Tal como era inevitable, el Papa Juan XXI también se enteró de la realidad que se vivía en Bizancio en relación con la fe. Él no sentía ninguna inclinación a mostrarse tan benévolo como sus predecesores. Envió una carta a Constantinopla en la que exigía una aceptación incondicional y pública de la cláusula filioque sobre la naturaleza de Dios, de Cristo y del Espíritu Santo, la doctrina romana del purgatorio, los siete sacramentos tal como los definía Roma y la primacía del Papa por encima de todos los demás príncipes de la Iglesia, con el derecho de apelar a la Santa Sede, y la sumisión de todas las iglesias a Roma.
Todas las peticiones que hizo Miguel para que la Iglesia griega conservara sus antiguos ritos, como antes del cisma, fueron denegadas.
Palombara estuvo presente en la gran ceremonia celebrada en abril de 1277, en la que fue firmado un nuevo documento por el emperador Miguel, su hijo Andrónico y los nuevos obispos que había ordenado porque los antiguos no querían renunciar a su fe ni a su lealtad tradicional. Por supuesto, en aquel sentido fue una farsa. Miguel lo sabía perfectamente, y los obispos también. Si habían sido llamados a acudir a la ceremonia, fue únicamente con la condición previa de su rendición pública y total.
Y también lo sabía Palombara, así que observó el esplendor del ritual sin experimentar ningún sentimiento de victoria. Allí de pie en aquel majestuoso salón, se preguntó cuántos de aquellos hombres adornados con sedas y joyas sentían pasión por algo, y en tal caso, por qué. ¿Tenía algún valor aquel trofeo? Ciertamente, ¿era un servicio que se le hacía a Dios o a algún código moral?
¿Qué diferencia había entre el susurro del Espíritu Santo y la histeria nacida de la necesidad de que existiera Dios, y el terror y la sensación de aislamiento de buscarlo uno mismo a solas? ¿Sería que la oscuridad era demasiado grande para mirarla? ¿O habrían visto ellos alguna luz que no había visto él?
Volvió muy ligeramente la cabeza para observar a Vicenze, que se encontraba a escasa distancia de él. Estaba erguido, con los ojos brillantes y el rostro totalmente impávido. A Palombara no le recordó otra cosa que un soldado en un desfile militar.
¿Cómo iba a controlar Miguel a su pueblo después de aquello? ¿Era lo bastante realista para tener algún plan preparado? ¿O era corto de vista y por lo tanto estaba completamente perdido? Todos como ovejas esquiladas, avanzando penosamente en medio del vendaval, sin verse las unas a las otras.
Con que tan sólo firmase el monje Cirilo Coniates, también firmarían sus seguidores. Sería un paso de gigante para pacificar a la oposición. ¿Se podría propiciar dicho paso? Pero debía hacerlo él, no Vicenze; Vicenze, no, costara lo que costase.
Sonrió para sí mismo a causa de su debilidad por la victoria.
Pero el documento principal ya estaba firmado. Lo que necesitaba Palombara era una adenda. Al principio consideró que era un inconveniente que por lo visto Cirilo Coniates estuviera gravemente enfermo; luego pensó en Anastasio, el médico eunuco.
Tras unas cuantas indagaciones obtuvo la información de que era excelente y siempre dispuesto a atender a todo aquel que necesitara de su pericia, ya fuera cristiano, árabe o judío. No sermoneaba sobre el pecado ni decía necedades acerca de la penitencia, sino que trataba la enfermedad, provocada por la mente o no.
Lo siguiente que tenía que hacer era conseguir que Anastasio fuera recomendado a la persona que cuidaba de Cirilo en su cautiverio. ¿Quién tenía suficiente poder para hacerlo? ¿Se lo podría persuadir? La respuesta a dichas preguntas era sin duda alguna Zoé Crysafés.
Dos días después fue a verla, y en esta ocasión llevó consigo como regalo un camafeo napolitano, pequeño pero muy bello, tallado con una delicadeza asombrosa. Lo había elegido él mismo y le costaba trabajo desprenderse de él, a pesar de haberlo comprado con aquel propósito.
De inmediato vio en los ojos de Zoé que le gustaba. Zoé le dio vueltas entre los dedos, palpando la superficie, sonriente, y después miró a Palombara.
– Es exquisito, excelencia -dijo con suavidad-, pero ya quedaron atrás los días en que los hombres me hacían regalos así a cambio de mis favores, y además vos sois sacerdote. Si fuera eso lo que desearais, tendríais que ser mucho más sutil. Pienso que se acerca más a la verdad la explicación de que yo soy bizantina y vos sois romano. ¿Qué estáis buscando?
