CAPÍTULO 17

– Del emperador -dijo Simonis con los ojos muy abiertos, de pie en la puerta del cuarto donde guardaban las hierbas medicinales-. Quieren que te presentes de inmediato. Está enfermo.

– Imagino que habrá alguien enfermo -repuso Ana, saliendo con Simonis a la habitación de fuera-. Un criado, tal vez.

Simonis lanzó un resoplido de impaciencia y empujó la puerta para que pasara Ana.

Tenía razón Simonis, era el propio Miguel el que deseaba consultarla. Casi sin saber qué decir, Ana cogió su estuche de hierbas y ungüentos y acompañó a los criados en silencio por la calle, hasta el palacio Blanquerna.

Una vez dentro, acudió a su encuentro un funcionario de la corte, y juntos fueron escoltados por dos miembros de la guardia varega, que protegía personalmente al emperador. La condujeron por magníficos pasillos y galerías que estaban desmoronándose, en dirección a los aposentos privados del monarca. Éste, al parecer, sufría una afección de la piel que le causaba una severa incomodidad. Debía de haber sido Zoé la que habló tan favorablemente de ella al emperador que éste se decidió a llamarla. ¿Tan bien lo conocía como para que él aceptara su opinión en un asunto como aquél? ¿Qué querría a cambio? Sin duda iría a pedirle un favor importante, y seguramente peligroso. Sin embargo, a Ana no le habría sido posible de ningún modo negarse. No se rechazaba al emperador.

Le habría gustado poder rechazar el encargo. Si no lograba curar al emperador, aquello podría ser el final de su carrera, por lo menos entre los ricos y los influyentes. Por descontado, Zoé no volvería a hablar en su favor. Tendría suerte si se conformara con eso como venganza por haber sufrido aquella mancha en su reputación. Y no todos los males tenían curación, ni siquiera con los remedios judíos y árabes que empleaba ella, y mucho menos con los cristianos.

Sabía que, aunque ya habían quedado atrás los días de gloria de los eunucos de la corte, y el emperador ya no hablaba ni escuchaba al mundo única y exclusivamente a través de ellos, en la corte todavía había muchos. Ella iba a tener que engañarlos con su impostura.

Se había esforzado tanto en imitar a Leo, que estaba perdiendo su propia identidad: fingía que le desagradaban los albaricoques cuando en realidad los adoraba, o que le gustaban los pasteles, llenos de miel, cuando lo cierto era que le provocaban arcadas. Una vez tuvo que escupir una avellana porque le produjo repugnancia, después de haber visto a Leo tomar una e imitarlo sin pensar. Utilizaba sus expresiones, adoptaba su tono de voz, y se despreciaba a sí misma por ello. Lo hacía porque era seguro. No debía quedar ningún rastro de su antigua personalidad de mujer que pudiera delatarla.

Y ahora estaba poniéndose en ridículo al correr por aquella vasta galería detrás de un serio cortesano ataviado con aquella túnica y de aquellos corpulentos guardias, con la esperanza de poner en práctica la medicina que le había enseñado su padre… nada menos que con el emperador, porque creía que iba a poder rescatar a Justiniano. Su padre habría entendido sus fines y hasta los habría aprobado, pero ¿habría cuestionado su sano juicio por intentar llevarlos a la práctica? ¿Qué pensaría de ella su padre si supiera de verdad lo que le debía a Justiniano? Había muerto antes de que ella hubiera juntado valor para confesárselo.

El cortesano se detuvo y frente a ella apareció otro hombre. Era alto y de hombros anchos, pero tenía el rostro suave de un eunuco, los típicos brazos largos y la típica gracilidad peculiar al moverse. No supo calcularle la edad, salvo que sin duda era mayor que ella. La piel de un eunuco era como la de una mujer, más suave, más dada a presentar finas arrugas, y el cabello rara vez mostraba entradas, cosa muy habitual en los hombres sin castrar. Cuando habló, su voz sonó grave, y su dicción, cuidada.

– Soy Nicéforo -se presentó-. Os conduciré hasta el emperador. ¿Hay algo que necesitéis, que podamos traeros? ¿Agua? ¿Incienso? ¿Aceites dulces?

Ana le sostuvo la mirada un instante, y a continuación bajó la vista. No debía olvidar que aquel eunuco era uno de los cortesanos de más antigüedad de Bizancio.

– Me vendrían bien un poco de agua y los aceites dulces que sean más del agrado del emperador -contestó.

