Palombara y Vicenze llegaron a Roma en enero de 1276. Habían pasado diecinueve días en el mar y los dos se alegraban de tocar tierra por fin, aunque sabían que era una carrera para informar al Papa, cosa que cada uno haría por separado, naturalmente, y ninguno sabía lo que iba a decir el otro.
Dos días después, cuando por fin llegó el mensajero para conducir a Palombara a la presencia del Papa, caminaron juntos por las calles y hasta el otro lado de la plaza barrida por un viento que les hacía revolotear las capas. Palombara procuró pensar en algo que pudiera preguntar a su acompañante y que le dijera si Vicenze ya había acudido a la cita o no, pero todas las preguntas le parecieron ridículamente transparentes. Terminó recorriendo todo el camino sin pronunciar palabra.
Su Santidad Gregorio X tenía cara de cansado, incluso en la tranquilidad de sus soleados aposentos y con la magnificencia de sus ropajes. Lo asaltaba a menudo una tos que él trataba de disimular. Tras el acostumbrado ritual de los saludos fue directo al grano, como si tuviera prisa. O tal vez fuera porque ya había visto a Vicenze y aquel encuentro era una mera cortesía hacia Palombara y no tenía más significado que ése.
– Lo has hecho bien, Enrico -dijo el pontífice con gravedad-. No esperábamos que una empresa tan grandiosa como una unidad de la cristiandad pudiera llevarse a cabo sin dificultad y sin la pérdida de algunas vidas entre los más obstinados.
Palombara supo al instante que Vicenze ya había estado allí y que había informado de un éxito mayor del que habían obtenido en realidad. De pronto experimentó la aguda sensación de que el hombre que tenía delante soportaba una carga que sobrepasaba su capacidad. Su rostro se veía surcado de profundas sombras. Y aquella tos repetitiva, ¿podía ser algo más que un resfriado propio de comienzos del invierno?
– Hay demasiadas personas cuya reputación, y también todo el respeto y el poder que poseen, radica en su fidelidad a la Iglesia ortodoxa -contestó-. Uno no puede afirmar que ha recibido la inspiración divina y luego tomar una decisión contraria.
Ojalá hubiera podido sonreír ante aquella ironía, pero en los ojos de Gregorio no advirtió ni un ápice de humor, tan sólo indecisión y un sentimiento lúgubre. Aquello lo atemorizó, porque constituía una prueba más de que ni siquiera el Papa poseía aquella luminosa certidumbre de Dios que sin duda acompañaba a la auténtica santidad. Palombara vio únicamente a un hombre cansado que buscaba tomar la mejor de muchas decisiones, ninguna de ellas completa.
– La resistencia se encuentra sobre todo entre los monjes -expresó Palombara en voz alta-. Y entre los altos miembros del clero cuyos cargos dejarán de existir cuando el centro del poder se traslade aquí, a Roma. Y luego están los eunucos. En la Iglesia de Roma no hay sitio para ellos. Tienen mucho que perder y, a su parecer, nada que ganar.
Gregorio frunció el entrecejo.
– ¿Podrían causarnos problemas? Son sirvientes de palacio, hombres de la Iglesia que carecen… -encogió los hombros y volvió a toser- que carecen de las tentaciones de la carne, y por consiguiente de la posibilidad de alcanzar la verdadera santidad. ¿No es mejor para todos ellos que su especie se extinga?
Palombara sentía el deseo de coincidir con él. La mutilación era algo que lo repugnaba, y si pensaba en ella con detalle, también lo aterrorizaba. Sin embargo, cuando pronunció el término «eunuco» lo hizo pensando en Nicéforo, el hombre más juicioso y cultivado que había conocido en la corte de Miguel. Y en Anastasio, que era todavía más afeminado que el primero y no tenía absolutamente ningún rasgo masculino. En cambio su inteligencia, y aún más el ardor de sus sentimientos, lo había cautivado de un modo que no podía pasar por alto. Pese a su pérdida de virilidad, el médico tenía una pasión por la vida que él mismo no había experimentado jamás. Lo compadecía y envidiaba al mismo tiempo, y dicha contradicción le resultaba turbadora.
