CAPÍTULO 45

Ana se encontraba en el elegante y silencioso dormitorio de Irene Vatatzés, contemplando a la mujer tendida en la cama. Tenía la ropa arrugada y salpicada de sangre, y presentaba manchas de ungüento alrededor del cuello. En dos lugares se le apreciaba también mucosa amarilla que había supurado. Tenía una úlcera abierta en la mejilla y otra justo debajo de la línea del mentón, en el lado contrario. Sus manos estaban cubiertas de llagas rojas, algunas ya hinchadas, en las que asomaba el pus.

Ana sabía por su hijo Demetrio que su esposo, Gregorio, iba a regresar de Alejandría dentro de poco, y esta vez para quedarse indefinidamente. Irene sufría dolor físico, pero era mayor su angustia.

– ¿También tenéis afectado el resto del cuerpo? -preguntó Ana con delicadeza.

Irene la traspasó con la mirada.

– Eso no importa. -Hizo un ademán brusco con las manos-. Curadme la cara. Haced lo que tengáis que hacer, no me importa lo que cueste. -Hizo una inspiración profunda-. Ni tampoco lo que duela.

Su voz sonaba quebradiza. Ana percibió el filo de sus palabras como si fueran pedazos de cristal rozando uno contra otro.

Ana pensaba a toda velocidad buscando cualquier otra posibilidad, cualquier tratamiento, por radical que fuera, cristiano, árabe o judío. ¿Sería de utilidad alguno de ellos en el caso de que el origen de la dolencia de Irene fuera el miedo?

La imaginación de Ana voló hasta las heridas que adivinaba que sufría su paciente, inteligente, fea y vulnerable, viéndose rechazada a cambio de la sensual Zoé, que se reiría y disfrutaría y después se marcharía llevándose consigo lo que le apeteciera, sin necesitar nada. ¿Era Gregorio un hombre aburrido de lo que podía tener y fascinado por lo que no podía tener? Qué superficial. Qué cruel. Y, no obstante, qué comprensible.

¿Qué objeto tenía curar la piel por fuera, cuando al día siguiente iba a ulcerarse de nuevo?

– ¡No os quedéis ahí como un idiota! -saltó Irene volviéndose un poco para mirarla-. Si no sabéis qué hacer, decidlo. Llamaré a otra persona. Si os acosa la pobreza, por Dios, tomad algo de dinero, pero no me miréis como si esperarais que me cure sola. ¿Qué vais a decirme? ¿Que debería rezar? ¿Creéis que no he rezado en toda mi vida, estúpido…? -De repente giró la cabeza, con lágrimas en la cara.

– Estoy estudiando qué remedios existen y cuáles serían los más apropiados -dijo Ana en tono suave. Alguna forma de intoxicación aliviaría el sentimiento de inseguridad y timidez que había impedido a Irene expresar su pasión o su rabia, y que quizás la había hecho más difícil de conocer. Incluso era posible que le permitiera expresar la sensualidad que podría haberla convertido en una persona amena pero inalcanzable para Gregorio. Sería una solución provisional, pero ¿de qué servía una cura que tuviera efecto a largo plazo si la paciente perecía ahora ahogada en su sufrimiento?

– Voy a daros un ungüento que eliminará la sensación de quemazón -dijo.

– ¡Me da igual la sensación, idiota! -le gritó Irene-. ¿Es que no veis nada, sois tan…?

– Y el enrojecimiento -terminó Ana con serenidad. Irene necesitaba que ella comprendiera, y aun así, ello también resultaría intolerable, sería otra humillación más-. Y una infusión para que las llagas se curen por dentro y no vuelvan a aparecer -agregó-. En cuanto a la supuración, tendréis que esperar. Voy a lavaros las heridas con una tintura que he preparado y os las vendaré ligeramente para que no se rocen.

Irene puso cara de desconcierto, pero no pidió perdón. Los médicos eran como criados buenos, difícilmente eran sus iguales.

