Cinco días después alcanzaron la cumbre del cerro con las piernas doloridas y el cuerpo cansado. Desde que salieron de Acre habían ascendido casi trescientos pies. Ante ellos se extendía Jerusalén, esparcida por las colinas, toda luz y sombras. Las murallas que miraban hacia el sol relucían de un blanco deslumbrante; las callejuelas, tortuosas e impenetrables, semejaban cuchilladas oscuras. Los tejados de los edificios eran planos y entre ellos surgía esporádicamente la suave curva de una cúpula o los inesperados escalones de una torre.
Había escasos árboles, en su mayoría olivos de color verde plateado o alguna palmera datilera, más oscura. Las enormes murallas almenadas estaban intactas y no presentaban más aberturas que las grandes puertas de entrada, que en aquel momento estaban abiertas y pobladas de figuras diminutas, como si fueran hormigas, que iban y venían formando manchas de color.
Ana se detuvo junto a Giuliano y contempló aquel panorama conteniendo a duras penas una exclamación. Le dirigió una mirada rápida, y en los ojos de él vio la misma expresión de asombro.
El árabe hizo una seña de impaciencia y todos reanudaron la marcha en dirección a la puerta de Jaffa, por donde entraban los peregrinos. Conforme fueron aproximándose vieron que las murallas eran gigantescas y tenían multitud de marcas dejadas por el tiempo y por la erosión, y también por la violencia del asedio. La puerta en sí era imponente, como la mitad de un castillo. Frente a ella había corrillos de hombres barbudos y de ojos oscuros, cubiertos de polvo a causa de la sempiterna arena. Hablaban y gesticulaban con las manos discutiendo acerca de una opinión o de un precio. También había un grupo de niños que jugaban con piedrecillas que lanzaban al aire y después atrapaban con el dorso de la mano, una mano delgada y morena, formando complicados dibujos. Una mujer estaba sacudiendo una alfombra y provocando una nube de polvo. Todo era corriente, la vida cotidiana y un instante de la eternidad.
Pero enseguida volvió a engullirlos la realidad. Había que pagar dinero, preguntar por el camino a seguir y buscar alojamiento antes de que anocheciera. Ana se despidió de sus compañeros de viaje con verdadero pesar. Habían compartido demasiadas penurias para separarse así sin más.
La seguridad del viaje había dejado de existir; atrás había quedado el peligro de estar demasiado cerca, de delatar sentimientos o debilidades físicas, al menos de momento, y ahora empezaba una forma nueva de soledad.
Encontraron alojamiento en una posada. La primera noche Ana apenas pudo dormir, de puro agotamiento. Hacía frío y las tinieblas estaban pobladas de ruidos extraños y olores totalmente distintos de aquellos a los que estaba acostumbrada. Las voces que oía hablaban en árabe, hebreo y otras lenguas que no supo reconocer. En el aire flotaba un olor rancio a calles cerradas, a animales y a vegetación desconocida, seca y amarga. No resultaba desagradable, pero le causaba una sensación de incomodidad y extrañeza.
Leyó una y otra vez las instrucciones de Zoé. Debía buscar a un judío llamado Simcha ben Ehud, que sabía dónde se encontraba la pintura y daría fe de ella, aunque Zoé ordenaba que Ana también la examinara concienzudamente. La descripción era muy precisa. No podía fallar. Ni por un solo instante dudó que Zoé aprovecharía la primera oportunidad que tuviera para hacer uso de su poder destructivo. Una vez que tuviera la pintura en su poder, era muy posible que atacara de todos modos. Ana había sido una ingenua al imaginar que iba a poder cumplir la misión y marcharse sin más, sana y salva, porque Zoé así se lo había prometido. Para cuando llegara dicho momento, debería tener pensada alguna arma que poder utilizar.
Cuando consiguiera hacerse con la pintura, tendría tiempo para pensar en Justiniano y encontrar la forma de llegar al monasterio del Sinaí.
Al día siguiente desayunó en compañía de Giuliano. Habían terminado acostumbrándose a los dátiles y a un pan un tanto tosco.