– Es un insulto, un rechazo, Santo Padre -convino-. Sin embargo, poseen gran mérito, aunque su abstinencia sea forzada. Dudo que en la mayoría de los casos sea una circunstancia elegida libremente por ellos mismos, de manera que no se les puede reprochar que…
La expresión de Gregorio se endureció, iluminada por el pálido sol invernal que entraba por los ventanales.
– Si un niño no está bautizado, no es cosa que haya elegido él, Enrico, y aun así le está vedada la entrada en el paraíso. Ten mucho cuidado cuando hagas generalizaciones tan excesivas. Cuando entra en juego la doctrina, estás pisando un terreno delicado. No cuestionamos el criterio de Dios.
Palombara tuvo un escalofrío. No fue la advertencia, ni la reprimenda, sino algo mucho más profundo. Era la negación de la pasión, de la certidumbre, de saber que todo era perfectamente, brillantemente cierto, bello para la mente y para el alma, como debían ser las cosas de Dios. ¿Sabía él que un niño sin bautizar no podía entrar en el paraíso? Sabía que así lo enseñaban, pero ¿lo enseñaba Dios? ¿O lo enseñaba el hombre, con el fin de aumentar el rebaño y por consiguiente el poder de la Iglesia, y en última instancia su propio dominio?
¿Qué concepto tendría Gregorio, y la Iglesia, de Dios? ¿Estaban creándolo a su imagen y semejanza, un ser esencialmente superficial, ansioso de recibir cada vez más alabanzas, más obediencia, comprándolas con el miedo a la condenación? ¿Estaba el hombre buscando algo situado más allá de sí mismo, libre de las restricciones impuestas por los límites de su propia imaginación? ¿Quién se atrevía a cruzar dicho límite, a zambullirse solo en el mundo silencioso y resplandeciente de… qué? ¿De la luz infinita? ¿O sólo de un vacío blanco?
Palombara comprendió, en aquel hermoso salón blanco del Vaticano, que en el fondo de su corazón estaba convencido de que Gregorio no sabía más que él, y que simplemente no sentía el deseo ni el impulso de preguntar.
– Disculpadme, Santo Padre -dijo en tono contrito, lamentando haber desalentado a un anciano cuya vida se apoyaba en sus certezas-. He hablado precipitadamente, porque he tomado respeto a la sabiduría de algunos de los eunucos que viven en la corte del emperador, y no excluiría a ninguno de ellos de la gracia salvífica de la verdad. Me temo que aún tenemos mucho trabajo que hacer en Bizancio para ganarnos una lealtad que no esté basada en el miedo de la violencia física que podamos ejercer contra ellos si no nos son fieles.
– El miedo puede ser el principio de la sabiduría -apuntó Gregorio. De pronto levantó la vista y la clavó en los ojos de Palombara. En ellos vio escepticismo, y posiblemente una parte de la grave actitud satírica que inundaba el corazón del sacerdote.
Palombara asintió, obediente.
– Pero tengo otros planes de que hablar -dijo Gregorio con un repentino brío-. Están cobrando impulso los preparativos para lanzar una nueva cruzada, sin el derramamiento de sangre que hubo en el pasado. He decidido escribir al emperador Miguel para invitarlo a que el año que viene se reúna con nosotros en Brindisi. Así podré hablar con él, juzgar mejor su fuerza y su sinceridad, y tal vez aquietar algunos de sus temores. -Aguardó la reacción de Palombara.
– Admirable, Santo Padre -dijo éste con todo el entusiasmo que le fue posible-. Eso reforzará su resolución, y es posible que podáis sugerirle alguna manera de tratar con sus obispos de la antigua fe y seguir contando con la lealtad de éstos. Él os quedará agradecido, al igual que todo el pueblo bizantino. Y aún más importante que eso, naturalmente, es que es la manera más apropiada de proceder.
Gregorio sonrió, claramente complacido con la respuesta de Palombara.
– Me alegra que lo veas con tanta claridad, Enrico. Me temo que no todo el mundo lo verá así.
