CAPÍTULO 13

Palombara se entretuvo en averiguar más detalladamente de qué modo el emperador podía fortalecer su posición a los ojos de su pueblo. Si éste de verdad lo consideraba el «Igual a los Apóstoles», era posible que creyeran que él los guiaba virtuosamente en su decisión religiosa, tal como los había guiado en decisiones militares y gubernamentales.

Se dirigió a la gran catedral de Santa Sofía, pero no para adorar, ni desde luego tampoco para participar de la misa ortodoxa. Deseaba experimentar las diferencias que había entre lo griego y lo romano.

El oficio resultó más emotivo y conmovedor de lo que esperaba. Le confería una solemnidad irresistible a aquella catedral tan antigua, con sus mosaicos, sus iconos y sus columnas, aquellas hornacinas recubiertas de oro que enmarcaban maravillosas figuras de santos de ojos oscuros, de la Madona y del propio Cristo. Bajo aquella luz resplandecían con una presencia casi animada, y sin quererlo descubrió que su apreciación intelectual se vio superada por el asombro reverencial hacia la genialidad y la belleza que poseían. La gigantesca cúpula parecía casi flotar por encima de su gran círculo de ventanas, como si no tuviera un apoyo de piedra y ladrillos. A sus oídos había llegado la leyenda de que la construcción de aquella iglesia rebasaba la capacidad humana y que la cúpula misma quedó milagrosamente suspendida del cielo mediante una cadena de oro que sostenían los ángeles hasta que se pudieron fijar en su sitio las columnas. Era una leyenda que en su momento le hizo reír, pero que aquí, en la contemplación de semejante grandiosidad, no le pareció imposible.

Estaba en la escalera exterior cuando vio, un poco apartada de la multitud, a una mujer cuya estatura era superior a la media. Poseía un rostro extraordinario. Tendría al menos sesenta años, posiblemente más, pero estaba de pie con una actitud perfecta, incluso arrogante. Tenía unos pómulos destacados, una boca demasiado grande y sensual y unos ojos dorados y penetrantes. Lo estaba mirando a él, resaltándolo entre los demás. Palombara se sintió halagado e incómodo a Un tiempo cuando se aproximó a él.

– Vos sois el legado papal de Roma. -La mujer tenía una voz fuerte, y, visto de cerca, su rostro estaba lleno de una vitalidad que exigía la atención de él, y también su interés.

– En efecto -contestó-. Enrico Palombara.

Ella se encogió ligeramente de hombros, casi en un gesto voluptuoso.

– Yo soy Zoé Crysafés -dijo-. ¿Habéis venido a ver la sede de la Sagrada Sabiduría antes de intentar destruirla? ¿Su belleza os llega al alma, o tan sólo a los ojos?

En aquella mujer no había nada que invitara a la piedad. Ella era un aspecto de Bizancio que Palombara no había visto hasta el momento; tal vez el viejo espíritu que había sobrevivido a los bárbaros cuando cayó Roma: ardiente, peligroso e intensamente griego. La fuerza que irradiaba aquella mujer lo tenía fascinado, igual que una llama atrae a Un insecto nocturno.

– Lo que se percibe sólo con los ojos necesariamente no tiene significado -repuso Palombara.

Ella sonrió, pues se dio cuenta al instante del sutil halago que implicaba aquella respuesta, y la divirtió. Aquello podía ser el principio de un largo duelo, si es que ella realmente se preocupaba por la fe ortodoxa y por mantenerla a salvo de la contaminación de Roma. Zoé arqueó las cejas.

– ¿Cómo puedo saberlo? Nosotros no tenemos nada que no posea Un significado. -La diversión que ella sentía resultaba casi palpable. Palombara aguardó.

– ¿No teméis que tal vez estéis equivocado al exigir nuestra sumisión? -le preguntó Zoé por fin-. ¿No os desvela por la noche, cuando estáis solo y la oscuridad que os rodea está llena de pensamientos, buenos y malos? ¿En esos momentos no dudáis de que sea el diablo el que os habla, y no Dios?

Palombara estaba perplejo. No esperaba que ella dijera eso.

La mujer lo miraba nuevamente con fijeza, buscando sus ojos. Entonces rompió a reír, una carcajada plena y sonora en la que latía la vida.

– ¡Ah, ya entiendo! -dijo ella-. No oís la voz de nadie, ¿verdad?, tan sólo silencio. Un silencio eterno. Ése es el secreto de Roma: que no hay nadie más, ¡salvo vosotros mismos!

Palombara contempló la inteligencia y la victoria reflejadas en el semblante de Zoé. Aquella mujer había visto el vacío que sentía por dentro. Permaneció de pie frente a ella mientras el gentío que salía pasaba a su alrededor. Percibió su dolor, como el contacto del fuego. Incluso pudo sentir lo mismo que ella, pero al final la unión iba a suceder, con la aquiescencia de Zoé Crysafés o sin ella. Todo aquel esplendor de la vista, el oído, y sobre todo la mente, podía quedar destruido por los ignorantes, si los ejércitos de los cruzados irrumpían de nuevo en aquella ciudad.