– Os lo agradezco -dijo con incomodidad.

Ana cogió agua limpia que le entregó uno de los criados y vertió una pequeña cantidad en una ampolla. Inmediatamente el aire se llenó de un aroma penetrante pero agradable, vigorizante. Empezó a lavar cada llaga por separado, despacio y con delicadeza. Su intención era permanecer allí todo el tiempo que fuera posible.

Desde la última vez que había visitado aquella casa no había dejado de pensar en lo que le había dicho Demetrio. Seguía pareciendo absurdo, y experimentó una oleada de vergüenza al recordar el desprecio con el que él había hablado. Había dicho que la idea de usurpar el trono de Miguel era ridícula. Que para conseguirlo había que dominar a la guardia varega. Él la conocía, incluso tenía amigos entre sus filas. No sería posible, se necesitaría contar con un ejército. Antonino era soldado, y por lo tanto lo sabría. Y además la marina, y los mercaderes, sectores que conocería Justiniano. El constante aumento de su fortuna se había basado en ellos.

Sería necesario contar con un sólido asesoramiento en cuanto a las finanzas y tener acceso al Tesoro. Ana había averiguado que el jefe del Tesoro era un primo de Irene, Juan Ducas, y que tenían mucha relación. Algunas personas habían sugerido que al menos una parte de su éxito se debía en realidad a Irene, a la capacidad de previsión de ésta, a su cabeza para los números.

¿Y cómo pudo participar el afable y encantador Isaías Glabas en semejante plan? ¿Sería más listo de lo que suponían todos? ¿Y Helena? ¿Habría desempeñado algún papel, o simplemente era la esposa de Besarión?

– Las llagas no son tan profundas como había temido -dijo mientras limpiaba suavemente una de las úlceras para eliminar el pus-. En mi opinión, puede que se curen sin dejar marcas. La última vez que vine hablé un poco con Demetrio. Un joven sumamente interesante.

– ¿Vos creéis? -dijo Irene, escéptica.

– Desde luego. -Ana aplicó el vendaje, lo estiró y lo enrolló sin apretar demasiado-. Me dijo que tenía amigos en la guardia varega. -Se inclinó para continuar trabajando.

– Sí-confirmó Irene. Hizo una mueca de dolor cuando Ana le lavó una de las peores llagas-. Creo que se sienten muy agradecidos de que un hombre del rango de Demetrio tenga amistad con ellos. Algunas familias nobles los tratan con menos cortesía. No de forma grosera, sino más bien con indiferencia. -Sonrió con aire sombrío-. Como a un buen criado.

– ¿Os referís a Besarión? ¿O a Justiniano Láscaris?

– Justiniano, menos. Como es natural, para Besarión eran paganos, en su gran mayoría. Desde luego, lo eran los que procedían de las tierras situadas más al norte. -Se mordió el labio e hizo un esfuerzo para soportar el dolor.

Ana fingió no darse cuenta.

– Me han dicho que Isaías Glabas poseía un gran talento. ¿Es verdad?

– ¡Santo cielo, no! -exclamó Irene con desprecio-. Sabía contar anécdotas y conocía innumerables chistes, la mayoría de ellos imposibles de repetir delante de una mujer. Sabía adular y conservar la calma incluso cuando lo provocaban.

Ana sonrió.

– A vos no os caía bien. -Fue más una observación que una pregunta.

– No está muerto -replicó Irene-. Por lo menos, que yo sepa. Supongo que Demetrio lo habría comentado.

– ¿Eran amigos? -Ana no levantó la vista de lo que estaba haciendo.

– Supongo que sí-dijo Irene-. En realidad Isaías era compañero del hijo del emperador, Andrónico. Salían juntos a cabalgar y a las carreras de caballos. Y por supuesto a beber, a apostar, a toda clase de fiestas.

– No me imagino a Besarión aficionado a esas cosas -señaló Ana-. Según el decir de la gente, era de lo más serio.