– Ten cuidado -le advirtió él cuando se separaron en la calle. Pensaba examinar primero el laberinto de callejuelas, las trayectorias semi-escondidas de fuentes y ríos subterráneos. Una ciudad ubicada en el desierto vive y muere dependiendo del agua de que disponga, al igual que cualquier ejército que le ponga sitio.
– Descuida -respondió Ana con voz queda-. Zoé me ha dado el nombre de la persona a la que debo preguntar, y también una razón que dar a todo el que me pregunte para qué quiero la pintura. Además, sé cómo es. Cuídate tú también. Andar por ahí examinando las fortificaciones tampoco es una actividad en la que convenga que lo sorprendan a uno.
– No voy a hacer nada de eso -contestó Giuliano rápidamente-. Soy un peregrino que va a rezar en cada uno de los lugares que visitó Cristo, igual que todos los demás.
Ana sonrió, y seguidamente dio media vuelta y echó a andar sin mirar atrás. Sentía los pies doloridos al pisar el suelo desigual, iba tropezando aquí contra otros transeúntes, allá contra un muro que sobresalía en la callejuela, cada vez más angosta. De pronto aparecieron unos escalones, y comenzó a descender.
Empezó por el barrio judío, en la dirección que le había proporcionado Zoé.
– ¿Simcha ben Ehud? -preguntó Ana a varios comerciantes. Respondieron negando con la cabeza.
Lo intentó una y otra vez, cada vez más temerosa de estar llamando la atención sobre sí. Una mañana, cuando ya llevaba poco más de tres semanas en Jerusalén, subiendo por un estrecho tramo de escaleras con las piernas doloridas y los músculos tan agotados que tenía toda su concentración fija en ir poniendo un pie delante del otro, estuvo a punto de chocar contra un hombre que venía en sentido contrario. Le pidió disculpas y ya iba a proseguir su camino cuando él la agarró por el hombro. Su primera reacción instintiva fue luchar, pero entonces el hombre le dijo en voz baja, casi al oído:
– ¿Buscáis a Simcha ben Ehud?
– Sí. ¿Vos sabéis dónde puedo encontrarlo? -Ana llevaba una daga al cinto, pero no se atrevió a echar mano de ella.
Aquel individuo era sólo dos o tres dedos más alto, en cambio era musculoso y, a juzgar por la presión de su mano cuando la aferró del hombro, también fuerte. Tenía una nariz aguileña y ojos de párpados gruesos, casi negros, pero la boca era suave, casi sonriente, rodeada de profundas arrugas causadas por las emociones vividas.
– ¿Sois vos Simcha ben Ehud? -le preguntó.
– ¿Venís de Bizancio, enviado por Zoé Crysafés? -replicó él.
– Sí.
– ¿Y cómo os llamáis? -Anastasio Zarides.
– Bien. Venid conmigo. Acompañadme y no digáis nada. No os apartéis de mí.
El hombre dio media vuelta y echó a andar escaleras arriba, por un angosto callejón. Ni una sola vez se volvió para cerciorarse de que Ana lo seguía, pero caminaba despacio, de lo cual ella dedujo que procuraba no perderla.
Por fin se metió por un pequeño patio en el que había un pozo y frente a éste una estrecha puerta de madera. Al otro lado se abría una estancia de la que partía una escalera; ésta conducía a otra estancia superior, inundada de luz. En ella se hallaba sentado un hombre muy viejo de barba blanca. Tenía los ojos opacos como la leche, y se apreciaba a las claras que era ciego.
– Traigo conmigo al emisario de Bizancio, Jacob ben Israel -dijo Ben Ehud en voz baja-. Ha venido para ver la pintura. ¿Con tu permiso?
Ben Israel asintió con la cabeza.
– Enséñasela -aceptó. La voz le sonó ronca, como si no tuviera costumbre de hablar.
Ben Ehud fue hasta otra puerta que tendría apenas la estatura de un niño, la abrió y, tras reflexionar unos instantes, extrajo un pequeño cuadrado de madera envuelto en lino. Lo desenvolvió y lo sostuvo en alto para que lo viera Ana.
Ella experimentó un súbito sentimiento de decepción. Representaba la cabeza y los hombros de una mujer. El rostro se veía consumido por la edad, pero los ojos brillaban con una expresión casi extasiada. Vestía una túnica sencilla, del tono azul que tradicionalmente se asocia con la Virgen María.
