CAPÍTULO 19

Ana era consciente del peligro que corría al preguntar a la gente qué opinaba en materia de religión en un clima ya desgarrado por las discrepancias y en el que flotaba la sensación de un peligro inminente. Sin embargo, la respuesta a la pregunta de quién había matado a Besarión no le iba a caer en las manos si no la buscaba de forma activa.

¿Qué sabría Constantino? Aquél parecía el mejor sitio por donde empezar.

El obispo se encontraba en su habitación junto al patio. El sol del estío brillaba con fuerza sobre el agua y el empedrado que había fuera de los arcos, y las sombras de dentro mantenían un frescor muy grato. Parecía estar casi totalmente recuperado de su enfermedad, ahora que ya había transcurrido casi un mes.

– ¿Qué puedo hacer por vos, Anastasio? -ofreció.

– He estado pensando en el desgaste que sufrís socorriendo a los pobres y a los que sufren del corazón o de la conciencia… -comenzó Ana.

Constantino sonrió y relajó los hombros como si hubiera esperado un comentario más crítico por parte de ella.

– Mi consulta médica ya está lo suficientemente consolidada para satisfacer las necesidades de mi familia -continuó Ana-. Quisiera dedicar una parte de mi tiempo a atender a los que no pueden pagarme… contando con que vos me indiquéis quiénes son los que más me necesitan. -Titubeó sólo un instante-. Tal vez os gustaría que os acompañase, para así poder actuar con buen juicio y sin dilación.

A Constantino el semblante se le iluminó de placer.

– Ése es ciertamente un noble deseo. Acepto. Empezaremos de inmediato, mañana mismo. Me sentía desanimado, inseguro de cuál sería la mejor manera de proceder de ahora en adelante, pero Dios ha respondido a mis oraciones en vos, Anastasio.

Ana se quedó sorprendida por la vehemencia con que reaccionó el obispo, y también complacida. Sin querer, le vino una sonrisa a la cara.

– Decidme qué dolencias son las que encontraremos con más probabilidad, para que pueda llevar conmigo las hierbas adecuadas.

– El hambre y el miedo -repuso Constantino con triste acento-. Pero también encontraremos enfermedades de los pulmones y del estómago, y sin duda de la piel, debido a la pobreza, los insectos y la suciedad. Traed lo que podáis.

– Aquí estaré -prometió ella.


A partir de entonces, acompañó a Constantino como mínimo dos días por semana. Recorrieron las zonas más pobres cerca de los muelles, las callejuelas de la periferia, angostas y atestadas. Había muchos enfermos, sobre todo durante lo más caluroso del verano, cuando había poca lluvia que limpiara los canalones y las moscas revoloteaban por todas partes. A Ana se le hacía difícil manejarse entre las dolencias espirituales y las corporales, y más todavía teniendo a Constantino tan cerca, y con la certeza de que todo lo que le dijera a un paciente podría serle repetido a él.

Siempre que un paciente le decía: «Ya me he arrepentido, ¿por qué no mejoro?», ella le contestaba: «Estáis mejorando, pero además debéis tomar la medicina. Os vendrá bien.» Después intentaba acordarse de todos los santos apropiados a los cuales rezar para curar cada enfermedad concreta, y al hacerlo se daba cuenta de que no creía en nada de aquello. Sin embargo, ellos sí creían, y eso era lo que importaba. «Rezad a san Antonio Abad -añadía-, y aplicaos el ungüento.» O el remedio que resultara apropiado.

Paulatinamente fue eliminando de su pensamiento el papel que había desempeñado Constantino en los disturbios. El obispo amaba al pueblo, era infatigable en las atenciones que le prestaba. Tenía una pureza de pensamiento y una fe tan firme que era capaz de borrar el miedo que atenazaba a muchos.

Él siempre los reconfortaba.

– Dios no os abandonará jamás, pero debéis tener fe. Sed leales a la Iglesia. Obrad siempre lo mejor que podáis.

Ana también sentía la necesidad de recurrir a alguien que supiera más que ella y cuya certeza la curase de las dudas que la mortificaban. ¿Cómo iba a negar eso a otras personas?


Un día, al final de una jornada particularmente prolongada, cansada y hambrienta, Ana aceptó con gusto la invitación de regresar con Constantino a casa de éste y cenar allí.

La comida fue sencilla: pan con aceite, pescado y un poco de vino, pero dada la pobreza que había visto en las pasadas semanas, toda abundancia habría resultado casi obscena.