Palombara se preguntó por un brevísimo instante si Vicenze había discrepado. Sería un atrevimiento por su parte, o más probablemente una total falta de sensibilidad. ¿Habría visto la debilitada salud de Gregorio y habría cambiado ya de sitio su lealtad? A lo mejor contaba con alguna información de la que no disponía él, de lo contrario era una reacción no acorde con su forma de ser. Vicenze nunca corría riesgos.
– Con el tiempo terminarán viéndolo, Santo Padre -respondió, sintiendo desprecio por su propia hipocresía.
– Sí, desde luego. -Gregorio frunció los labios-. Pero tenemos mucho que hacer para prepararnos. -Se inclinó un poco hacia delante-. Necesitamos tener a toda Italia de nuestra parte, Enrico. Hay mucho dinero que recaudar, y por supuesto hombres, caballos, armaduras, máquinas de guerra. Y también provisiones y navíos. Tengo legados en todas las capitales de Europa, y Venecia se nos unirá porque tiene muchos beneficios que obtener, como siempre. A Nápoles y el sur no les quedará otro remedio, porque Carlos de Anjou se encargará de que así sea. Las que me preocupan son las ciudades de Toscana, Umbría y el Regno.
A pesar de su deseo de permanecer impasible ante el fuego de la ambición, Palombara sintió una punzada de emoción por dentro.
– Sí, Santo Padre…
– Empieza por Florencia -dijo Gregorio-. Es rica, y constituye un hervidero de vida y de ideas que, si lo alimentamos, nos será muy útil. Son leales a nosotros. Después quiero que averigües qué respaldo tenemos en Arezzo. Sé que eso te resultará más difícil, allí son leales al Sacro Emperador Romano. Pero ya has demostrado tu valía en Bizancio. -Esbozó una sonrisa triste-. Sé lo que me has contado de Miguel Paleólogo, Enrico, y no estoy tan ciego como tu tacto imagina. Y también sé lo que no me has contado, en virtud de tus silencios. Ve y regresa para informarme a mediados de enero.
– Sí, Santo Padre -dijo Palombara con un entusiasmo que no pudo ocultar-. Así lo haré.
Una noche, antes de partir de Florencia, Palombara cenó con su viejo amigo Alighiero de Belincione y con Lapa, la mujer con la que vivía éste desde el fallecimiento de su esposa. Tenían dos hijos pequeños, Francesco y Gaetana, además de Dante, el hijo que tenía Alighiero de su primer matrimonio.
Como siempre, acogieron afectuosamente a Palombara, le dieron magníficamente de comer, y después se sentaron alrededor del fuego y lo pusieron al corriente de las recientes noticias y chismorreos.
Quedaron fascinados con las experiencias vividas por Palombara en Constantinopla. Lapa deseaba saberlo todo de la corte de Miguel, en particular lo relacionado con la moda en el vestir y con la comida. Alighiero tenía más interés por las especias y las sedas del mercado, y por los objetos que se podían comprar en las legendarias ciudades que había más al este, en la antigua Ruta de la Seda.
Estaban hablando de la vida de los que viajaban por dicha ruta cuando en eso entró un muchacho en la habitación, al principio con ademán tímido, consciente de que estaba interrumpiendo. Tendría unos diez años, era esbelto, casi delgado, se le traslucían los huesos de los hombros incluso a través del chaleco de invierno que llevaba puesto. Pero fue su rostro lo que llamó la atención de Palombara. Era muy pálido y sus facciones estaban perdiendo ya la redondez de la infancia, y en sus ojos ardía una pasión que casi parecía consumirlo.
Lapa le dirigió una mirada de nerviosismo.
– Dante, te has perdido la cena. Deja que te prepare algo. -Y se levantó a medias.
Pero Alighiero extendió una mano para impedírselo.
– Ya comerá cuando tenga hambre. No te preocupes tanto. Ella se zafó de su mano.
– Necesita comer todos los días. Dante, te presento al obispo Palombara, llegado de Roma. Y ahora voy a prepararte algo de comer.
Alighiero se reclinó de nuevo en su asiento, probablemente como deferencia a Palombara, para no iniciar una discusión, que habría resultado embarazosa.