– Estáis decepcionado -observó Ben Ehud-. ¿Opináis que ha merecido el viaje?
– No -contestó Ana-. En ese rostro no hay nada especial, no se ve pasión ni entendimiento. No creo que el artista la conociera en absoluto.
– El artista era médico, no pintor -señaló Ben Ehud.
– Yo también soy médico, no pintor -arguyó Ana-, y aun así me doy cuenta de que vale muy poco. María era la Madre de Cristo, en ella tuvo que haber algo más grandioso que lo que se ve ahí.
Ben Ehud dejó el cuadro en el suelo y regresó al armario. Sacó otra pintura algo más pequeña, la desenvolvió y la giró hacia Ana.
Era la efigie de una mujer que revelaba una expresión ajada por la edad y por el sufrimiento, pero cuyos ojos habían visto visiones que sobrepasaban el dolor humano. Había soportado lo mejor y lo peor, y se conocía a sí misma con una paz interior que el artista había intentado plasmar, pero al final éste había tenido la elegancia de reconocer que no le era posible captar lo infinito con los trazos de un pincel.
Ben Ehud miraba atentamente a Ana.
– ¿Deseáis este otro?
– En efecto.
Ben Ehud lo envolvió de nuevo en su tela y a continuación tomó otra pieza de lino, más grande, y repitió la operación. De la primera pintura no hizo caso, como si no mereciera consideración. Ya había cumplido con su cometido.
– No sé si responde a vuestras esperanzas -dijo el judío con voz queda.
– Vamos a creer que sí -repuso Ana.
Tras despedirse de Ben Ehud, Ana emprendió el regreso a su alojamiento llevando la pintura consigo, debajo de la túnica. No le faltaba mucho para llegar cuando se percató de que alguien la seguía. Se llevó una mano a la daga que tenía en el cinto, pero le procuró escaso consuelo; sólo la había empleado para comer o para alguna cura de primera urgencia.
Se obligó a sí misma a continuar andando, a paso vivo, pero reprimiendo el pánico. Llegó a la entrada de la posada justo en el momento en que se acercaba Giuliano en sentido contrario. Vio el miedo reflejado en su semblante, y quizá también en la prisa que llevaba. La aferró por los brazos y, tirando de ella, subió las escaleras y penetró bajo un arco. Junto a ellos pasaron tres hombres cubiertos por gruesos mantos de color gris y con el rostro oculto que salieron a una plaza abierta. Uno de ellos llevaba en la mano un cuchillo de hoja curva.
– ¡Tengo la pintura! -exclamó Ana en cuanto llegaron a su habitación y echó el pestillo a la puerta-. Es preciosa. Me parece que es auténtica, pero eso es lo de menos. Representa el rostro de una mujer que ha visto una parte de Dios que los demás sólo podemos anhelar.
– ¿Y los monasterios por los que has estado preguntando? -demandó Giuliano-. ¿Qué relación tienen con el cuadro?
Ana estaba atónita. Creía haber actuado con discreción, pero él se había enterado de algo.
– He estado haciendo indagaciones por mi cuenta -contestó, sabedora de que estaba abriendo una puerta que no iba a poder volver a cerrar-. No tienen nada que ver con Zoé.
– Pero Zoé está enterada -insistió Giuliano-. Por eso sabía que podía obligarte a venir. -Estaba haciendo suposiciones, Ana leyó en su semblante que se sentía confuso y dolido por aquella falta de confianza.
– Sí-respondió sin titubear. Debía contárselo en aquel momento, no quedaba más remedio-. Un pariente mío fue acusado de un crimen y enviado al exilio no muy lejos de aquí.
– De complicidad en un asesinato -respondió Ana-. Pero sus motivos eran nobles. Pienso que podré demostrarlo si pudiera hablar con él, que él me explicara los detalles, algo más que las piezas sueltas que ya tengo.
– ¿Y a quién se supone que asesinó? -preguntó Giuliano.
– A Besarión Comneno.
Giuliano abrió unos ojos como platos y exhaló el aire despacio.
