CAPÍTULO 80

Corría el otoño de 1280 y había transcurrido un mes desde la boda cuando Ana volvió a ver a Teodosia. Se cruzaron en la calle sin decirse nada, y Ana experimentó una extraña sensación de rechazo, a pesar de ser muy consciente de que era una necedad por su parte. Nunca habían sido amigas, tan sólo habían compartido una experiencia muy dolorosa de la vida de Teodosia. Era fácil entender por qué una persona prefería evitar a quien la había visto en su momento de mayor vulnerabilidad.

Ana permaneció de pie en la calle, con el viento azotándole la cara. Quizá Constantino estuviera en lo cierto. ¿El hecho de no haber perdonado a Teodosia se debía a que no era capaz de perdonarse a sí misma, por Eustacio y por el hijo que no quiso tener porque iba a ser de él? La equivocada era ella, no Teodosia. Debería ir a verla y pedirle perdón; sería mortificante, un trago difícil, pero era lo mínimo que se requería para enderezar la situación.

Reanudó su camino, con urgencia, incluso ascendiendo por la fuerte pendiente, empujada por la necesidad de obtener el perdón antes de que perdiera el valor.

Teodosia la recibió con renuencia y sin apartar la mirada de la ventana. Ana apenas reparó en que la estancia estaba más ornamentada que antes, que el mármol del suelo era nuevo, que los pies dorados que sostenían las antorchas ahora eran más grandes.

– Os agradezco esta visita -dijo en tono cortés-, pero me parece que la vez anterior os dije que no precisaba de vuestros servicios. -Volvió la cabeza para mirar momentáneamente a Ana, y en sus ojos apareció una curiosa expresión, totalmente en blanco.

– Vengo a pediros perdón -dijo Ana-. Supuse que no podíais haber recibido la absolución por haberle quitado el marido a Juana cuando estaba agonizante. Fue una arrogancia por mi parte, hasta rayar en el absurdo. No es asunto de mi incumbencia, y no tengo ningún derecho a pensarlo siquiera.

Teodosia se encogió ligeramente de hombros.

– No os apuréis -contestó-. Sí, es una arrogancia, pero acepto vuestras excusas. Ya tengo la absolución de la Iglesia, y eso es lo que cuenta verdaderamente. -Se volvió a medias.

– Vuestro rostro y vuestros ojos dicen que no cuenta en absoluto, porque no creéis en ello -la contradijo Ana.

– No es cuestión de creer, es un hecho. Así lo ha dicho el obispo Constantino -replicó Teodosia en tono áspero-. Y, como vos decís, no es un asunto de vuestra incumbencia.

– ¿Cuál, la absolución de la Iglesia o la de Dios? -Ana se negó a que la despidieran.

Teodosia parpadeó.

– No estoy segura de creer en Dios, ni tampoco en la resurrección y la eternidad en el sentido en que creéis los cristianos. Por supuesto que no concibo que el tiempo pueda tener un final, nadie puede concebirlo. El tiempo continuará, ¿qué otra cosa puede hacer si no? Es una especie de desierto interminable que se extiende sin objetivo alguno hasta perderse en la oscuridad.

– Vos no creéis en el paraíso -replicó Ana-, pero está claro que lo que acabáis de describir es el infierno. O un tipo de infierno, si no el peor de todos.

La voz de Teodosia sonó teñida de sarcasmo:

– ¿Es que hay algo peor?

– Lo peor sería haber tenido el paraíso en las manos y haber permitido que se escapase; haber sabido lo que era y luego perderlo -respondió Ana.

– ¿Y el Dios en el que creéis vos sería capaz de hacerle eso a una persona? -la desafió Teodosia-. Es una crueldad inhumana.

– Esas cosas no las hace Dios -contestó Ana sin vacilar.

– ¿Estáis diciendo que me lo he hecho yo misma? -preguntó Teodosia con dolor.

Ana abrió la boca para negarlo, pero al punto se dio cuenta de que era una falta de sinceridad.