Nicéforo transmitió la orden a un criado que aguardaba en la puerta del fondo, casi fuera de la vista. Seguidamente, despidió al funcionario de la corte que había acompañado a Ana hasta allí, así como a los guardias, y él mismo se encargó de indicar el camino.

Se detuvo al llegar ante la puerta de la habitación donde se encontraba el emperador. Ana tuvo la impresión de que era capaz de verla bajo aquel disfraz y estaba a punto de decírselo. Durante un momento de pánico temió que efectivamente pudieran registrarla antes de permitirle estar en presencia de Miguel. Después pensó con horror en qué lugar podía tener el emperador el sarpullido y en la posibilidad de que después de haberlo visto no la perdonasen jamás por aquella intimidad. Incluso se le ocurrió, en una idea descabellada, confesar allí mismo, antes de que pasara la oportunidad. Rompió a sudar y sintió que la sangre le latía con tal estruendo en los oídos que casi la ensordeció.

Nicéforo estaba hablando, y ella no lo había oído. Él se dio cuenta.

– Le duele un poco -repitió con paciencia-. No le preguntéis nada a menos que os sea necesario saberlo, y dirigíos a él en todo momento empleando el tratamiento formal. No lo miréis fijamente. Dadle las gracias si así lo deseáis, pero no lo violentéis. ¿Estáis preparado?

Ana no iba a estar preparada nunca, pero era demasiado tarde para huir. Debía tener valor. Fuera lo que fuese lo que la aguardaba, no sería tan terrible como dar media vuelta.

– Sí… lo estoy.

La voz le salió como un graznido. Aquello era ridículo. De pronto sintió deseos de dejar escapar una risita. Le salió de dentro de pura histeria, y para disimularla tuvo que fingir que estornudaba. Nicéforo debió de pensar que era un pobre diablo.

El eunuco la hizo pasar al interior de la cámara. Ésta era inmensa y no se parecía en absoluto al salón oficial; aunque habían transcurrido más de once años, apenas se había vuelto a amueblar. Miguel estaba acostado en la cama, con el torso cubierto por una túnica holgada y las mantas extendidas sobre las piernas y hasta la cintura. Tenía el rostro enrojecido y la piel de la cara y el cuello llena de motitas rojas. Su melena negra, veteada de gris, se veía húmeda y lacia.

– Majestad, el médico, Anastasio Zarides -dijo Nicéforo pronunciando con claridad, pero sin levantar el tono. Le indicó a Ana con una seña que se aproximase al emperador. Ella obedeció mostrando toda la seguridad que le fue posible. Cuanto más asustado estaba uno, más importante era conducirse con valor. Su padre se lo había repetido una y otra vez.

– Majestad, ¿en qué puedo serviros? -preguntó.

Miguel la recorrió de arriba abajo con una mirada de curiosidad.

– Los judíos no tienen eunucos, y en cambio Zoé Crysafés me ha dicho que vos conocéis la medicina judía. ¿Me ha mentido? -inquirió.

Ana sintió que la estancia giraba a su alrededor y que el calor acudía a sus mejillas.

– No, majestad. Soy bizantino, de Nicea, pero he aprendido cuanto he podido de todas las formas de medicina. -Estuvo a punto de añadir «de mi padre», y justo a tiempo se dio cuenta de que podía ser un error fatal. De modo que se mordió la lengua con la esperanza de que el dolor le recordara su desliz.

– ¿Nacisteis en Nicea? -preguntó Miguel.

– No, majestad. En Tesalónica.

El emperador agrandó ligeramente los ojos.

– Yo también. Si quisiera un sacerdote, mandaría llamar a uno. Tengo centenares que están siempre a mi disposición, y todos más que deseosos de recitarme mis pecados. -Sonrió sombríamente e hizo una mueca de dolor-. Y me impondrían la debida penitencia, no me cabe duda. -Se tiró del cuello de la túnica para dejar al descubierto las manchas rojas y las ampollas que se extendían por su pecho-. ¿Qué me ocurre?

Ana observó la ansiedad que revelaban sus ojos y el sudor que le perlaba la frente.

Examinó de cerca la erupción para memorizar el dibujo que formaba, el número de ampollas y el grosor que tenían éstas.

– Os ruego que volváis a cubriros, por si cogéis frío -solicitó-. ¿Me permitís que os toque la frente para tomaros la temperatura?

– Adelante -respondió Miguel.

Ana procedió, y no le gustó nada lo caliente que encontró la piel. -¿Os produce escozor el sarpullido?

– ¿Acaso no lo producen todos? -replicó Miguel en tono cortante.