– Estás pescando en aguas profundas. ¿Estás seguro de saber lo que haces?
– No, no estoy seguro en absoluto -replicó Ana con amargura-, pero no tengo otra alternativa. El veneciano no discutió.
– Voy a ayudarte. De entrada, lo mejor es que guardemos el cuadro en un lugar seguro.
– ¿Cuál?
– No sé. ¿Es muy grande?
Ana lo sacó, lo desenvolvió con cuidado y lo sostuvo en alto para que lo viera Giuliano. Observó su reacción, y vio que la incredulidad que expresaban sus ojos se transformaba en asombro.
– Hemos de subirlo al barco -dijo simplemente-. Es el único sitio en que estará a salvo.
– ¿Tú crees que esos hombres pretendían hacerse con él? -inquirió Ana.
– ¿Tú no? Además, sea como fuere, vendrán otros que querrán robarlo. Si Zoé conocía su existencia, ellos también.
– El monasterio que busco se encuentra en el monte Sinaí. -A Ana le costó trabajo pronunciar aquellas palabras.
Giuliano escudriñó su expresión, intentando comprender.
– ¿Un pariente? -dijo con voz queda.
¿Hasta dónde se atrevía a contarle? Cuanto más vacilara, más falso sonaría todo lo que dijera.
– Es mi hermano -dijo con un hilo de voz-. Lo siento.
Ahora iba a tener que mentir de nuevo, o decirle a Giuliano que el apellido que tenía antes de casarse era Láscaris. Los hombres no cambiaban de apellido al casarse y los eunucos no se casaban. Giuliano tendría que pensar que ella simplemente había mentido respecto de su apellido, con el fin de ocultarlo. Anteriormente, dicha farsa le pareció tan obvia que hasta se había acostumbrado a considerarla cómoda. Incluso la libertad para moverse por las calles que ahora le resultaba tan natural.
Giuliano seguía desconcertado. No dijo nada, pero se le reflejaba en los ojos.
– Se trata de Justiniano Láscaris -dijo Ana, arriesgándose aún más.
Por fin los ojos de Giuliano se iluminaron al comprender.
– ¿Eres pariente de Juan Láscaris, al que el emperador le sacó los ojos?
– Sí. -No debía dar más explicaciones-. Te ruego que no… Giuliano alzó una mano para acallarla.
– Debes ir al monte Sinaí. Ya me encargo yo de llevar la pintura al barco. Cuidaré de ella, te lo prometo. -Sonrió con una dolorosa punzada de vergüenza-. No tengo intención de robarla y llevármela a Venecia, te doy mi palabra.
– No era eso lo que temía -repuso Ana.
– Tendremos mucho cuidado -dijo el veneciano-. En mi opinión, estaremos más seguros fuera de la ciudad. ¿Cuánto tiempo te llevará el viaje al monte Sinaí?
– Un mes para ir y volver -contestó Ana.
Giuliano titubeó.
– Estaré de vuelta para cuando regrese el barco -prometió-. Tú cuida bien de la pintura.
– Tengo que ir a Jaffa y Cesárea, situadas en la costa -replicó Giuliano-. Regresaré dentro de treinta y cinco días. -Parecía nervioso, a punto de decir algo, pero cambió de idea.
De pronto se oyeron unas pisadas fuera, en el pasillo, y unas voces que discutían en tono ansioso.
– No podemos quedarnos aquí -dijo el veneciano en voz baja-. Tú debes cambiarte de ropa y salir de la ciudad. ¿Cómo vas a ir hasta el Sinaí? ¿Con una caravana?
– Sí. Parten cada dos o tres días.
– En ese caso, debes apartarte de los grupos de los peregrinos, ahí es donde te buscarán. Ahora mismo voy a ir a traerte un atuendo apropiado. Podrías vestirte como un muchacho…
Ana captó en su rostro una expresión avergonzada, por si la había insultado, pero no había tiempo ni seguridad que sobrara para semejantes detalles. Tomó entonces la iniciativa.
– Mejor todavía sería que me vistiera de mujer -le dijo.
Giuliano puso cara de desconcierto.
– En el monasterio no dejan entrar a mujeres.
