Giuliano dio las gracias al capitán del puerto y regresó a su barco. Entregó el mando a su segundo oficial y, sin siquiera quitarse la ropa de marino, fue directo a la casa de Anastasio.
Éste estaba hablando con Leo. Volvió la cabeza, y al ver a Giuliano se le iluminó el rostro.
Giuliano corrió hacia él y le estrechó la mano con fuerza, olvidando por un instante lo delgada que era.
– Te lo agradezco enormemente -dijo con fervor.
Anastasio retrocedió un paso, pero sin dejar de sonreír. Se fijó en el atuendo desaliñado de Giuliano, en el cuero desgastado por el uso y todavía manchado aquí y allá por el agua de mar.
– Deberíamos partir esta noche. Va a ser un viaje duro -dijo, como excusándose-, pero no hay que esperar.
Leo fue a alquilar caballos para el viaje y el propio Anastasio preparó y sirvió un breve refrigerio.
– ¿Está enferma Simonis? -preguntó Giuliano.
Anastasio sonrió con tristeza.
Ha decidido irse a vivir a otra parte. De vez en cuando viene durante el día.
No agregó nada más, y Giuliano percibió que se trataba de un tema doloroso.
Salieron al anochecer. Al principio cabalgaron el uno al lado del otro. Giuliano estaba emocionado y deseaba conocer la historia, temeroso de lo que pudiera descubrir, de que pudiera deteriorar la frágil coraza que se había construido para defenderse de la verdad. En lugar de recrearse en sus propios pensamientos, le habló a Anastasio del icono y le contó cómo se lo había quitado a Vicenze y lo había reemplazado por otra pintura. También le relató la escena que según le habían contado tuvo lugar delante del Papa y de todos los cardenales. Los dos rieron a carcajadas durante largo rato, hasta quedarse sin aliento.
Luego el camino se estrechó y se vieron obligados a avanzar el uno detrás del otro, de modo que resultó imposible seguir conversando.
Cuando por fin llegaron al monasterio estaban cansados y helados, pero apenas hubieron tomado una bebida caliente y se hubieron quitado la suciedad del viaje, Anastasio solicitó ver a Eudocia.
La encontraron pálida, respirando superficialmente y casi moribunda, pero la dicha que la inundó al ver a Giuliano y reconocerlo de inmediato logró transfigurarla.
– Cuánto te pareces a tu madre -susurró ella, tocándole la cara con una mano frágil y fría que Giuliano se apresuró a tomar entre las suyas. Luego le relató la historia tal como se la había contado a Anastasio. Giuliano no tuvo vergüenza de llorar por su madre, por haberse equivocado al juzgarla, ni por Eudocia.
Se quedó con ella durante casi toda la noche, y tan sólo salió de puntillas en dirección a su propio camastro al rayar el alba. Se levantó tarde y asistió a un servicio religioso con las monjas. Nunca iba a poder agradecerle aquello a su tía. Volvió a sentarse a su lado, la ayudó a comer y beber un poco, hablándole en todo momento de su vida y de sus viajes por mar, y de forma especial de su viaje a Jerusalén.
Le costó trabajo marcharse, pero a Eudocia se le iban escapando las fuerzas, y supo que lo más acertado era dejarla descansar. En su sonrisa había una paz, una serenidad que no había antes de su llegada.
Y en un plano más profundo, se repitió a sí mismo la verdad una y otra vez: su madre lo había amado. Todo lo que estaba roto en su interior empezaba a curarse. ¿Cómo iba a agradecérselo a Anastasio?
Emprendieron el regreso cabalgando nuevamente el uno detrás del otro, y Giuliano se alegró de tener una oportunidad para estar a solas con sus pensamientos. En un solo día, lo que antes era un sentimiento de vergüenza y abandono se había transformado en otro de amor, el más profundo que cabía imaginar. Su madre había sacrificado toda felicidad para que él sobreviviera y recibiera cariño.
Ahora su legado bizantino estaba lleno de amor, un amor profundo, carente de egoísmo y que era para toda la vida. ¿Qué niño podía haber sido más amado? Se alegró de que en aquel viaje a oscuras Anastasio no pudiera ver las lágrimas que le rodaban por la cara y de que, como a menudo se hacía necesario avanzar el uno detrás del otro dada la estrechez del camino, hubiera escasa» oportunidades para hablar.