– Bienvenido a Florencia, excelencia -dijo el niño educadamente.
Palombara lo miró a los ojos y vio una emoción tan poderosa que parecía iluminarlo desde dentro. De pronto tuvo la convicción de que apenas podía entrometerse en el mundo de aquel chico. Deseó dejar alguna huella en aquel niño tan extraordinario.
– Gracias, Dante -contestó-. Ya he recibido la hospitalidad de los amigos, y no hay mejor regalo de bienvenida que ése.
Entonces, Dante lo miró y sonrió. Por un instante Palombara se hizo real para él, lo advirtió en sus ojos.
– Vamos -dijo Lapa al tiempo que se incorporaba-. Voy a hacerte algo de comer. Tengo un poco de ese flan que tanto te gusta. -Salió de la habitación y el niño, tras una breve mirada a Palombara, la siguió obedientemente.
– Te pido que lo disculpes -dijo Alighiero con una sonrisa para disimular su turbación-. Tiene diez años y está convencido de haber visto el cielo en el rostro de una muchacha, la hija de Portinari, Beatriz. Apenas acertó a verla. Sucedió el año pasado, y todavía no lo ha superado. -Su expresión era de perplejidad-. Vive en otro mundo, no sé qué hacer con él. -Se encogió de hombros-. Supongo que se le pasará. Pero por el momento, la pobre Lapa se preocupa por él. -Tomó la jarra de vino-. ¿Te apetece un poco más?
Palombara aceptó, y el resto de la velada lo pasaron conversando agradablemente. Por una vez Palombara logró disfrutar de la amistad y olvidarse de las ambigüedades morales de la cruzada.
Cuando a la mañana siguiente partió a caballo hacia Arezzo, no pudo apartar de su mente la expresión solemne y apasionada de aquel niño que tenía el convencimiento de haber visto el rostro de la mujer a la que iba a amar durante toda la vida. Aquel ardor lo consumía y lo alumbraba desde dentro. Más adelante lo esperaban el cielo y el infierno, pero nunca la corrosión de la duda ni el enorme territorio baldío de la indiferencia. Sí, Palombara envidió a aquel niño, y tanto si se atrevía a tratar de asirlo como si no, necesitaba saber que el cielo existía.
Cabalgó bajo la lluvia invernal, sintiéndola en la cara, percibiendo el olor a tierra mojada y a la hojarasca que se pudría bajo los árboles. Era un olor limpio, vivo. Iba a ser un día corto y oscuro, la noche se acercaba rápidamente por el este cubriendo los colores del cielo y transformándolos en rojos intensos en el horizonte. Al día siguiente estaría en casa.
Ya en Arezzo, Palombara fue a visitar a viejos amigos y les hizo las mismas preguntas que a los de Florencia. Para el 10 de enero del año nuevo, 1276, ya estaba de vuelta en Roma, listo para informar a Gregorio.
Cruzó la plaza en dirección a la amplia escalinata que conducía al palacio Vaticano, notando un cierto silencio en el aire gris, como un presagio de lluvia. Era mediada la tarde, y daba la impresión de ir a oscurecer muy pronto.
Vio a un cardenal al que conocía, que venía andando hacia él con aire pesaroso y el rostro contraído.
– Buenas tardes, eminencia -saludó Palombara, cortés.
El cardenal se detuvo y movió la cabeza a izquierda y derecha.
– Demasiado pronto -dijo con tristeza-. Demasiado pronto. En estos momentos no nos conviene ningún cambio.
A Palombara lo invadió un presentimiento de pérdida.
– ¿El Santo Padre?
– Ha sucedido hoy mismo -repuso el cardenal recorriendo a Palombara con la mirada de arriba abajo y reparando en las manchas que delataban que acababa de llegar de viaje-. Llegáis demasiado tarde.
Palombara no se sintió sorprendido. La última vez que vio a Gregorio, éste le dio la impresión de encontrarse agotado, tanto en cuerpo como en espíritu. Sin embargo, lo inundó una pena mayor que el hecho de quedarse sin cargo alguno o lo confuso que se presentaba el futuro, la incertidumbre que volvía a apoderarse de todo. Después sintió un espacio vacío allí donde había tenido un amigo, un mentor, una persona cuyo criterio comprendía.
