad deseaba a medias que él cayera tan bajo?

Sí, Eustacio fue brutal, pero eso era algo que le pesaba a él en el alma y que ella ya no podía remediar. Ya había quedado atrás la oportunidad en que sí podría haber hecho algo al respecto, y la había desaprovechado. Aquél era otro detalle más por el que necesitaba el perdón.

Intentó pensar qué cosas buenas tenía Eustacio. Le resultó difícil, hasta que pensó primero en las heridas que también él había sufrido, y entonces sintió compasión, más profunda todavía por el hecho de tomar conciencia de que debería haber sido más dulce con él. Si lo hubiera ayudado, en vez de reaccionar de manera agresiva pensando sólo en su propio dolor, a lo mejor él habría sacado su parte más noble.

Se acordó de la destreza que tenía con los animales, del afecto con que hablaba a los caballos, de las noches que pasaba en vela con ellos cuando estaban heridos o enfermos, de la intensa alegría que lo embargaba cada vez que nacía un potrillo, de las palabras de elogio que dedicaba a la yegua, de cómo la acariciaba y le daba cariño. Sin querer se le saltaron las lágrimas lamentando haber dejado aquellas cosas a un lado, obsesionada egoístamente con sus propias necesidades.

Dejó salir toda su ira e inclinó la cabeza en la oscuridad.

«Lo siento mucho -oró mentalmente, con humildad y de todo corazón-. Dios mío, perdóname. Ayúdame a ser fuerte de espíritu para conceder a los demás la misericordia que tanto necesito yo misma.»

Poco a poco sintió que la pesadumbre iba disolviéndose y que la absolución la rodeaba como un abrazo, absorbiendo todo su dolor. El malestar desapareció, y notó una agradable sensación de calor que vino a llenar el hueco que le había quedado dentro.

Llegaron a la orilla. La barcaza estaba lista, meciéndose suavemente contra el muelle empujada por las olas. Era hora de irse.

No había nada más que decir. De nuevo iba vestida de mujer; la única vez en once años que se había puesto un vestido fue en Jerusalén, en compañía de Giuliano. El momento se le hizo difícil. Se despidió de Nicéforo con una breve caricia y un beso en la mejilla. Él a su vez la abrazó con fuerza unos instantes. Después, se apartó y procedió a bajar la escalera y subir a bordo de la barcaza.


Ya amanecía cuando llegó a la casa de Avram Shachar, que a aquellas alturas ya era un lugar familiar para ella. Era demasiado temprano para esperar que hubiera alguien despierto, pero no se atrevió a esperar en las calles; una mujer sola era más vulnerable que un eunuco. Incluso llevando una túnica más amplia y el cuerpo sin rellenar, de tal modo que se apreciaba nítidamente la forma del busto y de las caderas, tenía que recordarse continuamente que ahora proyectaba una imagen completamente distinta. Por debajo del austero velo que era preceptivo, se veía con toda claridad el vivo color castaño de su cabello.

Hacía un calor opresivo, y cuando saliera el sol iba a ser peor. Las calles estaban secas y polvorientas a causa de la sequía.

Llamó a la puerta de la casa de Shachar y esperó. Al cabo de unos minutos volvió a llamar, y casi de inmediato apareció él, parpadeando. Era evidente que lo había sacado de la cama.

– ¿Sí? -La miró de arriba abajo, desconcertado pero con la amabilidad de siempre-. ¿Tenéis algún enfermo en casa? Será mejor que paséis. -Dio un paso atrás y abrió la puerta del todo.

Ana lo acompañó hasta el cuarto en que guardaba las hierbas medicinales, procurando caminar en silencio para no despertar al resto de la casa. Shachar encendió las velas y se volvió para mirarla otra vez, con gesto nervioso, como si supiera que debía reconocerla pero un tanto apurado porque, aunque intentaba hacer memoria, no sabía quién era.

– Soy Ana Zarides -dijo ella en voz baja.

Shachar abrió los ojos, cuando se dio cuenta de quién era, primero asombrado, después alarmado.

– ¿Qué ha ocurrido? Cuéntame. ¿Qué puedo hacer yo?

– Tengo el perdón del emperador para mi hermano -contestó Ana-. Tengo que salir de Constantinopla, pero necesito llegar al Sinaí antes de que caiga la ciudad, para poder liberar a Justiniano mientras la palabra del emperador todavía valga algo. ¿Puedes ayudarme? No sé cómo hacerlo. Necesito hacer llegar un mensaje a Leo y a Simonis y conseguir que vengan con el dinero que pueda reunir yo. No me atrevo a regresar personalmente.

Shachar asintió despacio y poco a poco fue esbozando una sonrisa.

– Y he de ocuparme de que alguien se encargue de ellos -siguió diciendo Ana-. Leo podría venirse conmigo, pero Simonis debería regresar a Nicea.

– Por supuesto -repuso Shachar-. Por supuesto. Ya me encargo yo de eso. Pero antes tienes que comer algo, y luego descansar.

Загрузка...