– La palabra que estáis buscando es arisco -dijo Irene con ironía, mirando por fin la llaga que Ana estaba terminando de vendar-. Sois muy delicado. Gracias.

Irene era demasiado astuta para dejarse engañar. Si la loca idea que revoloteaba por su cabeza era atinada, despertar sus sospechas no sólo sería inútil, sino además peligroso. Notó que le temblaban las manos.

– Disculpadme -dijo.

– No es nada. -Irene quitó importancia al leve roce de la mano de Ana sobre una herida-. Tenéis mucha razón, Besarión no apreciaba a Isaías, yo creo que se limitaba a servirse de él.

Ana, temblorosa, respiró hondo.

– ¿En su lucha por… salvar a la Iglesia? -Dio a su voz un acento de desconcierto, como si no hubiera entendido-. No me imagino a Besarión haciendo un esfuerzo para disfrutar de esas… fiestas.

Por los ojos de Irene cruzó una fugaz expresión de lástima por el eunuco privado de su virilidad que creía que era Ana, y de todos los placeres y las debilidades.

– No hacía ninguno -repuso Irene con suavidad-, ni Justiniano tampoco. Isaías estaba organizando una gran fiesta con carreras de caballos, que iba a celebrarse a partir de la noche en que asesinaron a Besarión. Habría sido soberbia. Era un anfitrión excelente, ése es un rasgo que debería añadir a su lista de cualidades. Ana fingió interés.

– ¿De veras? ¿Carreras de caballos? Debe de ser muy emocionante verlas. Supongo que habría acudido todo el mundo, incluso Besarión.

Irene titubeó.

– ¿No? -A Ana le retumbaba el corazón en el pecho. Irene desvió la mirada.

– No. Me parece que en aquella ocasión Besarión tenía una audiencia con el emperador.

En la habitación se hizo un silencio que casi se podía cortar. Ana empezó a enrollar y guardar los vendajes que le habían sobrado.

– Así que el emperador no iba a acudir -dijo.

– Ahora ya da lo mismo -repuso Irene con un súbito endurecimiento del tono de voz-. Besarión y Antonino están muertos, y Justiniano se encuentra en el exilio. -Se miró los brazos vendados-. Gracias.

– Volveré mañana para curaros otra vez -le dijo Ana al tiempo que se incorporaba-. Y os traeré más hierbas.


Una tarde, Ana trabajaba en silencio y a solas en el cuarto en que guardaba las medicinas, machacando hierbas, moliendo raíces y tallos, a veces con el mortero, teniendo cuidado en todo momento de que ninguna hierba contaminara a otra. Mientras la asaltaban multitud de pensamientos, se puso a reflexionar sobre todas las interpretaciones posibles de los datos que había recopilado.

¿Tenía consigo todas las piezas importantes, y sólo le faltaba colocarlas en el orden adecuado? Besarión era un fanático religioso entregado a la Iglesia ortodoxa. Era un Comneno, perteneciente a una de las antiguas familias imperiales. Deseaba fervientemente evitar la unión con Roma que Miguel Paleólogo ya había puesto en marcha y estaba dividiendo a la nación, porque estaba convencido de que era la única manera de evitar otra invasión.

Besarión había sido asesinado la noche antes de la reunión prevista con Justiniano en el palacio Blanquerna, y con Andrónico, el heredero del emperador, para asistir a la gran fiesta organizada por Isaías Glabas.

Justiniano había discutido con Besarión en varias ocasiones; la última discusión, y la peor, tuvo lugar justo antes del asesinato. Aquello dibujaba una escena que Ana no podía continuar negando. Habían planeado matar a Miguel para que Besarión usurpara el trono. Y Justiniano iba a ayudarlo. Isaías y Antonino se encargarían de retener a Andrónico, tal vez de matarlo también. A continuación, Besarión apelaría a los leales a la Iglesia para que lo respaldasen y se retractaría de todos los pactos de unión firmados con Roma… una maniobra que naturalmente sería conducida y apoyada por Constantino.