– Ya lo sé. Buscaré otro lugar donde alojarme, en el camino, fuera de las murallas. Y allí volveré a cambiarme de ropa.
Giuliano se fue y ella echó el cierre a la puerta. Pasó una hora enloquecida, aguardando su regreso, temiendo que pudiera asaltarlo alguien. Estaba demasiado tensa para quedarse ni sentada ni de pie, así que se puso a caminar arriba y abajo por la habitación, tan sólo unos pocos pasos en una dirección y en otra. En cinco ocasiones oyó ruidos fuera y pensó que era Giuliano, se detuvo con el corazón en un puño y aguzando el oído, hasta que las pisadas pasaron de largo y retornó el silencio.
En un momento dado llamaron a la puerta, y estaba a punto de levantar el pestillo cuando cayó en la cuenta de que podía tratarse de cualquiera. Se quedó petrificada. Oyó una respiración fuerte justo al otro lado de la hoja de la puerta.
De pronto se oyó un golpe sordo contra la puerta, como si alguien estuviera probando la resistencia de la misma descargando todo su peso. Dio un paso atrás sin hacer ruido. Se oyó otro golpe, esta vez asestado con más fuerza. La puerta se sacudió en sus goznes.
Hubo unas voces y luego unos pasos rápidos. Alguien se detuvo frente al umbral.
– ¡Anastasio! -Era la voz de Giuliano, urgente y teñida de miedo. Sintió una oleada de alivio que la recorrió igual que un repentino calor. Intentó aflojar el pestillo y descubrió que estaba atascado a causa de la presión que habían ejercido desde fuera. Entonces se lanzó contra la hoja con todo su peso y oyó que cedía.
Giuliano irrumpió en la habitación y volvió a echar el pestillo al momento. Traía en los brazos un fardo de ropa, prendas para Anastasio y para él mismo.
– Nos vamos esta noche -dijo en voz baja-. Ponte esto. Yo voy a disfrazarme de mercader. Intentaré parecer armenio. -Encogió los hombros-. Al menos hablo griego. -E inmediatamente empezó a despojarse de su capa gris de peregrino.
¿Pensaba viajar con ella? ¿Hasta dónde? Ana tomó las ropas de mujer y se volvió de espaldas para ponérselas. Si en aquel momento diera la impresión de tener problemas de pudor levantaría sospechas. Si se apresuraba, tal vez Giuliano estuviera demasiado ocupado en vestirse él para fijarse en nada más.
El vestido era de lana, de color rojo vino, de corte un tanto desgarbado y ceñido con un cinturón. Ana se lo puso con una facilidad que dio al traste con todos los años que llevaba fingiendo, y una vez más se convirtió en la viuda que había vuelto de la casa de Eustacio a la de sus padres. Se recogió el pelo igual que una mujer, se envolvió en el manto, también de lana, y, sin pensar, se lo ajustó con la gracia que tanto había luchado por abandonar.
Giuliano la miró fijamente. Durante unos momentos su semblante no reflejó ninguna emoción, pero a continuación se pintó en él una expresión de dolorosa sorpresa. Recogió el cuadro y se lo entregó a Ana. Acto seguido se dirigió a la puerta, la abrió con cuidado manteniendo una mano apoyada en la empuñadura de su daga y, después de mirar a izquierda y derecha, le indicó a Ana con una seña que lo siguiera.
En la calle había varios corros de gente de pie, al parecer discutiendo o regateando por el precio de unas mercaderías. Giuliano se dirigió inmediatamente hacia el norte y adoptó un paso regular que Ana pudiera seguir sin dar la impresión de caminar como un hombre. Ella mantuvo la mirada baja y dio pasos cortos. Pese al pánico que le agarrotaba los músculos, disfrutó de aquella breve libertad de ser mujer, como si aquello fuera una huida descabellada y peligrosa que pronto iba a encontrar su fin.
Jerusalén era una ciudad pequeña. Caminaron presurosos, utilizando las calles más anchas en la medida de lo posible. Ascendieron tenazmente dejando a su derecha el majestuoso emplazamiento del monte del Templo. Ana imaginó que Giuliano se dirigía a la puerta de Damasco, que llevaba hacia el noroeste y el camino de Nablús.