El hecho de conocerla a ella podía proporcionarle una ventaja que haría mejor en ocultar a Vicenze. En las semanas siguientes, Palombara cultivó de forma discreta su interés por Zoé Crysafés, escuchando nombrarla en lugar de sacar él mismo su nombre a colación. Recopiló muchos datos sobre la familia de ella, que en otro tiempo había sido poderosa. Su único vástago, Helena, que se había casado con un miembro de la antigua casa imperial de los Comneno, había enviudado recientemente por el asesinato de su esposo.

Se rumoreaba que Zoé había tenido muchos amantes, entre ellos posiblemente el propio Miguel Paleólogo. Palombara se inclinaba a creerlo. Incluso ahora la rodeaba un aura de sensualidad, una ferocidad y una fuerza vital que hacían que las demás mujeres parecieran aburridas.

Por un instante lamentó ser el legado del Papa, en el extranjero, donde no se atrevía a cometer un desliz. Vicenze estaba siempre vigilante, y de todos modos Zoé seguramente no tenía amantes por el mero placer de tenerlos. Con ella, la pasión física habría sido una buena batalla, una batalla digna de librarse, se ganara o se perdiera. En todo momento sería también una batalla de la mente, aunque no del corazón.

De él dependía provocar el encuentro siguiente, lo cual hizo yéndose a solas por la calle Mese en busca de algún objeto inusual que regalarle. Después podría ir a visitarla, aparentemente para pedirle consejo; sabía lo suficiente de ella para que aquello resultara creíble.

Lo condujeron al magnífico salón de Zoé, orientado hacia la ciudad y, al fondo, el Bósforo. Fue como pisar de nuevo la Constantinopla antigua, la anterior al saqueo: su esplendor se había atenuado un poco, pero su orgullo seguía siendo firme. En las paredes colgaban tapices oscuros y de intrincado dibujo. Los colores se habían apagado con el paso de los siglos, pero no estaban desvaídos, sino tan sólo debilitados en aquellos puntos en que la luz había suavizado los tonos. El suelo era de mármol, alisado por el pasar de varias generaciones. El techo tenía algunas zonas incrustadas de oro. En una pared había una cruz de oro de casi dos pies de largo, con una figura tan exquisitamente tallada que parecía estar a punto de retorcerse en un último gesto de dolor.

La propia Zoé iba vestida con una túnica de color ámbar y sobre ésta una dalmática de un tono más oscuro, más vivo, sujeta con una fíbula de oro adornada con granates. Pareció divertida de ver a Palombara, como si supiera que iba a venir, pero quizá no tan pronto.

Había otra persona presente, más o menos de la misma altura que Zoé, pero vestida con una túnica de color liso y una dalmática azul oscuro. Estaba de pie cerca de un rincón de la estancia, ocupada en empaquetar unos polvos en unas cajitas. Palombara percibió el penetrante aroma que despedían: algún tipo de hierbas medicinales molidas.

Zoé ignoró a la otra persona, de manera que Palombara hizo lo propio.

– He encontrado un pequeño regalo que espero que os interese -dijo, al tiempo que le tendía lo que había traído, envuelto en seda roja. Cabía perfectamente en la palma de su delgada mano.

Zoé lo miró con una expresión de curiosidad en sus ojos dorados, pero de momento no pareció estar impresionada.

– ¿Por qué? -preguntó.

– Porque de vos puedo aprender más sobre el alma de Bizancio que de ninguna otra persona -respondió Palombara con total sinceridad-. Y, al contrario que mi compañero, el legado Vicenze, deseo adquirir esos conocimientos. -Se permitió una sonrisa.

El semblante de Zoé se iluminó con un destello de diversión. Abrió la seda y sacó una pieza de ámbar del tamaño del huevo de un ave pequeña. En su interior había una araña atrapada, inmortalizada en el momento anterior a la victoria, a una fracción de alcanzar la mosca. Ella no disimuló la fascinación que le produjo, ni tampoco el placer.

– ¡Anastasio! -llamó, a la vez que se daba la vuelta hacia la persona que manipulaba las hierbas-. ¡Venid a ver lo que me ha traído el legado papal de Roma!

Palombara vio que se trataba de otro eunuco, más bajo y más joven que él obispo Constantino, pero con la misma boca, el mismo rostro barbilampiño y, cuando habló, la misma voz tersa.

– Turbador -señaló el eunuco, examinando la pieza de cerca-. Muy ingenioso.

– ¿Así lo creéis?-le preguntó Zoé. Anastasio sonrió.

– Una imagen muy descriptiva del instante y de la eternidad -dijo-. Uno cree tener el trofeo al alcance de la mano y, sin embargo, se le escapa para siempre. Ese momento queda congelado, y mil años después uno continúa inmóvil y con las manos vacías.