– No tengo ni idea -dijo en cambio-. ¿Teníais en vuestra mano el cielo, o sólo algo que era agradable, y por lo menos la creencia de gozar de felicidad en un futuro alcanzable?

Teodosia se la quedó mirando con una mezcla de rabia, confusión y pena.

Ana sintió una punzada de compasión tan intensa que le robó el aliento.

– Hay una forma de volver -dijo impulsivamente, aunque al instante se dio cuenta de que era un error.

– ¿Volver a qué? -preguntó Teodosia con sorpresa, como si hubiera dado un paso y hubiera descubierto que le faltaba el suelo bajo los pies.

Esta vez fue Ana la que dio media vuelta. Fue sola hasta la puerta y salió a la calle. Echó a andar por el empedrado despacio, subiendo y bajando escaleras.

El castigo sirve para el sentido de orden que tiene la sociedad, necesario para la supervivencia. Teodosia estaba ejecutando su propio castigo y era un castigo mucho más duro del que le habría enviado Dios, porque era destructivo. El castigo de Dios debería tener como finalidad sanar al pecador, liberarlo del pecado, para que pudiera seguir avanzando sin él. Constantino, al negar el pecado de Teodosia, había herido a ésta al mentir, y ella se había herido a sí misma porque no se engañaba.

Ana dobló la esquina y sintió el frío del viento en la cara.

No podía dejar aquella cuestión tal cual. Fue a ver a Constantino y lo halló ocupado en atender a suplicantes de un tipo u otro.

– ¿Qué puedo hacer por vos, Anastasio? -preguntó el obispo con prudencia. Se encontraban en la sala de color ocre que daba al patio.

No tenía objeto intentar proceder con tacto.

– Vengo de visitar a Teodosia -respondió Ana-. Ha perdido la fortaleza y el consuelo de su fe.

– Tonterías -replicó el obispo con brusquedad-. Asiste a misa todos los domingos.

– No he dicho que se haya apartado de la Iglesia -dijo Ana con paciencia-. Sino que ya no tiene esa luz interior de esperanza, esa confianza que nos permite seguir adelante aun cuando no podemos ver el camino y sin embargo sentimos el amor de Dios… en las tinieblas.

Captó un destello de asombro en los ojos de Constantino, como si éste hubiera atisbado brevemente algo que antes sólo había adivinado apenas.

Ana continuó, sintiendo una oleada de fe dentro de sí misma. -No cree en un Dios que pasa por alto su pecado sin sanarlo, como si ella y lo que ha hecho carecieran de importancia. Si pudiera hacer alguna penitencia seria, un sacrificio o algo importante para ella, quizá volvería a creer de nuevo.

Constantino la miró con una mezcla de hostilidad y asombro.

– ¿En qué estáis pensando? -dijo con frialdad.

– En que podría apartarse de Leónico durante una temporada, digamos un par de años. Lo que hizo mal fue estar con él mientras Juana estaba agonizando. Podría dedicar el tiempo a cuidar de enfermos, tal como hacía Juana, y después de eso volvería curada, capacitada para recuperar y atesorar aquello que pagó, aunque con dolor. Entonces podría aceptar el perdón, porque había sido sincera.

Constantino elevó las cejas.

– ¿Estáis diciendo que no ha aceptado la absolución divina? -dijo con incredulidad.

– Os lo ruego, al menos ofreced a Teodosia la oportunidad de recuperar la fe -pidió Ana-. ¿Qué somos sin ella cualquiera de nosotros? Por todas partes se ciernen las sombras, ahí fuera acechan los ejércitos, dentro de nuestro propio interior anidan el egoísmo, el miedo y la duda. Si no tenemos siquiera el mínimo convencimiento de que Dios es absolutamente bueno, un amor espiritual puro, ¿qué esperanza nos queda?

Constantino parpadeó y la miró fijamente.

– Iré a verla -concedió-. Pero no va a estar de acuerdo.

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