En una única ocasión los abordaron en la calle. Giuliano hizo un alto y se volvió, sonriente y llevándose una mano al cinto. Era un vendedor ambulante de reliquias santas. Creyó que Giuliano iba a coger su bolsa, pero Ana sabía que había asido la empuñadura de la daga.
– No, os lo agradezco -dijo brevemente. Acto seguido agarró a Ana por el brazo y prosiguió la marcha.
La mano de Giuliano estaba caliente y apretaba con más fuerza que si estuviera aferrando a una mujer. Ella hizo un esfuerzo para seguirle el ritmo y en ningún momento se atrevió a llamar la atención mirando atrás.
La puerta de Damasco estaba abarrotada de mercaderes, vendedores ambulantes, camelleros y peregrinos vestidos de gris. De repente le parecieron siniestros, y Ana, de manera inconsciente, aminoró el paso. Pero la mano de Giuliano la agarró con más fuerza y la obligó a seguir.
¿Notaría él su miedo, o la delgadez de sus huesos, y se haría preguntas? Sabían mucho el uno del otro -sueños y convicciones-, pero al mismo tiempo muy poco. Todo estaba veteado de suposiciones y mentiras. Y probablemente las mentiras eran todas de ella.
Se abrieron paso por entre el gentío que abarrotaba la puerta. Por fin salieron al camino. Después de recorrer otros doscientos pasos y desviarse hacia abajo de la ruta, Giuliano se detuvo.
– ¿Te encuentras bien? -dijo con preocupación.
– Sí -contestó Ana al momento-. ¿Quieres torcer hacia el sur aquí? -Indicó el camino que habían dejado-. La puerta de Jaffa está yendo por ahí, y enfrente tenemos la puerta de Herodes. Yo podría entrar por ella. Cerca de la de San Esteban hay una posada para peregrinos; pasaré allí la noche, y antes de que amanezca bajaré hasta la puerta de Sión.
– Te acompaño -dijo Giuliano rápidamente.
– No. Llévate el cuadro, regresa a Acre y vuelve a embarcar. Yo continuaré con esta ropa hasta mañana, y después volveré a vestirme de peregrino. -Le sostuvo la mirada un instante y luego desvió el rostro. Detrás de él vio la accidentada falda de la colina, y en ella unos orificios que a primera vista parecían los ojos y las fosas nasales de una enorme calavera. La recorrió un escalofrío.
– ¿Qué sucede? -preguntó Giuliano al tiempo que se giraba para seguir la dirección de la mirada de Ana-. No hay nadie.
– Ya lo sé, no es eso… -Su voz terminó en un susurro.
Giuliano se acercó a ella y le puso una mano en el brazo.
– ¿Sabes dónde estamos? -le preguntó con voz queda.
– No… -Pero aunque dijo esto, Ana comprendió de pronto-. Sí. En el Gólgota, el lugar de la crucifixión.
– Es posible. Ya sé que mucha gente cree que el Gólgota está en el interior de la ciudad, y puede que dé lo mismo. Yo preferiría que estuviera en este lugar, a solas con la tierra y el cielo. Sin ninguna iglesia construida encima que borre todo su significado. Lo que ocurrió fue terrible y estuvo rodeado de soledad, como este lugar.
– ¿Tú crees que algún día vendremos todos aquí… o nos traerán? -preguntó Ana.
– Puede ser, un día u otro.
Ana dejó pasar varios instantes más, y después se volvió hacia Giuliano.
– Pero debo ir al Sinaí, y tú debes ir a Acre. Volveré a verte dentro de treinta y cinco días o lo más cerca posible de ese plazo. -Le resultaba difícil mantener un tono de voz sereno, controlar la emoción, y quería marcharse antes de derrumbarse. Bajó la vista al saco en que Giuliano guardaba la ropa y el cuadro-. Gracias por todo.
A continuación sonrió brevemente, dio media vuelta y emprendió el ascenso de regreso al camino. Al llegar arriba miró a Giuliano una sola vez y vio que seguía en el mismo punto, observándola a ella, con la calavera del Gólgota a su espalda. Respiró hondo, tragó saliva y continuó andando.