Posó la mirada en Palombara, que quedó asombrado por la inteligencia y el valor que detectó en sus ojos. Eran grises y serenos, muy distintos de los de Zoé, aunque el resto de los colores de su rostro era casi el mismo. Él también tenía pómulos salientes y una boca sensual. Palombara se sintió turbado por el hecho de que Anastasio hubiera visto tantas cosas en aquel ámbar, más de las que había visto él mismo.

Zoé lo estaba observando.

– ¿Eso es lo que pretendéis decirme, Enrico Palombara? -le preguntó. Se negaba a tratarlo de «excelencia» porque era un obispo de Roma, no de Bizancio.

– Mi deseo era proporcionaros placer, e interés -respondió dirigiéndose sólo a ella, no al eunuco-. Tendrá el significado que vos queráis darle.

– Hablando de inmortalidad -prosiguió Zoé-, si cayerais enfermo mientras estáis en Constantinopla, puedo recomendaros a Anastasio. Es un médico excelente. Y os curará de vuestra enfermedad sin sermonearos por vuestros pecados. Un poco judío, pero eficaz. Yo ya conozco mis pecados, y me resulta de lo más tedioso que me los repitan, ¿a vos no? Sobre todo cuando no me siento bien.

– Eso depende de si suscitan envidia o desprecio -repuso Palombara en tono ligero.

Captó un destello de sonrisa en el rostro del eunuco, pero ésta desapareció enseguida, casi antes de estar seguro de haberlo visto.

Zoé también lo captó.

– Explicaos -ordenó a Anastasio.

Éste se encogió de hombros. Fue un gesto curiosamente femenino y, sin embargo, no parecía tener la volátil actitud emocional de Constantino.

– En mi opinión, el desprecio es la capa bajo la que se esconde la envidia -le respondió a Zoé, sonriendo al decirlo.

– ¿Y qué deberíamos sentir hacia el pecado? -se apresuró a preguntar Palombara antes de que Zoé pudiera hablar-. ¿Ira?

Anastasio lo miró con aplomo, una mirada extrañamente desconcertante.

– No, a no ser que se le tenga miedo -dijo-. ¿Suponéis que Dios teme al pecado?

La respuesta de Palombara fue instantánea.

Eso sería ridículo. Pero nosotros no somos Dios. Al menos en Roma no creemos serlo -agregó.

La sonrisa de Anastasio se ensanchó.

– Y en Bizancio tampoco creemos que lo seáis -concordó.

Palombara rio, en contra de sí mismo, pero, además de por diversión, porque se sentía violento. No sabía qué pensar de Anastasio. Parecía lúcido, intelectual como un hombre, y al momento siguiente resultaba bruscamente femenino. Palombara estaba viéndose demasiadas veces en una situación desfavorable. Le vinieron a la cabeza las sedas que había visto en los mercados, que al acercarlas a la luz cambiaban de color: unas veces eran azules, otras veces eran verdes. El carácter de los eunucos era como el brillo de la seda: fluido, impredecible. Eran un tercer género, hombre y mujer, y, sin embargo, ninguna de las dos cosas.

Zoé dio vueltas al ámbar en la mano.

– Esto merece un favor -le dijo a Palombara con los ojos brillantes-. ¿Qué deseáis?

Ella lanzó una mirada fugaz al eunuco. Palombara percibió en ella irritación y acaso un momentáneo desprecio. Pero es que una mujer apasionada y sensual como Zoé no podía olvidar en ningún momento que Anastasio no era un hombre completo. ¿Qué se sentiría al serle negado a uno el más básico de los apetitos? Estar hambriento es estar vivo. Palombara se preguntó si había algo que Anastasio deseara, con aquel fuego que le ardía en los ojos.

Luego le dijo en voz alta a Zoé qué había venido a buscar.

– Información, naturalmente.

– ¿De quién? -preguntó Zoé parpadeando.

Palombara dirigió la vista hacia Anastasio.

Zoé sonrió y miró al médico de arriba abajo, como si estuviera Calculando si valía tanto como para despedirlo o si, al igual que un criado, era demasiado insignificante para preocuparse de él.

Pero Anastasio tomó la decisión por sí mismo.

– Os dejo las hierbas encima de la masa. Si os complacen, os traeré más. En caso contrario, os sugeriré otra cosa. -A continuación se volvió hacia Palombara-. Excelencia, espero que vuestra estancia en Constantinopla os resulte interesante.

Hizo una reverencia a Zoé y se marchó, recogiendo su saquito de hierbas al salir. Caminó con rigidez, como si tuviera que tener cuidado de conservar el equilibrio, o quizá su dignidad. Palombara pensó que tal vez estuviera aquejado de un dolor sumamente privado, una herida nunca curada del todo. ¿Cómo podía un hombre soportar algo así, semejante indignidad, una mutilación, sin experimentar resentimiento? Era suficientemente afeminado; a lo mejor no le habían extirpado sólo los testículos, sino todo. Qué incomprensible mezcla de belleza, sabiduría y barbarie eran los eunucos. Roma debería temerlos más.

Se volvió hacia Zoé, preparado para escuchar todo lo que ésta le contara de su ciudad, y recibirlo con interés y escepticismo.

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