– No, majestad. En ocasiones sólo pican un poco, a veces duelen algo, otras veces son muy dolorosos, como una multitud de aguijones. ¿Os duele la cabeza? ¿Tenéis dificultad para respirar? ¿Os molesta la garganta? -También deseaba preguntarle si tenía dolor de vientre, si había vomitado o si sufría diarrea o estreñimiento, pero ¿cómo iba a preguntarle aquellas cosas al emperador? Quizá se las pudiera preguntar más tarde a Nicéforo.

Miguel respondió a sus preguntas, casi todas en sentido afirmativo. Ella le pidió permiso para retirarse y habló en privado con Nicéforo.

– ¿Qué sucede? -inquirió él con honda preocupación-. ¿Está envenenado?

Ana se dio cuenta, con un respingo de horror, de cuan realista era aquella sospecha. En ningún momento se había parado a pensar lo que debía ser vivir constantemente bajo la amenaza de odios y envidias, hasta el punto de no saber nunca cuál de tus sirvientes, incluso tus familiares, podría desear verte muerto con la suficiente intensidad como para conspirar para ello.

– Aún no lo sé -dijo hablando en voz alta-. Lavad con delicadeza todas las zonas en las que aparezca el sarpullido, y cercioraos de que el agua esté tibia. Yo voy a preparar medicinas y ungüentos para paliar el dolor. -Dio un paso muy audaz; pero la timidez causaría un pánico aún mayor-. Después averiguaré de qué se trata, y prepararé un antídoto.

De pronto cruzó por su mente un pensamiento terrorífico, el de que podía haber sido la propia Zoé quien lo hubiera envenenado. Sabía mucho de pociones de belleza, de ello daba testimonio su cutis maravillosamente conservado. Y posiblemente también sabía de venenos.

– ¡Nicéforo! -llamó cuando éste ya se marchaba.

Él se volvió y esperó a que ella hablara, con una expresión de angustia en los ojos.

– Emplead aceites nuevos que hayáis comprado vos mismo -le advirtió-. Ninguno que haya traído nadie como regalo. Purificad el agua. No deis de comer al emperador nada que no hayáis preparado vos y que no haya sido catado.

– Así lo haré -prometió él, y a continuación añadió en tono irónico-: y para mi propia seguridad, llevaré un compañero que vigile cada paso que doy, y los dos lo tocaremos y lo cataremos todo. -Sus facciones eran poderosas pero carecían de belleza, a excepción de la boca. En cambio, cuando sonreía, incluso con tristeza como ahora, se le iluminaba el rostro entero.

Ana captó, con un estremecimiento, un levísimo atisbo del terreno en que se había metido.

Cuando regresó al palacio al día siguiente, lo primero que hizo fue ver a Nicéforo. Éste parecía nervioso, y no intentó conversar.

– No está peor -dijo tan pronto como se quedaron solos-. Pero continúa resultándole doloroso comer, y la erupción no ha disminuido. ¿Es veneno?

– Existe una clase de envenenamiento accidental, además del intencional -dijo en tono evasivo-. Hay alimentos que se corrompen o que resultan ponzoñosos si se ingieren antes de que maduren, o si entran en contacto con cosas poco limpias. Puede ser que uno corte un albaricoque con un cuchillo que tiene un lado de la hoja impregnado de veneno y el otro no. Si se come una mitad…

– Entiendo -interrumpió Nicéforo-. He de tener más cuidado. -Advirtió la mirada de comprensión de Ana-. Por mi propio bien -agregó con un gesto irónico en los labios.

– ¿Teméis a alguien en particular? -le preguntó Ana.

– Por toda la ciudad hay facciones -respondió-. Principalmente los que se oponen con vehemencia a la unión con Roma, o los que están explotando a los que se oponen. Vos mismo habréis presenciado disturbios.

Ana sintió el hormigueo del sudor en la piel, pues era muy consciente de que Constantino había desempeñado un claro papel en dichos disturbios.

– Sí-dijo.

– Y por supuesto están siempre los que ambicionan el trono -prosiguió Nicéforo bajando el tono de voz-. Nuestra historia está llena de usurpaciones y derrocamientos. Y también están los que albergan deseos de venganza por lo que consideran agravios del pasado.

– ¿Agravios del pasado? -Ana tragó saliva. Aquello se acercaba dolorosamente a Justiniano, y si era sincera, a ella misma-. ¿Os referís a una enemistad personal? -dijo en voz queda.