– Os estoy agradecido -dijo con voz queda-, no lo sabía. -Se persignó y añadió-: Descanse en paz.
Llovió durante todo el día, y Palombara se quedó en casa, supuestamente escribiendo un informe sobre el trabajo realizado en la Toscana para presentárselo al nuevo Papa, por si acaso éste se lo reclamaba. Pero en realidad pasó el tiempo paseando nervioso, sumido en sus pensamientos, dando vueltas a todas las decisiones que iba a tener que tomar. Se podía ganar todo… o perderlo todo.
Ya llevaba varios años ocupando un alto cargo, y se había ganado tantos amigos como enemigos. Quizá lo más importante fuera que se había ganado favores, y que el principal de todos sus enemigos era Niccolo Vicenze.
A lo largo de las semanas siguientes, si quería conservar algún poder iba a necesitar algo más que habilidad: iba a necesitar suerte. Debería haber estado mejor preparado para la muerte de Gregorio; había visto los indicios de la misma, en sus ojos, en aquella tos constante, en el dolor y el cansancio que se advertían en él. Se detuvo junto a la ventana y contempló cómo llovía. Gregorio estaba entusiasmado con la nueva cruzada, pero ¿y su sucesor?
Se sorprendió al descubrir hasta qué punto Constantinopla dominaba sus pensamientos. ¿Le importaría al nuevo Papa la Iglesia oriental, intentaría subsanar las diferencias que lo separaban de ella y trataría con respeto a sus miembros, como hermanos cristianos que eran? ¿Iniciaría una verdadera solución del cisma?
Durante los días siguientes fue aumentando la tensión y se dispararon las especulaciones, pero en su mayor parte quedaron ocultas bajo el decoro que exigían el luto y el entierro de Gregorio en Arezzo. Por encima de todo, naturalmente, estaba el oportunismo. Nadie quería dejar entrever cuáles eran sus ambiciones. La gente decía una cosa cuando quería decir otra.
Palombara escuchó y estudió qué facción debía dar la impresión de defender.
Estaba enfrascado en esos pensamientos cuando de pronto apareció a su lado un sacerdote napolitano llamado Masari, mientras atravesaba la plaza de camino al palacio Vaticano bajo el débil resplandor del sol de enero, apenas una semana después de la muerte de Gregorio.
– Vivimos tiempos peligrosos -observó Masari en tono familiar, esquivando los charcos de agua con sus elegantes botas.
Palombara sonrió.
– ¿Teméis que los cardenales elijan a alguien que no se corresponda con la voluntad de Dios? -preguntó con un leve toque de humor. Conocía a Masari, pero no lo bastante para fiarse de él.
– Lo que temo es que sin un poco de ayuda puedan ser falibles, como lo son todos los hombres -replicó Masari con los ojos brillantes-. Ser Papa es buena cosa, y el poder en exceso resulta destructivo para todas las virtudes, lamentablemente, y a veces sobre todo para la sabiduría.
– Pero dista mucho de acabar con ella -contestó Palombara en tono irónico-. Concededme el beneficio de vuestros conocimientos, hermano. En vuestra opinión, ¿qué dictaría la sabiduría?
Masari pareció reflexionar sobre aquel punto.
– Inteligencia en lugar de vehemencia -respondió al rato, al tiempo que atacaban un tramo de escaleras. La lluvia estaba empezando a arreciar-. El don de la diplomacia, en lugar de una maraña de contactos familiares -siguió diciendo-. Resulta sumamente incómodo estar en deuda con algún pariente por el favor de contar con su apoyo. Las deudas suelen exigir su pago en los momentos más inoportunos.
Palombara estaba divirtiéndose y, sin quererlo, sentía interés. Notó que se le aceleraba el pulso.
– Pero ¿cómo va a hacer uno para conseguir apoyos sin quedar obligado, y probablemente en diferentes aspectos? Los cardenales no dan su voto sin tener un motivo. -No dijo «a menos que estén comprados», pero Masari ya sabía lo que había querido decir.