Tomó asiento a la mesa frente a Constantino, en la quietud de la noche al final del verano. Era tarde y las antorchas eran lo único que iluminaba la oscuridad, proyectando un resplandor amarillo y cálido sobre las paredes y arrancando destellos a un icono de oro. El pescado se había terminado y los platos habían sido retirados; tan sólo quedaban el pan, el aceite y el vino, además de un elegante cuenco de cerámica con higos.

Ana clavó la mirada en el obispo. Los rasgos de su fino rostro denotaban un profundo cansancio, y sus hombros se veían hundidos bajo el peso de los sufrimientos del pueblo.

Constantino advirtió aquella mirada y levantó la vista, sonriente.

– ¿Hay algo que os turbe, Anastasio? -preguntó.

Ana ansiaba decírselo y verse Ubre del sentimiento de culpa que pesaba sobre ella y que en ocasiones resultaba tan abrumador que no estaba segura de poder continuar para siempre soportando semejante carga. Y naturalmente no podía decir nada.

– Sí, estoy preocupado -dijo por fin, deshaciendo el pan entre los dedos con ademán distraído-. Pero también pienso que hay muchas personas tan preocupadas como yo. Hace no mucho me llamaron para que atendiera al emperador…

Constantino levantó la vista, sobresaltado, y su semblante se oscureció de pronto, pero no la interrumpió.

– No pude evitar tomar mayor conciencia de algunos de sus puntos de vista -continuó Ana-. Naturalmente, no hablé con él de esas cosas. Creo que está decidido a seguir adelante con la unión con Roma, sea cual sea el coste, porque está convencido de que si continúa el cisma, habrá otra invasión. -Miró al obispo con serenidad-. Vos mejor que él conocéis la pobrera que nos invade. ¿Cuánto más habremos de sufrir si hay otra cruzada y vuelve a pasar por aquí?

La enorme mano de Constantino, apoyada sobre la mesa, se cerró en un puño con tanta fuerza que se le pusieron los nudillos blancos.

– ¡Mirad a vuestro alrededor! -exclamó el obispo-. ¿Qué hay de bello, valioso y honrado en nuestras vidas? ¿Qué nos impide pecar de avaricia y de crueldad, de la violencia de arrebatar todo lo que es bueno? Decidme, Anastasio, ¿qué es?

– Nuestro conocimiento de Dios -respondió Ana inmediatamente-. Nuestra necesidad de alcanzar la luz que hemos visto y que jamás podremos olvidar. Tenemos que creer que existe y que, si llevamos una vida honrada, al final podemos pasar a formar parte de ella.

Constantino se relajó y dejó escapar el aire lentamente.

– Exacto. -Una sonrisa alisó las arrugas de su rostro-. La fe. He intentado decírselo al emperador, precisamente hace dos días. Le dije que el pueblo de Bizancio no va a aceptar que nadie contamine lo que somos y aquello en lo que hemos creído desde los primeros días del cristianismo. Aceptar a Roma sería como decirle a Dios que estamos dispuestos a sacrificar nuestras creencias cuando nos resulta oportuno.

Constantino vio en el rostro del médico que éste lo entendía, y quizá también un atisbo de la paz que él le había aportado.

– Miguel se mostró de acuerdo conmigo, naturalmente -continuó-. Dijo que Carlos de Anjou ya está planeando lanzar otra cruzada y que no tenemos ninguna forma de defendernos. Habrá una matanza, quemarán nuestra ciudad, y los que sobrevivan serán enviados al destierro, puede que esta vez para siempre.

Ana clavó la mirada en su rostro, en sus ojos.

– Dios puede salvarnos, si es su voluntad -dijo ella en tono calmo.

– Dios siempre ha salvado a su pueblo, pero sólo cuando le somos fieles. -Constantino se inclinó sobre la mesa-. No podemos depositar nuestra confianza en el arma de la carne, renegar de nuestras lealtades, y cuando estemos perdiendo, volvernos hacia Dios y esperar que nos rescate.

– ¿Y qué debemos hacer? -preguntó Ana rápidamente. No debía permitirle que se desviase demasiado del tema-. Besarión Comneno se oponía firmemente a la unión, y abogaba por la santidad de la Iglesia tal como la conocemos. He oído a muchas personas elogiarlo y comentar el gran hombre que era. ¿Cuál era su plan? -Procuró que su tono pareciera natural.