Todas las dificultades habían sido previstas y planificadas. Justiniano debía encargarse de los mercaderes y los capitanes de los puertos. La misión de Antonino consistía en contener a los comandantes del ejército. El propio Demetrio debía sobornar o ganarse de alguna otra manera a la guardia varega que estuviera presente aquella noche, y una vez que el emperador hubiera muerto, exigirle, lealtad al nuevo emperador, Besarión.

¿Quién iba a encargarse de matar a Miguel? La guardia varega no permitiría que nadie se acercara lo suficiente. Sólo podía haber una respuesta. Zoé estaría dispuesta a matarlo, si tuviera el convencimiento de que el fin era salvar a Bizancio.

Ana vertió polvo en una jarrita, le puso una etiqueta y limpió los utensilios, y volvió a empezar.

En el pasado las dinastías habían cambiado violentamente, y sin duda volvería a ser así en el futuro. Cuanto más pensaba en ello, más nítidamente se le aparecía Besarión como el típico fanático para el que aquello sería una acción necesaria y noble. Era una explicación que daba respuesta a demasiadas cosas para no tomarla en cuenta. Para responder a las que quedaban iba a tener que esforzarse, pero con muchísimo más cuidado y sin olvidar nunca, en ese segundo que se tarda en pronunciar una palabra o hacer un gesto descuidado, que todos los otros conspiradores seguían estando vivos, quizá buscando otro pretendiente al trono, como por ejemplo Demetrio Vatatzés.

Con un escalofrío, sintió cómo el miedo le retorcía dolorosamente las entrañas.


El siguiente paciente al que trató le ocupó varios días, y además vivía en el barrio veneciano, bajando por la orilla del mar. Había sufrido una grave herida de cuchillo cuando lo agredieron en una reyerta cerca de los muelles. Su familia temía llamar a un médico cristiano, y Ana ya contaba con una fama muy extendida.

Sangraba profusamente. Ana no tuvo más remedio que probar un método que había visto usar a su padre en casos extremos. Éste lo había aprendido durante los viajes que hizo en su juventud por el norte y el este, más allá del mar Negro.

Recogió la sangre en una vasija limpia y situó ésta cerca del fuego. Seguidamente lavó la herida y la rellenó con una tela de algodón hasta que cesó la hemorragia. La operación le llevó poco tiempo, durante el cual habló al paciente con voz relajada a fin de apaciguar su miedo y le administró una tintura para paliar el dolor.

Cuando la sangre recogida en la vasija se hubo coagulado, la aplicó con suavidad sobre la herida abierta, para sellarla. Una vez que tuvo la seguridad de que ya no sangraba más, preparó una mezcla con las hierbas más curativas y vigorizantes, convertidas en un polvo fino, y formó con ellas una pasta que ablandó con manteca y que a continuación utilizó para evitar que la tela del vendaje se quedara adherida a la piel. Permaneció un rato en la casa con el paciente, tan sólo salió para comprar más hierbas y enseguida regresó a la cabecera de su cama.

Al oír a su alrededor el ritmo y el estilo de la lengua veneciana, no pudo evitar que de nuevo le viniera a la memoria Giuliano Dandolo. No tenía idea de por qué se había marchado tan repentinamente, pero se daba cuenta de que lo echaba de menos, sin bien en cierto modo aquello también suponía un alivio. Era imposible que llegaran a ser algo más que amigos ocasionales, personas que pudieran hablar de sueños un poco más profundos, de penas y alegrías que tocaban el alma, y al mismo tiempo reírse de pequeñeces absurdas.

Pero Giuliano despertaba en ella otra cosa que Ana no podía permitirse. Sí, era un alivio que Giuliano Dandolo hubiera regresado a Venecia. Al igual que Irene Vatatzés, ella necesitaba un cierto entumecimiento, un descanso del dolor que causaba amar.

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