– Están los que piensan que Juan Láscaris debería haber seguido siendo emperador, a pesar de su juventud, su falta de experiencia y su personalidad profundamente contemplativa. -A Nicéforo se le contrajo el semblante de dolor al acordarse de aquella antigua y terrible mutilación-. Hasta hace poco hubo un hombre en Constantinopla, Justiniano Láscaris -dijo en voz muy baja- que supuestamente estaba emparentado con él. Vino varias veces a palacio. El emperador estuvo hablando con él sin que lo oyéramos, no sé de qué. Pero estaba implicado en el asesinato de Besarión Comneno, y ahora se encuentra exiliado en Palestina.

– ¿Podría haber regresado para hacer esto? -A Ana le temblaba la voz, y no sabía qué hacer para controlar las manos. Las escondió a medias debajo de la ropa y retorció la tela.

– No. -La idea produjo un destello de humor negro en la mirada de Nicéforo-. Está encerrado en un monasterio del Sinaí. Y jamás saldrá de él.

– ¿Y por qué se confabuló con otros en el asesinato de Besarión Comneno? -Tenía que preguntarlo, a pesar del peligro que representaba para ella misma, y a pesar de que temía la respuesta.

– No lo sé -reconoció él-. Besarión era uno de los muchos que aborrecían la unión con Roma, y estaba reuniendo un número considerable de seguidores.

– Entonces, ¿ese Justiniano Láscaris estaba a favor de la unión con Roma? -Aquello no podía ser.

– No -contestó Nicéforo con una sonrisa delicada-. Estaba profundamente en contra. Los argumentos de Justiniano eran menos teológicos que los de Besarión, pero más contundentes.

– Entonces, no podía haber una discrepancia en lo religioso -dijo Ana, aferrándose a un hilo de esperanza.

– No. La enemistad, si la había, al parecer provenía de su amistad con Antonino, que por lo visto fue el que de hecho mató a Besarión.

– ¿Y qué motivos podía tener? ¿Acaso no era un soldado, un hombre práctico? -Ana pensó que debía explicarse-. Yo he tratado a hombres, soldados, que lo conocieron.

Nicéforo le dirigió una mirada muy directa.

– Sí-convino-. Pero se sugirió que Antonino y la esposa de Besarión eran amantes.

– ¿Helena Comnena? Es muy hermosa…

– ¿Así lo creéis? -Nicéforo parecía interesado, incluso desconcertado-. Yo la encuentro vacía, como una pintura de colores apagados. Carece de pasión y posee muy poca capacidad para comprender el dolor que se siente cuando uno abriga sueños ambiciosos que no puede cumplir.

– ¿Vería Antonino algo en ella? -preguntó Ana elucubrando-. ¿Y por qué, si no, iba a matar a Besarión?

– No lo sé -admitió el eunuco-. Sigo pensando en la unión con Roma y la vehemencia con que se oponía a ella, su intento de incitar al pueblo a que ofreciera resistencia. Lo cual no me lleva a ninguna parte, porque tanto Justiniano como Antonino también estaban en contra.

Ana percibió una complejidad de emociones en Nicéforo, y se preguntó qué pensaría él mismo de la unión.

– ¿Besarión cuenta todavía con seguidores que estén vivos? -Llevó la atención de él al problema actual-. No simples admiradores, sino personas que continúen su causa.

– Justiniano y Antonino ya no están -repuso Nicéforo con acento triste-. Y me parece que los demás han vuelto a ocuparse de sus propios asuntos, otras lealtades. Besarión era un soñador, como el obispo Constantino, imaginaba que Bizancio se podía salvar con la fe más que con la diplomacia. Nunca hemos contado con grandes ejércitos ni flotas. Siempre hemos arrojado a nuestros enemigos unos contra otros y nos hemos apartado de la refriega. Pero eso requiere habilidad, voluntad de compromiso y, por encima de todo, tener temple para aguantar y esperar.

– Una rara clase de valor -concedió ella mientras pensaba en cuan vehementemente creía Constantino en el poder que tenía la Virgen para protegerlos si se mantenían firmes en la fe ortodoxa. La forma que tenía de defender Constantinopla era seguramente la que Dios quería, y la del emperador era el método intelectual del hombre que confía en sí mismo y en el arma de la carne, o, más exactamente, de la astucia.

Llegó un criado llamándolos, y Nicéforo la acompañó a la presencia del emperador.

Miguel estaba todavía un poco afiebrado, pero era evidente que el sarpullido había mejorado y que había dejado de extenderse. Esta vez había traído consigo unas hojas para preparar una infusión, de distinta clase que las que servían para reducir el dolor y la fiebre, y también más pomada de incienso, masilla y corteza de sauce, todo mezclado con aceite y clara de huevo.