Constantino se puso rígido. De repente se abatió tal silencio sobre la habitación que se oyeron las pisadas de un criado en las baldosas del corredor de fuera. Por fin suspiró. Cuando habló, lo hizo con la vista fija en los platos que había sobre la mesa.

– Temo que Besarión era un tanto soñador. Puede que sus planes no fueran tan prácticos como la gente creía.

Ana se quedó atónita. ¿Por fin estaba cerca de descubrir la verdad? Mantuvo una expresión inocente a propósito.

– ¿Y qué creía la gente?

– Él hablaba mucho de que la Santísima Virgen nos protegería -dijo Constantino.

– Oh, sí -respondió Ana rápidamente-. Ya sé que contó muchas veces la anécdota de que el emperador salió a caballo de la ciudad cuando estaba sitiada por los bárbaros, hace mucho tiempo. Llevaba consigo un icono de la Virgen, y cuando el jefe de los bárbaros lo vio, cayó muerto en el acto y los sitiadores huyeron.

Constantino sonrió.

– ¿Pensáis que el emperador Miguel haría eso nuevamente? -preguntó Ana-. ¿Pensáis que con ello detendría a los venecianos o a los latinos y les impediría que nos invadieran desde el mar? Es posible que sean bárbaros de alma -agregó en tono irónico-, pero son muy sofisticados de pensamiento.

– No -dijo Constantino con renuencia.

– No me imagino a Miguel Paleólogo haciendo algo así -reconoció Ana-. Y Besarión no era ni emperador ni patriarca.

¿Sería que Besarión buscaba ser patriarca? ¡Si ni siquiera estaba ordenado! ¿O sí lo estaba? ¿Era ése su secreto? Ana no podía dejar escapar la oportunidad.

– Si Besarión no era más que un soñador, ¿para qué iba a molestarse nadie en matarlo?

Esta vez la respuesta de Constantino fue instantánea:

– No lo sé.

Ana había esperado a medias algo así, pero al mirar el rostro relajado del obispo, ahora libre de toda angustia, no creyó del todo lo que decía. Había algo que él se sentía incapaz de revelar, posiblemente algo que le confió Justiniano bajo confesión. Probó otro método.

– Intentaron varias veces matarlo, hasta que lo consiguieron -dijo con gran gravedad-. Alguien debía de pensar que Besarión representaba una amenaza muy seria, para ellos o para algún principio que valoraban por encima incluso de la seguridad o la moralidad.

Constantino no la contradijo, pero tampoco la interrumpió.

Ana se inclinó un poco más sobre la mesa.

– Nadie podría preocuparse por la Iglesia más que vos. Y tampoco, en mi opinión, podría nadie servirla con tanta entrega y respeto que debe de saberlo ya todo el pueblo de Constantinopla. Vuestro coraje nunca os ha abandonado.

– Os lo agradezco -repuso Constantino con modestia, pero el intenso placer que sintió fue casi como un calor físico que irradió su persona.

Ana bajó la voz.

– Temo por vos. Si alguien quiso asesinar a Besarión, que era mucho menos eficaz que vos, ¿no intentaría mataros a vos también?

El obispo irguió la cabeza de golpe, con los ojos muy abiertos.

– ¿Vos… creéis? ¿Quién iba a querer asesinar a un obispo por predicar la palabra de Dios?

Ana bajó la vista hacia la mesa y luego volvió a clavarla en él.

– Si el emperador pensara que Besarión iba a dificultar la unión con Roma, y a poner Constantinopla en peligro, ¿no habría podido dar él mismo la orden de que lo mataran?

Constantino hizo dos intentos seguidos de decir algo, pero las dos veces se interrumpió.

¿De verdad él no lo había pensado? ¿O era que sabía que no era cierto, porque él conocía la verdad?

– Ya me lo temía -dijo Ana asintiendo con la cabeza, como si quedara confirmado-. Os ruego que tengáis mucho cuidado. Sois nuestro mejor guía, nuestra única esperanza sincera. ¿Qué haremos si os matan? Habrá desesperación, y ésta podría terminar en una violencia que supondría la ruina de Constantinopla, junto con todas las posibilidades de hallar la unidad entre nosotros mismos. Pensad además en las consecuencias que tendría para las almas de los violentos, que quedarían manchadas por el pecado. Morirían sin recibir absolución, porque ¿quién iba a estar presente para administrársela?

