En mayo de 1277, se hundió un techo del palacio papal de Orvieto. Se rompió en un millar de astillas de madera, yeso y escombros y mató al Papa Juan XXI. Cuando la noticia llegó a Roma, fue recibida con estupor y silencio, y después se propagó por el resto de la cristiandad. Una vez más, el mundo carecía de una voz divina que lo guiara.
Palombara se había enterado de la noticia en el palacio Blanquerna, durante una audiencia con el emperador. Ahora se encontraba en una de las grandiosas galerías, frente a una estatua de porte majestuoso. Era una de las pocas que habían sobrevivido, y tan sólo había sufrido una ligera mella en un brazo, como si quisiera demostrar que ella también estaba sometida al azar y al paso del tiempo. Era griega, de antes de Cristo, y descansaba al abrigo de aquel rincón que rara vez se utilizaba, hermosa y casi desnuda.
Ana caminaba por aquel mismo corredor, regresando de atender a un paciente. Vio al obispo Palombara, pero éste se hallaba ensimismado en sus pensamientos y no reparó en su presencia. En aquel momento de descuido, Ana advirtió en su rostro una cierta vulnerabilidad ante la belleza, como si ésta fuera capaz de llegarle al corazón atravesando sin dificultad todas las barreras que él había levantado y tocar sus llagas. Aun así él lo permitía. Ansiaba sentir una emoción avasalladora, aunque estuviera entreverada con el dolor. Pero la realidad de dicha emoción se le escapaba. Ana lo detectó cuando él volvió la cabeza, lo vio durante un brevísimo instante en sus ojos.
Luego, como si actuaran de mutuo acuerdo, él se apartó y regresó a la galería principal, y ella se sintió avergonzada de haberse entrometido, aunque hubiera sido sin querer. En eso, oyó unos pasos rápidos y se volvió bruscamente, como si la hubieran sorprendido en un sitio en el que no debía estar. ¿Por qué se sentía tan en evidencia? ¿Porque había experimentado un momento de empatía con aquel romano?
Esto era lo inmediato, lo duro del cisma, no las discusiones acerca de la naturaleza de Dios; la ponzoña que había dentro de la naturaleza del ser humano era la que trazaba las líneas de separación, y daba miedo estirar la mano y rebasarlas.