CAPÍTULO 73

Ana escogía con delicadeza las hierbas medicinales de su huerto. Era la época de recoger muchas de ellas. Las adormideras estaban casi en su punto. Regó y acicaló el eléboro, el acónito, la dedalera y la menta poleo, así como la mandrágora que cultivaba con gran esmero. Si crecía bien, le llevaría un poco a Avram Shachar, como obsequio en pago de su bondad.

Allí, al abrigo de la casa por un lado y con el muro exterior por el otro, sentía el calor del sol en los hombros, un recuerdo del verano ahora que el año tocaba rápidamente a su fin. Si la unión con Roma no se materializaba lo suficiente para contener a Carlos de Anjou y a sus cruzados, el verano siguiente podría ser el último antes del ataque.

¿Sería ella una de las personas que intentarían escapar, o por el contrario se quedaría, como quizá debería hacer un médico? Aquí serían necesarios sus servicios.

Y después, ¿qué? Vivir en una ciudad ocupada bajo el gobierno impuesto de los cruzados. Ya no existiría la Iglesia ortodoxa. Pero para ser sincera consigo misma, cada vez se le hacía más difícil abrazar la fe ortodoxa de todo corazón. Estaba empezando a aceptar que el camino que llevaba a Dios era una senda solitaria que nacía de una pasión y una sed espiritual que ninguna jerarquía ni ningún bello ritual podía ofrecer a la persona, ni al final impedirle que los alcanzase.

Echaba de menos a Giuliano. Todavía recordaba, como si hubiera sucedido sólo unos momentos antes, la expresión que él puso cuando la vio vestida de mujer; fue casi como si lo hubiera sabido desde siempre y hubiera sentido un rechazo tan intenso que le revolvió el estómago y le provocó un sentimiento de traición que no pudo soportar. Después, durante la travesía de vuelta, Giuliano hizo un inmenso esfuerzo de voluntad para olvidarlo, pero no hubo nada que lograra borrarlo de su pensamiento, ni del de ella. En cierto modo, casi habían regresado al principio, dos desconocidos que avanzaban tanteando el camino con el máximo cuidado.

Ahora iba a hacer por él lo único que podía hacer: liberarlo del sentimiento de estar mancillado por la traición de su madre, de no haber sido amado y posiblemente ser incapaz de amar, como si la sangre que llevaba dentro fuera una ponzoña para su alma.

Si pudiera descubrir más, a lo mejor resultaba que no era tan malo como lo que había dicho Zoé.

¿Dónde habría buscado Zoé a Maddalena Agallón? ¿Seguiría existiendo en Constantinopla una familia de apellido Agallón, o se encontraba en las ciudades del exilio?

Ana recogió las hierbas que había cortado y las llevó al interior de la casa. Se lavó las manos, separó las raíces de las hojas, las etiquetó y las guardó, todas excepto el tomillo y la raíz de mandrágora. Éstas las envolvió por separado para llevárselas.

Comenzaría sus indagaciones preguntando a Shachar.


Acudió en respuesta a la llamada de él. Sobre la ciudad iba cerniéndose poco a poco el oscuro cielo de principios del invierno, y en su recado el judío le decía que acudiera bien abrigada y preparada para un largo viaje a caballo.

– He hecho indagaciones sobre los Agallón. Nos dirigimos a un monasterio -le informó Shachar-. Está situado a varias millas de aquí. Puede que no regresemos hasta mañana.

Ana sintió que se le aceleraba el pulso por el miedo y la sorpresa.

Shachar sonrió y se encaminó hacia el patio posterior de su casa, un lugar en el que Ana no había estado nunca. Allí había dos muías preparadas, y era evidente que Shachar tenía la intención de partir sin demora.

Se encontraban ya a una milla de los alrededores de Constantinopla y había caído la noche, una noche casi sin luna, cuando Shachar le dijo en voz baja:

– He encontrado a Eudocia, la hermana de Maddalena. No sé muy bien qué irá a deciros, pero es una monja anciana y está enferma. Vos vais a verla en calidad de médico, por si pudierais prestarle atención. Podéis preguntar lo que deseéis, pero tendréis que aceptar lo que ella os diga y en las circunstancias que ella imponga. El hecho de que la socorráis no es a condición de nada; si ella decide no revelar ninguna información, aun así haréis lo que podáis por ella.

– ¿Yo? -dijo Ana a toda prisa-. ¿Y vos?