Palombara se divirtió con su estilo tan directo, y reprimió el impulso de decirle que él no era romano sino aretino, una diferencia que para él era muy importante, pero para ella no.
– Estáis en lo cierto, naturalmente -concedió, al tiempo que la recorría de arriba abajo con la mirada, con ingenuo aprecio-. En cuanto a vuestros favores, preferiría ganarlos a tener que comprarlos. Lo que se compra tiene escaso valor y carece de sabor que perdure en la memoria.
Lo complació mucho ver el color que tiñó las mejillas de Zoé, y se dio cuenta de que la había desconcertado momentáneamente. Con gesto audaz, la miró a los ojos.
– Lo que deseo es que me recomendéis a un buen médico para el depuesto y actualmente sub-patriarca en el exilio, Cirilo Coniates, que en estos momentos se encuentra gravemente enfermo en el monasterio de Bitinia. He pensado en Anastasio Zarides. Estoy convencido de que vuestra influencia bastará para que el abad le mande acudir.
– Así es -confirmó Zoé, cuyos ojos dorados llamearon de interés-. ¿Y qué puede importaros a vos lo que le ocurra a Cirilo Coniates?
– Deseo que la unión con Roma se lleve a cabo con el menor derramamiento posible de sangre -respondió Palombara-. Por el bien de Roma… igual que vos deseáis el bien de Bizancio. Tengo en mi poder una adenda al tratado de unión que no me cabe duda de que será firmada por Cirilo, aunque haya rechazado el acuerdo principal. Si la firma él, la firmarán también muchos monjes que le son leales. Supondrá un resquebrajamiento de la resistencia, tal vez suficiente para traer la paz.
Zoé reflexionó por espacio de varios minutos, de espaldas a él y con el rostro vuelto hacia la ventana y la magnífica vista que se disfrutaba de los tejados y el mar al fondo.
– Supongo que esa adenda no se añadirá nunca al acuerdo -dijo ella por fin-. Por lo menos al corpus principal. ¿Puede que se añada una frase o dos, con el nombre de Cirilo y el de los seguidores suyos que vos podáis conseguir?
– Exacto -convino Palombara-. Pero ello traerá la paz. No queremos tener más mártires por una causa que no puede triunfar.
Zoé midió con cuidado lo que dijo a continuación:
– Pero sois dos, ¿no es cierto?, dos legados del Papa de Roma.
– Sí…
– ¿Y vuestro compañero está al tanto de que habéis acudido a mí con esta petición?
Zoé seguramente ya conocía la respuesta, de modo que afirmar sería mentir innecesariamente.
– No. No somos aliados. ¿Y por qué preguntáis? -Palombara procuró no mostrar irritación en el tono de voz.
La sonrisa de Zoé se ensanchó, animada por la diversión.
– Cirilo no querrá firmaros nada.
Palombara sintió un escalofrío y de repente cayó en la cuenta de que Zoé estaba jugando, manipulándolo mucho más que él a ella.
¿Tenéis vos alguna otra sugerencia? -preguntó.
Zoé se volvió hacia Palombara y por fin lo miró de frente, sin parpadear. -Lo que necesitáis es su silencio y que se propague la noticia de que ha dado su consentimiento, noticia que no podrá rebatir.
– ¿Y por qué no va a poder rebatirla, si, como vos decís, no va a aceptar?
– Porque está enfermo. Y además es viejo. A lo mejor se muere… -Zoé levantó sus cejas de arco perfecto.
¿De verdad estaba sugiriendo lo que él creía? ¿Y por qué? Era bizantina hasta la médula, y estaba en contra de todo lo que fuera romano.
– Recomendaré a Anastasio -siguió diciendo Zoé-. Tiene la reputación de ser un médico competente y, sin embargo, resueltamente ortodoxo. De hecho, es un buen amigo y un tanto discípulo del obispo Constantino, el más ortodoxo de todos los obispos. Yo misma le proporcionaré una medicina para socorrer al pobre Cirilo.
Palombara respiró muy despacio.
– Entiendo.
– Seguramente que sí-añadió ella en tono escéptico-. ¿Estáis seguro de que no preferís que sea el obispo Vicenze quien lleve ese documento a Cirilo, después de todo? Se lo puedo sugerir yo, si así lo deseáis.
– Puede que sea una buena idea -respondió Palombara lentamente, sintiendo el zumbido de la sangre en los oídos-. Contraería una profunda deuda con vos.
– Sí. -La sonrisa de Zoé se ensanchó-. Una profunda deuda. Pero la paz conviene tanto a vuestros intereses como a los míos, incluso a los de Cirilo Coniates, si disfrutara de salud suficiente para comprenderlo. Hemos de hacer por él lo que él no puede hacer por sí mismo.