– Lamentablemente, no. -Masari se inclinó hacia delante para protegerse la cara de un chorro de agua que caía de un tejado-. Pero motivos los hay de muchas clases. Puede que uno de los mejores sea la convicción de que el nuevo Papa, sea el que sea, va a lograr la unificación de todas las fes cristianas sin ceder ninguna doctrina sagrada a las falsas enseñanzas de la Iglesia griega. Eso, sin duda, disgustaría grandemente a Dios.
– No sé qué hay en la mente de Dios -contestó Palombara, cáustico.
– Por supuesto -convino Masari-. Únicamente el Santo Padre sabe eso más allá de toda duda. Hemos de rezar y tener esperanza, y buscar la sabiduría.
A Palombara le vino fugazmente a la memoria el día en que, en el interior de Santa Sofía, empezó a comprender cuánto más sutil que era la sabiduría de Bizancio en comparación con la de Roma. Para empezar, incorporaba el elemento femenino: era más delicada, más esquiva, más difícil de definir. Y quizá también estaba más abierta a la variación y a los cambios, colmaba más el espíritu infinito de la humanidad.
– Espero que no tengamos que esperar hasta averiguarlo -expresó en voz alta-, porque podría ser que ni en toda una vida tuviéramos tiempo para elegir a un nuevo Papa.
– Estáis de broma -dijo Masari clavando sus ojos negros en el rostro de Palombara durante unos momentos, para desviarlos rápidamente-. Yo diría que vos entendéis lo que es la sabiduría mejor que muchos hombres.
Una vez más Palombara sintió la punzada de la sorpresa y el latir acelerado del corazón. Masari estaba poniéndolo a prueba, incluso cortejándolo.
– La valoro más que las riquezas o los favores -respondió con total seriedad-. Pero opino que no se consigue de manera fácil.
– Pocas cosas buenas son fáciles, excelencia -corroboró Masari. Deseamos un Papa que esté dotado como ninguna otra persona para ser el jefe del mundo cristiano.
– ¿Quiénes deseamos eso? -dijo Palombara sin dejar de caminar, pero sin preocuparse ya por el viento, los charcos del empedrado ni los que pasaban por su lado.
– Hombres como Su Majestad de las Dos Sicilias y señor de Anjou -respondió Masari-. Claro que más trascendente para el asunto que nos ocupa es que también es senador de Roma.
Palombara sabía exactamente a qué se refería Masari: a un hombre que iba a ejercer una poderosa influencia sobre la persona que se convirtiera en Papa. Tanto la implicación como la oferta quedaron claras como el agua. En su mente rugió la tentación semejante a un viento huracanado que barriera todo lo demás. ¿Ya? ¡Una oportunidad seria para ser Papa! Era joven para aquel cargo, aún no había cumplido los cincuenta; sin embargo, había habido pontífices mucho más jóvenes que él. En el año 955, Juan XII, que contaba dieciocho años, fue ordenado, hecho obispo y coronado Papa en un mismo día, o eso se decía. Su reinado fue breve y desastroso.
Masari estaba esperando, atento no sólo a lo que dijera Palombara, sino también a lo que delatara su rostro.
Palombara dijo algo que en su opinión probablemente era cierto, pero que también sabía que era lo que desearía oír Carlos:
– Dudo que la cristiandad se una del todo, como no sea mediante la conquista de los antiguos patriarcados ortodoxos. -Oía su propia voz como si perteneciera a otra persona-. Hace poco que regresé de Constantinopla, y puedo deciros que la resistencia que hay allí, y sobre todo en los territorios que tiene alrededor, sigue siendo fuerte. Un hombre que ha consagrado su carrera a una única fe no sacrifica fácilmente su identidad. Si pierde eso, ¿qué otra cosa le queda?
– ¿Su vida? -sugirió Masari, pero en su tono de voz no había seriedad, sino tan sólo satisfacción y un pesar efímero, como ante lo inevitable.
– Ésa es la madera de la que están hechos los mártires -replicó Palombara con cierta brusquedad. La triple corona estaba más cerca de su alcance de lo que había estado nunca, tal vez de lo que él mismo habría creído posible. Pero ¿qué precio tendría que pagar por recibir semejante favor de Carlos de Anjou y de las otras personas que estuvieran en deuda con él?