– Yo soy judío -le recordó Shachar-. Haré las veces de sirviente vuestro. Yo conozco el camino, y vos no. Os esperaré fuera. Vos sois cristiano y eunuco, la persona ideal para atender a una monja.

Cabalgaron juntos y en silencio durante dos horas más, hasta que de las sombras de una ladera surgió la masa negra del monasterio. Era un edificio gigantesco dotado de ventanas pequeñas y situadas a gran altura, igual que una fortaleza o una prisión. A Shachar le permitieron entrar sólo hasta el refugio que proporcionaba la cocina.

Condujeron a Ana a lo largo de varios corredores de piedra, muy angostos, hasta una celda en la que había una anciana acostada en un jergón. Tenía el rostro ajado por la edad y el sufrimiento, pero aún conservaba vestigios de una gran belleza.

Ana no necesitó preguntar quién era. El parecido que guardaba con Giuliano le causó una viva impresión, como si la hubieran golpeado.

Ana procuró tragar el nudo que tenía en la garganta, dio las gracias a la monja que la había acompañado y seguidamente penetró en la celda. Encima de la cama había un sencillo crucifijo de madera y cerca de la puerta un icono de la Virgen, oscuro, severo y muy hermoso.

– ¿Hermana Eudocia? -preguntó con voz queda.

La anciana abrió los ojos movida por la curiosidad y se incorporó un poco en el lecho.

– El médico -dijo-. Son muy amables por haberos enviado, pero estáis malgastando el tiempo. Para la vejez no existe cura alguna, excepto la que nos proporciona Dios, y ésa creo que no tardaré en recibirla.

– ¿Tenéis dolor? -inquirió Ana al tiempo que se sentaba y la observaba con expresión grave.

– Sólo el que nos causan a todos el pesar y el hecho de ser mortales -respondió Eudocia.

Ana le buscó el pulso y lo tomó. Era débil, pero bastante regular. No tenía fiebre.

– No es molestia. ¿Dormís bien?

– Lo suficiente.

– ¿Estáis segura? ¿No hay nada que pueda hacer por vos? ¿Alguna dolencia que yo pueda aliviar?

– Tal vez podría dormir mejor. A veces sueño. Me gustaría soñar menos -contestó la anciana con una leve sonrisa-. ¿Podéis ayudarme en eso?

– Os aliviará una medicina que he traído. ¿Os duele algo?

– Noto rigidez, pero eso se debe al paso del tiempo.

– Hermana Eudocia… -Ana titubeó. Había llegado el momento en el que lo que tenía que decir iba a parecer una intromisión, y sintió vergüenza.

La anciana la miró con curiosidad, esperando. Luego frunció el entrecejo.

– ¿Qué ocurre? ¿Qué os preocupa? ¿Estáis buscando la forma de decirme que voy a morir? Yo ya he hecho las paces con la muerte.

– Hay una cosa que me gustaría mucho saber, y que sólo vos podéis decirme -empezó Ana-. Hace poco viajé a Acre a bordo de un barco veneciano. El capitán era Giuliano Dandolo… -Advirtió la expresión de perplejidad que apareció en el semblante de Eudocia, el súbito latigazo de dolor.

– ¿Giuliano? -dijo la anciana, apenas en un suspiro.

– ¿Podéis decirme algo de su madre? -rogó Ana-. La verdad. Sólo se lo transmitiré a él si vos me dais permiso. Giuliano sufre amargamente, está convencido de que ella lo abandonó por voluntad propia y que no lo amaba.

Eudocia se llevó a la mejilla una mano frágil y surcada de venas azules, de dedos todavía esbeltos.

– Maddalena se fugó con Giovanni Dandolo -dijo con un hilo de voz-. Se casaron en Sicilia. Nuestro padre la siguió, dio con ella y se la llevó por la fuerza. La trajo de vuelta a Nicea y la desposó con el hombre que le había escogido anteriormente.

– Pero su casamiento con Dandolo… -protestó Ana.

– Nuestro padre mandó que lo anulasen. No sabía que ella ya estaba esperando un hijo. -Eudocia estaba muy pálida y tenía los ojos arrasados de lágrimas. Ana se inclinó sobre ella y se los secó suavemente con una muselina.

– ¿Giuliano? -preguntó.