Constantino la miraba fijamente, horrorizado por lo que decía.

– Debo seguir adelante -dijo. Le temblaba todo el cuerpo y tenía el rostro arrebolado-. El emperador y todos sus consejeros, el nuevo patriarca, han olvidado la cultura que hemos heredado, el antiguo saber que disciplina la mente y el alma. Ellos sacrificarían todo eso por la supervivencia física bajo el dominio de Roma con sus supersticiones, sus santos chabacanos y sus respuestas fáciles. Su credo es la violencia y el oportunismo, la venta de indulgencias para ganar cada vez más dinero. Ellos son los bárbaros del alma. -Miró a Ana como si en aquel momento sintiera por dentro una necesidad casi física de que ella entendiera.

Ana se sentía incómoda, violenta por la intimidad de aquel momento. No se le ocurrió nada que decir que fuera ni remotamente adecuado.

Cuando Constantino volvió a hablar, lo hizo con un hilo de voz teñida de dolor:

– Anastasio, decidme, ¿de qué sirve sobrevivir si ya no somos nosotros mismos, sino algo más sucio e infinitamente más pequeño? ¿Qué valor tiene nuestra generación si traicionamos todo lo que nuestros antepasados amaron y por lo que dieron la vida?

– Nada -dijo Ana con sencillez-. Pero tened cuidado. Alguien asesinó a Besarión por encabezar la causa contra Roma, e hizo que pareciera que el culpable había sido Justiniano. ¿Y decís que su postura era igual de firme?

Ana volvió a inclinarse hacia delante.

– Si ése no fue el motivo, ¿cuál fue, entonces?

Constantino hizo una inspiración profunda y dejó escapar el aire en un suspiro.

– Tenéis razón, no hay otro.

– Os suplico que tengáis cuidado -repitió Ana-. Tenemos enemigos muy poderosos.

– Necesitamos personas poderosas de nuestra parte -afirmó despacio Constantino, como si hubiera sido ella la que lo había señalado-. Los ricos y los nobles de las familias antiguas, las personas que se hacen escuchar, antes de que sea demasiado tarde.

Ana sintió un nudo en el estómago y las manos sudorosas a causa del miedo.

– Una de esas personas podría ser Zoé Crysafés -dijo Constantino con aire pensativo-. Tiene mucha influencia. Está cerca de los Comneno, y también del emperador. Ella haría por Bizancio cosas que no harían muchos. -Asintió apenas, con una ligera sonrisa en los labios-. Si la convenzo de que haga algo que cuenta con la bendición de la Virgen, lo hará. Y luego están Teodosia Skleros y toda su familia. Poseen grandes riquezas y son todos muy devotos, ella la que más. No tengo más que predicar, y Teodosia obedecerá. -Con los ojos brillantes, se acercó un poco más a Ana-. No os equivocáis, Anastasio, existen grandes posibilidades, si tenemos suficiente valor y fe para aprovecharlas. Os lo agradezco. Me habéis infundido ánimos.

Ana experimentó la primera punzada de duda, fina como una aguja. ¿Podía la santidad valerse de medios tan retorcidos y seguir siendo pura? Las teas ardían en sus soportes y no había viento, ni se oía nada fuera, pero de pronto sintió frío.


Ana continuaba atormentada por las dudas y muy al tanto de las tensiones que barrían la ciudad. Había advertido a Constantino del peligro personal que corría porque necesitaba sacar a colación el tema del asesinato de Besarión, pero una parte del miedo que sentía por él era auténtica. Y también sabía que al hacer preguntas atraía la atención sobre sí misma. No había posibilidad de abandonar su empeño, pero adoptó mayores precauciones al caminar sola, aun cuando para todo el mundo era un eunuco y no había nada impropio en que se dirigiera a donde se le antojara. Pero cuando salía a horas tardías, después de anochecer, cosa que ocurría en raras ocasiones en aquella época del año, de noches cortas, se llevaba consigo a Leo.

Con todo lo que había gastado en su consulta y los remedios adicionales que necesitó para asistir a los pobres, se le estaban agotando las hierbas medicinales. Había llegado el momento de reponer existencias.

Bajó la cuesta que conducía a los muelles caminando a la cálida luz del día, con el sol todavía por encima de las colinas que se alzaban al oeste y sintiendo en la cara una brisa que olía a sal. Sólo tuvo que esperar veinte minutos escuchando el vocerío y las risas de los pescadores hasta que llegó una barca, la cual compartió con otros dos pasajeros que se dirigían al Gálata, al otro lado del Cuerno de Oro.