Si vacilara ahora, Carlos no lo respaldaría jamás. Un hombre que fuera apto para ser Papa no necesitaba tiempo para sopesar si tenía valentía o no. ¿Poseía tanta nitidez de pensamiento como para entender la voz de Dios cuando le dijera cómo gobernar el mundo o lo que era verdadero y lo que era falso? ¿Poseía él un fuego en el alma suficiente para soportarlo? ¿Existía siquiera algo así?
Otra vez le vino a la cabeza aquel eunuco extraño y afeminado, Anastasio, y su ruego de actuar con delicadeza y tener la humildad de aprender, de aplastar el apetito de la exclusividad y tolerar lo diferente.
– Titubeáis -observó Masari. En su tono de voz ya se notaba que estaba replegándose.
Palombara se enfureció consigo mismo por su actitud evasiva, por su cobardía. Un año atrás habría aceptado, y ya habría estudiado después el coste y hasta las consideraciones morales.
– No -negó Palombara-. No tengo agallas para gobernar una Roma que inicia otra guerra con Bizancio. Perderemos más de lo que ganaremos.
– ¿Eso es lo que os dice Dios? -inquirió Masari con una sonrisa.
– Es lo que me dice mi sentido común -le contestó Palombara-. Dios habla tan sólo al Papa.
Masari se encogió de hombros y, tras un breve saludo, dio media vuelta y se alejó.
La decisión llegó con notable rapidez. Ocurrió once días más tarde, el 21 de enero, en una jornada oscura y lluviosa. El sirviente de Palombara cruzó el jardín a la carrera pisando el agua de los charcos. Apenas llamó con los nudillos a la puerta de madera antes de pasar al estudio con el rostro congestionado por el esfuerzo.
– Han elegido a Pierre de Tarentaise, el obispo cardenal de Ostia -dijo sin resuello-. Ha tomado el nombre de Inocencio V, excelencia.
Palombara se quedó estupefacto. Su primer pensamiento fue que Carlos de Anjou lo había apoyado todo el tiempo y que él había hecho el ridículo al pensar que Masari le estaba ofreciendo algo, como no fuese una oportunidad para declarar cuáles eran sus lealtades. Él era un peón, y nada más.
– Gracias, Filipo -dijo con ademán distraído-. Te agradezco que hayas venido a darme la noticia tan deprisa.
Filipo se retiró.
Palombara se sentó a su escritorio, con el cuerpo helado y la mente hecha un torbellino. Pierre de Tarentaise. Lo conocía, por lo menos de haber hablado con él. Ambos habían estado en el Concilio de Lyon, de hecho Tarentaise había leído el sermón. Luego le vino otra idea a la cabeza: por lo visto, Tarentaise iba a adoptar el nombre de Inocencio V. Fue Inocencio III el que era Papa cuando Enrico Dandolo lanzó la cruzada cuyos soldados saquearon e incendiaron Constantinopla en 1204. Elegir el nombre de Inocencio constituía una declaración de intenciones, siempre era así. Palombara debía pensar muy bien por dónde se andaba.
Entró en las conocidas estancias de altos ventanales con el corazón acelerado por lo que lo esperaba, ya haciendo acopio de fuerzas para soportar un posible fracaso, como si con ello el dolor fuera a ser menor.
Sólo ahora se daba cuenta de lo mucho que ansiaba regresar a Constantinopla. Anhelaba la complejidad de Oriente y formar parte de la lucha que había visto iniciarse allí. Deseaba persuadir al menos a algunos clérigos de que debían doblegarse y salvar lo que había de bueno en su fe para no perder la fe entera. Quería explorar el diferente concepto de sabiduría que tenían allí, que lo intrigaba, que prometía una explicación más equilibrada, menos autoritaria, y al fin más tolerante.
Por fin lo condujeron a la presencia del Santo Padre, y entró con toda la humildad que procedía. Inocencio ya rebasaba los sesenta. Era un hombre rubio y de rostro amable, casi calvo, y ahora vestido con los magníficos atributos de su nuevo cargo.