Dos días después regresó de nuevo y encontró al emperador levantado y vestido. Había mandado llamarla para darle las gracias por sus cuidados y para pagarle generosamente. Ella no permitió que viera el gran alivio que sentía.

– ¿He sido envenenado, Anastasio Zarides? -preguntó Miguel escrutándole el rostro con sus ojos negros.

Ana ya se esperaba la pregunta.

– No, majestad.

Las cejas arqueadas del emperador se arquearon aún más.

– Entonces he pecado, pero no me lo habéis dicho.

Ana también se esperaba aquello.

– No soy sacerdote, majestad. Miguel reflexionó unos instantes.

– Nicéforo dice que poseéis inteligencia y que sois sincero. ¿Se equivoca, pues?

– Espero que no. -Ana lo dijo en un tono lo más piadoso posible, evitando la mirada del emperador.

– ¿Estoy pecando al buscar la unión con Roma, y vos no tenéis valor ni fe suficientes para decírmelo? -persistió Miguel.

Aquella pregunta no la tenía prevista. En los ojos del emperador había diversión, y también impaciencia. Le quedaban escasos segundos para pensar.

– Yo creo en la medicina, majestad. De fe no sé lo bastante. La fe no nos salvó en el año 1204, pero desconozco el motivo.

– ¿Sería porque no teníamos la suficiente? -sugirió Miguel recorriéndola de arriba abajo con la mirada, como si fuera capaz de saber lo que iba a responder observando su postura o las manos que tenía entrelazadas ante sí-. ¿La falta de fe es pecado, o es aflicción?

– Para saber si hay que tener fe o no, uno ha de entender qué es lo que Dios ha prometido -contestó, rebuscando frenéticamente en su cabeza-. Tener fe en que Dios va a darnos algo simplemente porque así lo queremos es una necedad.

– ¿No va a proteger a su verdadera Iglesia, porque así lo quiere? -replicó Miguel-. ¿O eso depende de que nosotros observemos todos los detalles y luego nos levantemos contra Roma?

Estaba jugando con ella. Nada de lo que dijera Ana lo haría cambiar de opinión, pero sí que podría cambiar el destino de ella. Era posible que Miguel se diera cuenta de que estaba mintiendo acerca de sus creencias para complacerlo a él, y luego tampoco creería que fueran sinceras sus opiniones médicas.

– A mi modo de ver, nuestra confianza ciega se disolvió en sangre y cenizas hace setenta años -afirmó-. Es posible que Dios espere que esta vez busquemos una manera de hacer uso tanto de nuestra inteligencia como de nuestra fe. Nunca seremos todos justos ni todos sabios. Los fuertes deben defender a los débiles.

Miguel pareció satisfecho, y cambió de tema.

– Y bien, ¿cómo me habéis curado, Anastasio Zarides? Deseo saberlo.


– Con hierbas medicinales para reducir el dolor y la fiebre, majestad, ungüento para curar la erupción y atención para cerciorarme de que no os infectarais con alimentos corrompidos o ropas o aceites que no estuvieran limpios. Vuestros otros sirvientes cuidaron de que no os envenenaran a propósito. Tenéis catadores; les he aconsejado que fueran muy cuidadosos con los cuchillos, las cucharas y los platos, también por su propio bien.

– ¿Y la oración?

– Más profundamente que ninguna otra cosa, majestad, pero eso no he tenido necesidad de decírselo.

– Habréis rezado por mi salud y también por vuestra supervivencia, sin duda. -Esta vez la expresión de su rostro era claramente divertida.

En el camino de vuelta a casa Ana todavía se preguntaba si el emperador habría sido envenenado y si Zoé habría tenido algo que ver en ello. Para ella, ser súbdito de Roma sería como dejarse violar. ¿Se habría convencido a sí misma de que esta vez los iba a salvar la fe ciega y ardorosa?

De repente Ana fue consciente de cuan profundas eran sus propias dudas, y tal vez del peso del pecado que podría haber dado lugar a ellas.

¿Tenían importancia para Dios las diferencias entre una iglesia y otra, o eran sólo cuestiones filosóficas, rituales de los hombres adaptados a una cultura u otra?

Ojalá hubiera podido preguntar a Justiniano en qué creía ahora, qué era lo que había aprendido en Constantinopla para estar dispuesto a luchar por ello a fin de impedir la unión con Roma y sobrevivir a la siguiente cruzada.

Sin él, la soledad de la mente resultaba casi abrumadora.

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