Se relajó en la barca. El suave bamboleo y el chapoteo constante del agua resultaban balsámicos, y, según parecía, a los otros pasajeros les sucedía lo mismo. Sonreían, pero no alteraban aquella quietud con innecesarias charlas.

Avram Shachar la recibió como siempre, llevándola a la trastienda llena de estanterías y alacenas repletas de cosas.

Ana compró lo que necesitaba, y seguidamente aceptó con gusto la invitación a quedarse a cenar con la familia de Shachar. Comieron bien, y después los dos estuvieron sentados en el jardincillo hasta una hora más avanzada hablando de médicos del pasado, sobre todo de Maimónides, el gran físico y filósofo judío que murió en Egipto el mismo año en que los cruzados arrasaron Constantinopla.

– Para mí, Maimónides es una especie de héroe -dijo Shachar-. También escribió una guía para toda la Misná, en árabe. Nació en España, ¿lo sabíais?

– ¿No en Arabia? -se extrañó Ana.

– No, no. En realidad se llamaba Moisés ben Maimón, pero tuvo que huir cuando los señores de los musulmanes, los almohades, dieron a elegir al pueblo entre convertirse al islam o morir.

Ana se estremeció.

– Están al sur y al oeste de nosotros. Y por lo que parece, se hacen cada vez más fuertes.

Shachar hizo un breve gesto para quitar importancia al asunto.

– Ya hay suficiente sufrimiento y maldad hoy en día, no penséis en el de mañana. Bien, habladme de la medicina que practicáis.

Con placer y cierta sorpresa, Ana se dio cuenta de que Shachar sentía interés por sus avances profesionales. Sin querer, respondió a las preguntas que le hizo acerca del tratamiento que había aplicado a Miguel, aunque tuvo la discreción de decir únicamente que temía por él debido a la rabia que inflamaba al pueblo en relación con la unión con Roma.

– Ha sido un honor para vos atender al emperador -dijo Shachar con gravedad, pero parecía más nervioso que feliz.

– Fue gracias a la recomendación de Zoé Crysafés -le aseguró Ana.

– Ah… Zoé Crysafés. -Él se inclinó hacia delante-. No le digáis a Zoé nada que no debáis. La conozco sólo por lo que se habla de ella. No puedo permitirme el lujo de ignorar dónde reside el poder. Yo soy un judío en una ciudad cristiana. Vos haríais bien en andaros con cautela, amigo mío. No supongáis que todo es lo que parece.

Ana sintió un leve escalofrío. ¿Por qué la advertía? No le cabía duda de que había sido lo bastante discreta con sus investigaciones.

– Yo soy bizantino, y cristiano ortodoxo -expresó en voz alta.

– ¿Y eunuco? -agregó Shachar en tono sereno, con mirada interrogante-. Que emplea hierbas judías y practica la medicina tanto en hombres como en mujeres, y que hace muchas preguntas. -Le tocó el brazo en un lugar cubierto por la túnica, muy ligeramente, apenas perceptible al tacto, y no en la piel, como él haría si ella fuera una mujer. Seguidamente retiró la mano y se recostó en su asiento.

Ana sintió que el terror la inundaba de arriba abajo y comenzó a sudar. En algún momento había cometido errores, puede que muchos. ¿Quién más sabría que era mujer?

Advirtiendo su pánico y entendiéndolo, Shachar sacudió la cabeza un instante, sin dejar de sonreír.

– Nadie -dijo con delicadeza-. Pero no podéis disimularlo todo, en particular a un herbolario. -Agitó levemente las aletas de la nariz-. Tengo un sentido del olfato más fino que la mayoría de los hombres. He tenido hermanas, y tengo una esposa.

Ana, sintiéndose tremendamente violenta, supo a qué se refería. Era la menstruación, que a pesar de las lesiones sufridas le seguía viniendo, y por supuesto el íntimo olor a sangre. Creía que lo había enmascarado bien.

– Voy a daros unas hierbas que os mantendrán a salvo de las sospechas de otros, y que tal vez os alivien un poco el dolor -ofreció.

Ana no pudo hacer otra cosa que asentir. A pesar de la amabilidad del judío, se sentía profundamente humillada y muy asustada.

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