Palombara hizo una genuflexión y le besó el anillo declarando su lealtad de la manera usual y formal que venía al caso. Acto seguido, por invitación de Inocencio, volvió a ponerse en pie.
– Conozco qué es lo que opináis de Bizancio y de la Iglesia griega en general -empezó el pontífice-. Habéis realizado un trabajo excelente.
– Os lo agradezco, Santo Padre -contestó Palombara humildemente.
– Su Santidad el Papa Gregorio me informó de que os había enviado a la Toscana a averiguar qué apoyos podíais recabar para la cruzada -continuó Inocencio-. Llevará tiempo, como es natural, posiblemente cinco o seis años. Para alcanzar el triunfo no convienen las prisas.
Palombara estaba de acuerdo. Le gustaría saber a qué se refería Inocencio en realidad. Observó su tranquilo semblante, completamente impenetrable. No vio que hubiera cambiado nada en él, a excepción del atuendo y la seguridad en su actitud, que ahora irradiaba una cierta benignidad, pero de tanto en tanto recorría la estancia con la vista, como si quisiera cerciorarse de encontrarse allí realmente.
– Dentro de nuestras propias filas hay también cuestiones que reformar -prosiguió Inocencio- de las que no podemos ocuparnos por el momento.
Aquello era una clara contradicción del punto de vista de Gregorio, y lo había dicho con gran seguridad, con la certeza de que era la voluntad de Dios. ¿Estaría equivocado? ¿O era que Inocencio no estaba escuchando lo que le susurraba el espíritu?
Nuevamente Palombara experimentó una sensación de vacío bajo los pies, el miedo de que no existiera la revelación, sino simplemente la ambición humana y el caos, alimentados por la perentoria necesidad de encontrar sentido a las cosas.
– He estado reflexionando y rezando mucho por la situación de Bizancio -siguió diciendo Inocencio-. A mi parecer, vos sentís afecto por ese pueblo…
– Ahora conozco a los bizantinos mucho mejor que antes -respondió Palombara a lo que tomó por una pregunta. Sentía la necesidad de justificarse y no permitir una posible insinuación de deslealtad, por mínima que fuera-. No creo que se los pueda convencer con facilidad de que renuncien a sus creencias, sobre todo a los que se han colocado en una posición de la que no cabe retractarse.
Inocencio frunció los labios.
– Es una lástima que hayamos permitido que la situación llegara a ese punto. Deberíamos haber iniciado las negociaciones hace mucho tiempo. Pero cuando las iniciemos, como vos decís, nada evitará que haya alguna pérdida. Ninguna guerra por la causa de la Madre Iglesia se ha librado sin víctimas. -Negó brevemente con la cabeza-. Entregadme el informe que habéis elaborado sobre vuestras averiguaciones en la Toscana. Más adelante deseo que vayáis a otras ciudades de Italia para granjearos su apoyo. En su momento, tal vez a Nápoles, puede que incluso a Palermo. Ya veremos.
Palombara sintió una súbita ráfaga de frío. ¿Sabría Inocencio que Masari había acudido a él con una oferta, y que él se había sentido tentado, aunque sólo hubiera sido por un instante? Sería una fina ironía que a Palombara lo enviasen a la corte de Carlos de Anjou con la misión de buscar apoyos para una nueva cruzada.
– Sí, Santo Padre -dijo, reprimiendo el tono de voz a duras penas-. Mañana os traeré el informe sobre la Toscana, y después partiré hacia la ciudad que juzguéis más conveniente.
– Gracias, Enrico -repuso Inocencio en tono afable-. Creo que podríais empezar por Urbino. Y luego, ¿quizá Ferrara?
Palombara aceptó y contempló el rostro de Inocencio de una manera nueva, más consciente de cuál era su poder, y también con un cierto presentimiento. ¿Sería posible organizar una cruzada que no arrasara Constantinopla de nuevo?
¿Consistía su nueva misión en empezar a deshacer todo lo que había intentado conseguir con la misión anterior? No encontró en la fe la certidumbre que necesitaba.