– Sí. Al principio su esposo aceptó la situación y se la llevó a vivir a un lugar apartado. Sin embargo, cuando nació la criatura y vio que era un varón lo invadieron los celos. Se tornó violento, no sólo con Maddalena, sino también amenazando al pequeño. Al principio eran sólo cosas sin importancia, y Maddalena pensó que con el tiempo se le pasaría. -En su voz se notaba la tensión de un sufrimiento antiguo que había vuelto a exacerbarse-. Pero el marido de Maddalena sabía que ella aún amaba al padre del niño, y cada vez que lo miraba le venía todo a la memoria, era como otra punzada más del cuchillo de los celos. Su actitud violenta se incrementó. Giuliano empezó a sufrir accidentes. En dos ocasiones los criados lo rescataron justo a tiempo para evitar que resultara gravemente herido, puede que incluso muerto.

Ana se lo imaginó vívidamente: el miedo, la vergüenza, la angustia constante.

– ¿Qué hizo ella?

– Para proteger al niño, se lo llevó y huyó -respondió Eudocia-. Acudió a mí. Por aquel entonces yo estaba casada y era más o menos feliz. Pero mi marido me aburría. -Se encogió al admitirlo-. Era un hombre rico y vivíamos muy bien, pero no podía darme hijos. De hecho no era capaz de… -Dejó la frase sin terminar.

Ana sonrió y le tocó ligeramente la mano.

– ¿La ayudasteis?

– Sí. Hice lo que me pidió, que fue que criase al niño como si fuera hijo mío. Mi marido aceptó el trato, al principio se le veía bastante contento. Yo acogí al pequeño y presté a Maddalena todo el apoyo que me fue posible. -Parpadeó, pero no lo bastante rápido para contener las lágrimas-. Yo quería a aquel niño…

– Continuad -susurró Ana.

– Todo fue bien hasta que Giuliano cumplió los cinco años. Entonces mi marido se volvió muy posesivo y todavía más… dogmático, más aburrido. Yo… -dejó escapar un suspiro- era muy bella de joven, igual que Maddalena. Nos parecíamos tanto que a veces la gente nos confundía.

Ana aguardó.

– Yo me sentía sola, física e intelectualmente -prosiguió Eudocia-. Tomé un amante, en realidad más de uno. Me porté mal. Mi esposo me acusó de ser una vulgar prostituta y dijo que contaba con testigos para probarlo. -Lanzó un suspiro profundo, estremecido-. Maddalena asumió la culpa. Insistió en que había sido ella, y no yo, la que había estado con aquel hombre. Lo hizo por Giuliano, lo sé perfectamente, no por mí. Yo podía cuidar del pequeño, y ella no.

Ana a duras penas podía tragar el nudo que se le había formado en la garganta.

– A Maddalena la declararon culpable y sufrió el castigo destinado a las rameras. Murió no mucho después, derrotada y en la miseria. Creo que para entonces ya deseaba la muerte. Jamás dejó de amar a Giovanni Dandolo, y ya no le quedaba ninguna otra cosa.

»Mi marido sabía que era yo la que había estado aquella noche en la taberna. -Eudocia hablaba con voz ahogada por el llanto-. Y también sabía por qué Maddalena había mentido por mí. Me obligó a que le concediera el divorcio y a que tomara los hábitos, pero se negó a quedarse con Giuliano. Pensaba dejarlo en la calle o venderlo a algún traficante de niños para Dios sabe qué. -Se estremeció-. De modo que me llevé al pequeño conmigo. Hui de Nicea y viajé con él hasta Venecia subsistiendo a base de mendigar, robar y prostituirme. Allí se lo entregué a su padre. Siendo un Dandolo, no me resultó difícil dar con él. Pensé en quedarme en Venecia, incluso morir allí, pero me faltó valor. Había algo en mi interior que requería expiar mis pecados de una forma más completa. De modo que volví y tomé los hábitos, tal como le había prometido a mi esposo. Llevo aquí casi cuarenta años. Es posible que haya hecho las paces conmigo misma.

Ana, con las lágrimas rodándole por las mejillas, afirmó con la cabeza.

– Oh, sí -dijo con certeza absoluta-. Un error humano, una soledad y un ansia muy fáciles de entender. Por supuesto que habéis hecho las paces con vos misma. ¿Me permitís que traiga a Giuliano para que se lo podáis decir en persona?

– ¡Sí, os lo ruego! -exclamó Eudocia-. Ni siquiera sabía si aún vive. Decidme, ¿es un hombre bueno, un hombre feliz?

– Es muy bueno -contestó Ana-. Y esto va a procurarle una felicidad más grande que ninguna otra cosa del mundo.

– Os lo agradezco -suspiró Eudocia-. No os molestéis en darme nada para dormir, no voy a necesitarlo.

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